Por un minuto le fue imposible hacer ningún movimiento. Su corazón latía alocadamente en su pecho, su respiración era ronca, se sentía helado hasta la médula.
Finalmente, comprendió que debía regresar al cilindro y dobló lentamente las rodillas. Cuando la raíz estuvo al alcance de su mano, la agarró y se sujetó desesperadamente a ella. Sus pies perdieron apoyo; un movimiento involuntario de sus piernas le hizo perder posición y se encontró suspendido sobre la nada, con las manos cruzadas alrededor de la raíz… suspendido no cabeza abajo con respecto a la raíz, sino horizontalmente, como si no tuviera peso… lo cual, se dijo, era exactamente el caso. No corría ningún peligro, a condición de moverse muy lentamente y con extremadas precauciones.
Cada una de mis acciones provocará una reacción igual y contraria, se dijo a sí mismo. Siempre había sido así, pero allá abajo, donde reinaban las leyes de la gravedad —o al menos su equivalente en forma de fuerza centrífuga—, sus reacciones eran maquinales. Aquí debía aprender nuevas reglas.
Se encontraba en el espacio interplanetario… aunque hubiera aire para respirar y no existiesen los planetas.
Cull fue adelantando sus manos, una tras otra, sujetándose a una aspereza, a una radícula, a una bifurcación de la raíz. Al levantar la mirada vio a Fyodor y a Phyllis, que planeaban suspendidos entre las dos paredes del cilíndrico artefacto, observándolo con ojos alucinados.
Cull se empujó dándose un pequeño impulso para penetrar en el cilindro. Phyllis se encontraba en su trayectoria, y tendió una mano para sujetarla por los hombros. Ella retrocedió; el cuerpo de Cull y el suyo se hallaban paralelos al eje del cilindro. Hubieran seguido flotando hacia el otro extremo del cilindro y de allá al espacio si Cull no hubiera conseguido, con una contorsión, rozar el suelo con sus pies. El roce detuvo su trayectoria.
—Tenemos que movernos con grandes precauciones —le dijo a Phyllis—. ¿Todavía no lo has comprendido?
—¿Vamos a flotar así indefinidamente? —murmuró ella con los ojos dilatados por el terror—. ¿O hasta que nuestras reservas de alimentos se agoten y nos muramos de hambre?
—Tenemos comida —dijo Cull—. Y podremos conseguir más si es necesario. —Se giró, dio una patada contra la pared y flotó hacia el extremo del tubo por el que acababa de entrar. Se sujetó a una rama para detenerse y añadió—: Creo que será mejor que nos quedemos en este lado. Al menos aquí tenemos un ancla a la que sujetarnos.
Echó una mirada por la abertura del cilindro. La gran bola de maná continuaba girando sobre sí misma y, en el momento en que Cull la miraba, los pies del chino muerto desaparecieron tras ella. La masa se alejaba lentamente, arrastrada por el impulso dado por el hombre.
—Debo pensar —dijo Cull—. Pero estoy demasiado cansado. Todos estamos demasiado cansados. Necesitamos dormir, y luego comer un poco más para recuperar nuestras fuerzas.
—¿Cómo podrás dormir sabiendo que no hay nada entre tú y el vacío más que esas delgadas paredes de metal? —dijo Phyllis.
—He dormido en aviones —dijo Cull—. Y estamos más seguros en nuestro cilindro que en aquel tipo de aparatos. No podemos caer. No al menos en el sentido en que tú lo entiendes. No, lo único que temo es ser arrastrado fuera del cilindro por mis movimientos involuntarios durante el sueño. Necesitaríamos algo con lo que atarnos.
El único objeto que podía realizar esta labor era el hilo telefónico enmarañado entre las raíces del árbol. Pero para ir a buscarlo era necesario volver a salir. Cull vaciló. Aún no se había recuperado del terror que había experimentado al hallarse suspendido sobre el vacío, y hubiera preferido dormir y comer un poco antes de afrontar de nuevo aquella experiencia. Pero se trataba de una imperiosa necesidad.
Por un momento estudió la posibilidad de pedirle a Fyodor o a Phyllis que fueran a recoger el hilo, pero rechazó inmediatamente aquella idea. Sus compañeros no estaban en condiciones de hacerlo en aquellos momentos. Y no sabían lo suficiente como comportarse en caída libre para confiarles aquella misión.
Suspiró. Comunicó a los otros dos sus intenciones, y volvió a arrastrarse a lo largo del árbol ayudándose con las manos. Esta vez cuidó muy bien de mantener sus ojos fijos ante él. Pero esta precaución no le fue de mucha utilidad, ya que, mirando hacia donde mirase: arriba, abajo o delante, siempre estaba mirando «hacia abajo». Para tranquilizarse, se repitió una y otra vez que no corría el menor peligro, a condición de que no se soltase del árbol. Además, era absolutamente necesario que fuera a buscar aquel cable.
Media hora más tarde regresaba al cilindro, arrastrando tras él los veinte metros largos de hilo telefónico. Aunque temblando por el miedo y el agotamiento, cubierto de sudor y de barro, trabajó en el hilo hasta que hubo formado un gran círculo con él. Con la ayuda de sus compañeros ató este aro a la parte exterior del cilindro, y luego lo aseguró alrededor del tronco del árbol, asegurándose de que sus nudos eran sólidos. Luego, formó con el resto del hilo tres aros más pequeños, en los que se introdujeron los tres, apretándolos alrededor de sus cinturas,
—Ahora —dijo Cull— podremos, dormir seguros, en una cama más blanda que la de un rey: el aire. Pero puede que nuestro sueño no sea muy agradable. La ausencia de peso impide que fluyan las secreciones de nuestros sinus y de nuestra nariz, y si se acumulan excesivamente pueden llegar a asfixiarnos. Así que no se asusten si se despiertan sin poder respirar. Resoplen fuertemente para librarse de cualquier cosa que obstruya sus mucosas. Y ahora… ¡buen sueño!
Cerró los ojos, y se durmió inmediatamente.
En el mismo momento en que se despertó de nuevo, supo que algo iba mal. Abrió los ojos y miró al «techo» del cilindro, ya que se hallaba tendido a lo largo del eje longitudinal del mismo. Su corazón latía apresuradamente, aunque desconocía las causas de su vaga inquietud.
Fuera del cilindro estaba oscuro, y Cull comprendió que el sol había disminuido su brillo y que ahora era de «noche». Levantó ligeramente la cabeza para mirar al extremo del cilindro contrario a aquel donde estaba encajado el árbol de roca, y vio una sombra que obstruía la embocadura e impedía que la luz penetrara en su interior. La sombra era parecida a la de un ser humano… pero su espalda estaba provista de un par de alas plegadas.
Cull comprendió inmediatamente que debía tratarse de un demonio. Recordó haber visto varias veces criaturas parecidas a aquélla por las calles… en tiempos en que aún existían las calles. Las alas no constituían por aquel entonces más que unos accesorios sorprendentes o impresionantes, pero absolutamente inútiles. Ahora, sin embargo, en este lugar que escapaba a las leyes de la gravedad, debían funcionar y cumplir perfectamente el papel para el que habían sido destinadas.
Girando la cabeza, Cull vio flotar los cuerpos de sus compañeros, sujetos por el hilo telefónico. Fyodor roncaba sonoramente. Phyllis respiraba con dificultad.
Bajo ella se encontraba la rama desprendida del árbol de roca, flotando a pocos centímetros del «suelo».
El demonio estaba ahora avanzando lentamente por el interior del cilindro. Se movía encogido para que la parte alta de sus alas medio replegadas no rozara contra el techo, y mantenía sujeto en su mano un cuchillo de piedra. La débil luz permitía distinguir, en el interior de su boca entreabierta, dos largos colmillos, cuya blancura contrastaba con el tono oscuro de su piel.
Cull se giró bruscamente en su sujeción de hilo telefónico y extendió la mano. Sus dedos se cerraron sobre la rama rota. Se giró de nuevo, levantó la rama para apuntarla hacia la silueta que obstruía la abertura, y la lanzó con todas sus fuerzas a través del cilindro.
Luego, sin esperar a comprobar si había alcanzado su objetivo, sujetó con las dos manos el lazo que sujetaba su cintura y lo empujó hacia delante. Salió fácilmente del anillo del hilo, y estaba buscando un apoyo desde donde darse impulso cuando oyó la rama llegar a su destino. Hubo un sonido sordo y el demonio hizo «¡Oooouch!», cuando el aire escapó de sus pulmones ante el impacto de la rama contra su plexo solar. Levantó las manos, dejó escapar el cuchillo y retrocedió.
Si no hubiera desplegado involuntariamente sus alas, de modo que éstas rozaron las paredes del cilindro y frenaron su impulso, hubiera sido lanzado de espaldas al espacio. Pero el roce lo retuvo, y se quedó flotando, boca arriba.
Cull avanzó hacia él en zigzag, empujándose con los pies de un lado a otro del cilindro, como una pelota rebotando. Si se hubiera lanzado directamente a través del cilindro, pensaba mientras tanto, hubiera chocado contra el demonio, y ambos hubieran sido expulsados del cilindro. En el espacio, Cull se hubiera hallado reducido a la impotencia, mientras que el demonio alado, una vez repuesto del choque, hubiera podido evolucionar a placer.
Mientras se impulsaba de un lado a otro, Cull tendió la mano para agarrar en el aire el cuchillo de sílex. Luego se lanzó sobre el demonio, lo sujetó por el cuello con uno de sus brazos y, con la ayuda del cuchillo, se dedicó esforzadamente a la tarea de seccionarle la vena yugular. El demonio se retorció en todas direcciones intentando escapar a su presa. Cull se retorció con él, decidido a llegar al final.
Repentinamente, sintió un líquido cálido y espeso correr por sus hombros y cuello, y comprendió que era la sangre del demonio chorreando hacia él. Sin embargo, siguió cortando la vena de su adversario, cuya vitalidad era tal que no había cesado en su lucha. Con sus afiladas uñas desgarraba desesperadamente los costados de Cull, mientras giraba de modo increíble la cabeza en su intento por hundir sus afilados colmillos en la garganta del otro. Cull apretó más fuerte para impedirle doblar la cabeza y servirse de dientes. La horrible criatura, dejando de arañarle el costado, tendió una mano para alcanzar sus órganos genitales. Cull, sabiendo muy bien que una simple presión de aquellos dedos dotados de una fuerza sobrehumana bastaría para dejarlo inútil, si no matarle, levantó las rodillas y, con un impulso, se alejó del demonio. Sin embargo no retrocedió siguiendo el eje longitudinal del cilindro sino oblicuamente, de modo que fue a chocar contra la pared, y el choque le hizo rebotar hacia el lado contrario.
El golpe que diera al demonio envió igualmente a éste contra la pared, impidiéndole deslizarse a lo largo del cilindro hacia el exterior. Ahora estaba tumbado cabeza abajo, con el cuerpo fláccido, las alas desplegadas. Cull se acercó a él prudentemente, a pequeños saltos, apoyando simplemente sus talones contra la pared para propulsarse de uno a otro lado. Al llegar cerca de la entrada del cilindro, sujetó al demonio por un tobillo y lo arrastró en sentido contrario. Al llegar a la mitad del cilindro se desplazó más rápidamente, sabiendo que en aquel lugar podía sujetarse al hilo telefónico para evitar verse precipitado fuera, por la otra abertura, con el demonio tras él.
De pronto el interior del cilindro se iluminó, y Cull comprendió que el sol había vuelto a su estado «diurno». Sin embargo no brillaba tanto como antes de la catástrofe, ya que el polvo que flotaba en el aire matizaba su luz.
Phyllis abrió los ojos y lanzó un penetrante grito. Fyodor se despertó a su vez, y contempló con aire alucinado el cuerpo del demonio: se envaró bruscamente en el anillo que lo mantenía sujeto y tendió las manos hacia adelante, como para protegerse de un ataque del cadáver.
—Cálmense —dijo Cull—. Todo ha terminado. Al menos para él.
—¡Por el amor de Dios —exclamó Phyllis—, quítanos de delante ese demonio! ¡Échalo fuera! ¡Su vista me pone enferma! —Luego se interrumpió, con sus tojos enormemente abiertos por el horror fijos en Cull—. ¿Estás herido, Jack? —preguntó—. ¡Oh, Dios mío, estás cubierto de sangre! ¡Te lo ruego, Jack, no te mueras! ¡No me dejes sola!
—¡Y tú no te pongas histérica! —gritó Cull—. No, no estoy herido. Al menos no gravemente, aunque este maldito demonio me ha dejado los costados hechos unos zorros. Casi toda esta sangre es suya. Cuando vayas al otro extremo del cilindro ve con cuidado: hay todavía una buena cantidad de ella flotando por el aire y en las paredes.
—¿Por qué no nos libras de este cadáver? —casi sollozó ella.
—Porque quizá podamos utilizarlo —dijo Cull—. Al menos en parte. Antes de la llegada del demonio estábamos prisioneros en este cilindro, sin el menor medio para desplazarnos. Ahora, en cambio…
Sin añadir más, retiró los lazos que sujetaban la cintura de sus compañeros, y pasó el de Phyllis alrededor del cadáver, sujetándolo firmemente.
—Ahora —dijo—, súbanse al árbol y recojan tanto maná como puedan traer hasta aquí. No debemos malgastar nuestras reservas. Y necesito el maná que hay afuera para limpiar la suciedad que voy a producir.
Examinó el cadáver. El demonio tenía más o menos su misma altura… es decir, si los recuerdos de Cull eran exactos, un metro ochenta aproximadamente. Su cuerpo tenía la apariencia de un cuerpo humano, exceptuando los enormes órganos genitales verrugosos de que estaba provisto, y cuya única utilidad parecía ser hacer enrojecer a los seres humanos con su obscenidad. Su piel era de un color gris pizarra. Las largas y puntiagudas uñas de sus manos y pies merecerían mejor el nombre de garras. Las alas, parecidas a las de un murciélago, tenían el aspecto de cuero. Partían de los omoplatos y, tal como había observado Cull, no tenían la menor utilidad en un mundo sometido a las leyes de la gravedad. El rostro tenía también una apariencia humana, excepto por los colmillos de tigre y la nariz achatada, con los orificios paralelos a las mejillas. Las orejas eran parecidas a las de un lobo; el cráneo era calvo, y estaba provisto de una excrecencia ósea que iba de la frente hasta la nuca.
Cull observó a Phyllis y Fyodor, que avanzaban vacilantes hacia los filamentos de maná enredados en las ramas del árbol de roca. Antes de que regresaran habría realizado ya una buena parte de la tarea emprendida.
El cuchillo estaba bien afilado, pero se mellaría muy pronto. Era preciso empezar por lo más importante. Ya que si no lo hacía así, cuando la hoja estuviera en mal estado tendría que renunciar a terminar su obra.
La piel de las alas fue fácil de cortar y desprender de la espalda. Pero los huesos que sujetaban las alas a los omoplatos presentaban un problema. Además, los músculos de la espalda eran muy duros y mucho más numerosos que los de un cuerpo humano. Aquellos músculos parecían estar destinados a mover las alas. Mientras los cortaba, Cull se dio cuenta de que necesitaba desprender los huesos de las alas en el punto de la articulación con los omoplatos. Y el único útil de que disponía era su cuchillo.
—¡Vuelvan! —les gritó a Phyllis y a Fyodor.
Lentamente, éstos regresaron arrastrándose a lo largo del árbol para penetrar en el cilindro. Se acercaron a Cull y examinaron con horror el trabajo que éste había realizado.
—Si este demonio podía utilizar estas alas para volar, yo soy capaz de hacer lo mismo —dijo Cull—. Ahora, apóyense los dos contra la pared, cada uno a un lado. Mantengan el cuerpo contra el suelo e impidan que se mueva mientras yo ataco los huesos.
Phyllis no conseguía decidirse a tocar al demonio. Cull tuvo que amenazarla con empujarla al vacío para que ella se decidiera a ayudar. Mientras Fyodor y ella inmovilizaban del mejor modo posible el cadáver, Cull sujetó con sus dedos el hueso del ala derecha, a la altura de la articulación, y empezó a moverlo hacia adelante y hacia atrás para soltarlo de la articulación. Tras unos minutos tuvo que renunciar. Jadeaba por el esfuerzo, y su cuerpo estaba cubierto de sudor mezclado con sangre. Afortunadamente, debido a la ausencia de gravedad, el sudor no resbalaba hacia sus ojos, pero perlaba su rostro y todo su cuerpo. De tanto en tanto se pasaba la mano por la frente para retirar la transpiración y lanzarla por la abertura del cilindro.
—Séquenme con maná —dijo con voz entrecortada a sus compañeros—. Y tírenlo luego.
Cuando Fyodor y Phyllis lo hubieron secado, siguió con su trabajo. Esta vez, intentó partir el hueso del ala un poco por debajo de la articulación, en el lugar donde era más delgado. Tras unos intentos sonó un chasquido y el hueso se astilló. Aunque temía mellar la hoja de su cuchillo, Cull comenzó a aserrar el lugar de la fractura. El hueso resistió, pero en el cuchillo aparecieron granos de polvo gris. Cull se detenía de tanto en tanto para secarse con la mano. El polvo revoloteó hacia el exterior.
Cuando calculó que el hueso estaba lo suficientemente aserrado, Cull empezó a retorcer el ala hacia adelante y hacia atrás. Repentinamente, el ala se desprendió.
Un cuarto de hora más tarde había conseguido arrancar también el ala izquierda. Pero estaba agotado, y tuvieron que secar de nuevo el sudor que lo empapaba.
—Me hubiera gustado poder hacer una disección completa —dijo—. Podríamos utilizar los huesos de sus piernas como mangos de lanzas, y arrancar sus colmillos y montarlos al extremo de los fémures para convertirlos en lanzas. Tal vez no fueran muy eficaces, pero peor es nada.
—Ya tienes las alas —dijo Phyllis—. ¿No crees que ya es suficiente? ¡Librémonos de este demonio!
Pero, con gran sorpresa por su parte, fue Fyodor quien quiso continuar la tarea iniciada.
—No hemos de abandonar ahora —dijo—. Yo le reemplazaré. Primero los colmillos.
Cull se apresuró a pasarle el cuchillo y contempló cómo empezaba a cortar las encías alrededor de las raíces. Cuando éstas estuvieron al desnudo, Fyodor tiró de los dientes con todas sus fuerzas para arrancarlos. Tras muchos esfuerzos y frecuentes pausas, consiguió tener en sus manos dos largos colmillos puntiagudos y ligeramente curvados.
—Ya no puedo soportarlo más —murmuró Phyllis, abandonando su puesto para dirigirse hacia el centro del cilindro. Dio la espalda a los dos hombres y permaneció allá, flotando y cubriéndose los ojos con sus brazos.
Cull la observó alejarse.
—Infiernos —gruñó—, yo soy el capitán de esta nave…
—Cierto, amigo, cierto —dijo Fyodor—. Pero un capitán debe preocuparse por la salud y el bienestar de su tripulación. Podríamos decir que Phyllis está mareada.
—No creo que pueda reprochárselo —admitió Cull. Parpadeó y añadió—: Supongo que no se estará burlando usted de mí.
—¡Dios me perdone, en absoluto! —protestó Fyodor—. ¿Por qué tendría que burlarme de usted?
—Quizá sea un tanto ridículo por mi parte compararme con el capitán de una nave —dijo Cull—. Y de una buena nave, además: un cilindro abierto por los dos extremos, derivando en el aire sin timón que lo gobierne ni velas que lo hagan avanzar. ¡Y qué tripulación! Un admirador de Cristo medio loco, y una arribista frígida y sin entrañas. Sin hablar de un hipócrita tan arribista como esa puta de Phyllis, un despreciable lameculos.
—Al menos reconoce usted sus defectos —dijo Fyodor, enarcando sus espesas cejas—. ¡Es más, incluso los confiesa públicamente! Ha dado usted un paso hacia adelante, amigo mío.
—¿Un paso hacia dónde? —preguntó Cull, observándole furiosamente—. ¿Hacia mi muerte? ¡Así que me conozco a mí mismo! ¿Y qué? ¿Acaso esto me ayuda a comprender por qué estoy aquí y qué es este lugar? ¿O a saber adónde voy, si es que existe una vida tras la muerte?
—¡Pero usted lo sabe, lo sabe! —gritó Fyodor con su voz aguda—. Usted vivió en la Tierra, y ahora está muerto. Duda realmente de que haya otra vida tras la muerte, ¡y sin embargo está aquí! ¿Acaso esto no es la prueba de que existe un vasto plan del que usted forma parte? En la forma quizá de un simple engranaje, pero un engranaje inmortal.
—Preferiría estar muerto que vivir como he vivido aquí —dijo Cull.
—¡No! —dijo Fyodor—. ¡No cree realmente en lo que dice! ¿Acaso son las cosas peores aquí que en la Tierra? ¡Por mi parte afirmo que no! Y queda siempre la esperanza. ¡La esperanza, ¿entiende?!
—¿La esperanza de qué? —preguntó Cull—. Aquí tampoco podemos obtener las respuestas a las preguntas que nos formulamos.
Calló unos instantes. Fyodor le dirigió una escrutadora mirada, mientras se rascaba su calvo cráneo, y luego desvió la vista.
—Vamos a extraerle el fémur al demonio —concluyó Cull, finalizando así la conversación.