—¿Qué quieres decir? —preguntó Cull con voz ronca.
Sin responder, el X tomó impulso y se dirigió flotando hacia el demonio. Éste se apartó con un golpe de alas para dejarle salir por la puerta. Luego avanzó hacia Cull y Phyllis, extendiendo lentamente sus alas, haciéndolas girar como hélices y empujando el aire hacia atrás. Cuando llegó junto a ellos, frenó accionando las alas en sentido contrario y se detuvo a algunos centímetros de los dos seres humanos. Pese al estremecimiento que había sentido al contemplar irse a X, Cull no pudo dejar de admirar el perfecto dominio de sí mismo de aquella criatura: era tan difícil volar en un medio privado de gravedad.
El demonio esbozó una sonrisa que puso al descubierto sus largos dientes y dijo:
—¡Bienvenido, hermano! ¡Y bienvenida tú también, hermana!
—¿Qué quieres decir? —murmuró Cull—. ¿Por qué hermanos?
El demonio no respondió inmediatamente. Echó una ojeada a su alrededor y, al cabo de unos instantes, preguntó:
—¿Habéis notado el calor que hace bruscamente aquí? Los generadores se están fundiendo. Los Inmortales destruyen su instalación. Será mejor que salgamos de aquí antes de asarnos. Me gusta el calor, pero no hasta este punto.
Cull comprendió que, por primera vez, al menos por lo que sabía, un demonio acababa de decir la verdad. Un calor sofocante reinaba en la sala, y esta elevación de la temperatura tenía su origen en los muebles metálicos.
—Están fundiéndose —repitió el demonio.
Voló hacia Cull dando un giro, de tal modo que le ofreciera la parte posterior de su cuerpo.
—Sujetaos ambos a mi cola —dijo—. Os sacaré afuera y, de paso, recogeremos a vuestro amigo inconsciente.
Unos minutos más tarde, aquel extraño convoy de tres seres humanos con un demonio por locomotora volaba fuera de la sala para introducirse en el túnel. Muy pronto se hallaron en el vacío, fuera de la redondeada masa que giraba en el aire, alejándose de ella.
—De momento no vamos a tener techo sobre nuestras cabezas durante un cierto tiempo —dijo el demonio alegremente—. Pero cuando los Inmortales hayan reunido todos esos restos para formar nuevas masas que giren según ejes de rotación muy definidos, entonces nos instalaremos en una de ellas. Y podremos emprender el trabajo al que vamos a ser destinados.
—¿Nosotros? —dijo Cull, sorprendido—. ¿Quieres explicarte… hermano?
—¿Qué sabéis exactamente? —preguntó el demonio.
Cull le dijo lo que el X les había explicado. El demonio se echó a reír.
—Así pues, ahora sabéis por qué no podíamos deciros la verdad. Como tampoco podréis decírsela vosotros a vuestros sucesores.
—¿Nuestros sucesores?
—Sí… los que van a empezar a repoblar esta esfera. Es una especie que hasta ahora evolucionó en una esfera exactamente igual a ésta, sólo que era natural y no artificial. Giraba tan sólo lo suficiente como para producir una fuerza centrífuga equivalente a un quinceavo aproximadamente de la de vuestra Tierra.
»La forma de los seres de esta especie es muy distinta a la nuestra. No tienen alas; avanzan aspirando el aire por un orificio y expulsándolo vigorosamente a través de un tubo cartilaginoso. Se desplazan hacia atrás, y no teniendo necesidad de miembros óseos para servir de palancas contra la gravedad, poseen tan sólo tentáculos. Ya los encontraréis en su momento, y os parecerán tan monstruosos como os lo parecemos nosotros, los demonios.
—Pero… pero el X no ha respondido a mi pregunta —dijo Phyllis—. Le pregunté por qué nuestro mundo había cambiado tan bruscamente, por qué tantos de nosotros habían sido muertos y el resto abandonado a su suerte.
—Porque lo que le ocurrió hace ya mucho tiempo a nuestro planeta le ha ocurrido ahora a vuestra Tierra. A causa de algún agente que desconozco… quizás una guerra atómica o biológica, o una explosión del sol, o… no lo sé. Los de mi raza fueron exterminados esterilizándose a sí mismos por el empleo abusivo de productos químicos destinados a destruir los insectos dañinos. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba haciendo, ya era demasiado tarde.
»De hecho, ni siquiera los Inmortales llegaron a darse cuenta de lo que ocurría. De otro modo, ni yo ni mis semejantes hubiéramos sido abandonados a nuestra suerte.
Calló un instante, recuperando el aliento antes de proseguir:
—Los Inmortales poseen una gran sabiduría, pero no son infalibles. Nosotros somos la prueba de ello. Calcularon mal el número de los que debían nacer, y nosotros somos los desgraciados que constituyen el excedente.
—No comprendo nada —murmuró Cull—. ¿Qué quieres decir con esto? ¿Dejados a vuestra suerte? ¿Los que debían nacer? ¿El excedente?
El demonio lanzó una estruendosa carcajada, que le sacudió de tal manera que su cohorte se vio agitada en todos sentidos. Cull apretó fuertemente los puños. Hubiera deseado matarle, y su impotencia lo ponía frenético.
—Perdonad —dijo el demonio—. No debería haberme reído. Aún recuerdo, pese al tiempo transcurrido, lo que sentí cuando supe la verdad. Aunque ahora ya me haya acostumbrado, al principio me fue difícil soportar la idea de que yo era una víctima de las estadísticas… uno de los que constituían el inevitable excedente.
»Hermano, voy a decirte algo que te va a asombrar, y que va a hacer de ti lo mismo que hizo en su momento de mí, es decir, una criatura realmente demoníaca.
»Después de oír lo que el Inmortal os ha dicho, has creído que habías vivido antes en la Tierra y que allí habías muerto. Y que este mundo era la continuación de la vida que os había sido preparada por los Inmortales; un paraíso o un infierno de una naturaleza insólita… por no emplear otra palabra.
»Pero te equivocas si piensas así. ¡Porque ninguno de vosotros ha nacido todavía!
Phyllis lanzó un grito, pero no eran las palabras del demonio las que lo habían provocado.
—¡Oh, Jack! —exclamó—. Fyodor acaba de morir. Ha abierto los ojos y me ha mirado; luego ha lanzado un suspiro y ha preguntado dónde estaba. Antes de que tuviera tiempo de responderle, ha muerto.
Sin girarse, Cull dijo:
—Suéltalo, Phyllis. El pertenece a los afortunados.
—Tienes razón, hermano —dijo el demonio—. Es afortunado, como lo seréis vosotros si sois muertos o tenéis el valor de mataros por vuestras propias manos. Entonces vuestra alma, será enviada a través del universo. Pero no llevaréis a cabo vuestro destino natural. Los de vuestra raza están muertos, así que deberéis aferraros a un individuo de alguna especie distinta a la vuestra. Y vuestro destino será no sentiros nunca en vuestra casa, ser siempre unos extranjeros.
—¿Qué maldita cosa nos estás contando? —aulló Cull.
—Cálmate y escúchame. Los Inmortales no se han contentado con una aproximación. Habiendo inventado el alma artificial, de modo que todos los seres pensantes pueden llegar a ser, como ellos, inmortales, idearon el instaurar un condicionamiento prenatal. ¿Por qué, se dijeron, no edificar un mundo prenatal? ¿Dar al alma un cuerpo semejante al futuro cuerpo, aún no nacido, al cual deberá aferrarse más tarde en su planeta natural? ¿Y por qué no darle al cerebro unos recuerdos sintéticos, de modo que crea haber ya existido? ¿E intentar insuflarle una moral antes del nacimiento?
»La idea de los Inmortales era que este ser, llamado a llevar en la Tierra una existencia difícil, tendría problemas en actuar según las leyes de la moral tal como los Inmortales y muchos seres humanos las conciben. Pero las reglas de la moral que se le insuflarían antes de su nacimiento le permitirían obedecer a una especie de reflejo condicionado anterior a su existencia terrestre.
»El ser en cuestión viviría durante un cierto tiempo en este mundo prenatal. Aquí, diversos X, a través de sus sermones, le inculcarían las líneas de conducta de su futura vida. Esta base moral quedaría grabada, por supuesto, en su subconsciente. El alma expedida a través del universo para aferrarse a un cuerpo terrestre no guardaría ningún recuerdo consciente de su vida preterrestre. Pero tendría una tendencia inconsciente a actuar según las reglas de esta moral.
»Para hablar como lo hacen vuestros moralistas occidentales, digamos que la humanidad está condenada a perder la gracia. Pero, a causa de la simiente plantada en ella en el transcurso de su vida anterior, el hombre puede elevarse, renacer bajo la forma de un ser moral.
»No me preguntes lo que le ocurre a un hombre que muere después de haber vivido en la Tierra. Los Inmortales han previsto para él otro mundo, pero yo no lo conoceré ni en este mundo ni en el siguiente. Cull intentaba desesperadamente poner orden en sus pensamientos.
—Pero —preguntó—, ¿qué me impediría a mí aferrarme a un cuerpo de otra raza? ¿A un chino adepto de Confucio? ¿A un africano adorador de ídolos?
Y, además, ¿por qué debería terminar mi trayecto en la Tierra? Si es realmente el azar el que decide mi futuro destino, ¿por qué no podría «aferrarme» a cualquier cosa que viva en un planeta a millones de años-luz de la Tierra?
—En primer lugar, porque tu alma será… o al menos debería haber sido, liberada en las proximidades de la Tierra, y enviada hacia ella. Quizá te hubieras convertido en un hindú. ¿Y? No por ello habrías sentido con menor intensidad el deseo inconsciente de ser bueno, de actuar según las leyes de la moral, en una palabra de obedecer a la regla de oro… fuera cual fuese el dios al que adorases, fueran cuales fuesen los tabúes que te fueran impuestos por tu raza y cultura.
Cull giró los ojos hacia Phyllis. Ella lo estaba mirando con aire alucinado, como si hubiera recibido un shock. Su piel era de un blanco azulado, sus ojos tenían un aspecto vidrioso. Tras ella flotaban los despojos, lejos ya en la distancia, de Fyodor.
Si Fyodor hubiera estado consciente y hubiera oído todo esto, se dijo Cull, habría negado la razón de existir de este mundo. Hubiera dicho que los Inmortales eran ateos y blasfemos; que no tenían fe en Dios, y que era por ello por lo que intentaban suplantarle realizando su obra. Pero que era un trabajo superfluo, ya que el Creador había labrado ya las almas a su imagen y semejanza. Y que crear una multitud de salvadores, de modo que estuvieran seguros de que al menos uno de ellos llegaría a la Tierra, era, por parte de aquellos ateos, un acto aún más chocante.
Fyodor hubiera rechazado todo lo que sostenían y hacían los Inmortales. A sus ojos ellos serían los verdaderos demonios, los padres de la mentira.
—Pero —dijo Cull en voz alta—, si realmente vivimos una especie de existencia preterrestre, ¿cómo saben los Inmortales qué recuerdos proporcionarnos? ¿Cómo conocen la forma que tomará la vida en la Tierra?
—¡Oh! —dijo el demonio—, llevan varios decenios de adelanto sobre la población de la Tierra, Proporcionan sus almas más aprisa de lo que el hombre puede procrear. Y, por supuesto, están al corriente en todo lo que concierne a la cultura y la lengua de cada pueblo.
»Así, por ejemplo, tú y esta mujer estabais inscritos probablemente para pasar unos cincuenta años terrestres en el interior de esta esfera. Si erais muertos antes de que hubiera transcurrido este tiempo, hubierais sido resucitados tantas veces como hubiera sido necesario. Luego, una vez hecho aparentemente su efecto el condicionamiento, hubierais sido "grabados" y liberados como otros tantos "quanta"… si éste es el término que preferís emplear.
»Pero puede producirse lo imprevisto… incluso para los Inmortales. La humanidad ha llegado a su fin en la Tierra, del mismo modo que pasó con mi propia raza. Es así como fui abandonado aquí como un excedente. Y los terrestres que me hallaron a su llegada me llamaron demonio. Al igual que la nueva especie que va a venir para ocupar vuestro lugar os clasificará en la categoría de los demonios.
»¿Comprendéis? El recuerdo inconsciente que el alma-quantum lleva a la Tierra es más que una simple aspiración a la moralidad: está hecho también de reminiscencias de demonios, gigantes, inquietantes bestias antropomórficas… Éste es precisamente el origen de la mitología y de los distintos diablos y arquetipos de algunas religiones.
—Pero —exclamó Cull—, si esto es cierto…, y todavía no estoy seguro de que no busques simplemente atormentarnos… si esto es cierto, repito, ¿por qué no te matas para librarte de este infierno?
—Porque mi cuerpo es un cuerpo físico —respondió el demonio—. Sus células quieren sobrevivir. No puedo decidirme a suicidarme. Todavía no, al menos; no antes de sentir absolutamente su necesidad. Quizá tú seas capaz de matarte. Pero lo dudo. Has sobrevivido a todo esto, te has endurecido. Quieres sobrevivir.
»Todo lo que te he dicho y has podido ver por ti mismo no conseguirá convencerte de que existe otra vida. Incluso yo mismo aún no estoy totalmente convencido de ello. Quiero vivir en el mundo que conozco. Así pues, hermano, vamos a vivir alegremente, juntos, nuestro infierno. Haremos fracasar los designios de los Inmortales volviéndonos más y más viles, viciosos, cínicos y sádicos. Y, cuando llegue el momento de nuestra muerte, nos habremos establecido de tal modo en esta vía que miles de ciclos de nacimientos y renacimientos no conseguirán devolvernos al recto camino.
—Pero —protestó Cull— quizá tampoco los Inmortales te hayan dicho la verdad. O tal vez seas tú quien está mintiendo y…
—¡Vete al diablo, hermano! —gritó el demonio, dando un violento talonazo a la mano de Cull para hacerse soltar su presa y liberarse. Y echó a volar aleteando furiosamente, dejando a Cull y a Phyllis suspendidos en el vacío crepuscular.