Chapter 22 - 19

Y ahora flotaban enlazados el uno al otro, contemplando derivar a su alrededor los despojos de un mundo. Phyllis lloraba suavemente. Cull la mantenía apretada contra él, palmeándole la espalda o acariciándole los cabellos. Pero no pensaba en ella. Se decía que el viento iba a arrastrarles, pero ¿en qué dirección?

En las proximidades de la pared de la esfera, según había calculado antes, se había formado una zona de altas presiones. El aire más caliente en el centro de la esfera constituía una zona de bajas presiones. El aire frío a alta presión, desplazándose hacia el centro en dirección a la región del aire caliente a baja presión, producía el viento.

Lo cual significaba que Cull y Phyllis no serían arrastrados hacia la pared cubierta de hielo y rodeada de bruma, sino por el contrario hacia el interior, al lado del sol. ¿Pero qué remolinos causarían, en el interior de aquella esfera perfecta, unos vientos soplando con una fuerza igual desde cada centímetro cuadrado de su superficie y desplazándose hacia el interior? Si lo que habían dicho los Inmortales era cierto, esto imprimiría a la esfera un ligero movimiento de rotación. El aire tendría una densidad, al igual que todos los objetos que flotaban en aquellos momentos. Cull y Phyllis tendrían tendencia a derivar hacia la pared. De todos modos, los vientos soplando hacia el interior serían lo suficientemente fuertes como para arrastrarles en sentido inverso.

Un gran torbellino de aire se formaría cerca del centro. ¿Serían ambos presa de aquel torbellino, viéndose reducidos a girar impotentemente por tiempo indefinido? Los conocimientos meteorológicos de Cull no eran suficientes para permitirle decidirse.

Si morían de inanición o como consecuencia de una colisión con algún resto, sus almas —o quanta— serían liberadas y luego detectadas por los receptores de los Inmortales. Éstos las tratarían como hacían con las demás almas que recuperaban, e inmediatamente después las soltarían. Emprenderían su peregrinaje por el cosmos, rebotando por los cuatro confines del universo, para terminar su viaje allá donde el azar los condujera. Cull y Phyllis se verían separados para siempre. Cull sería capturado por algún ser cuyo aspecto y estructura nerviosa atrajeran su alma. Phyllis también, pero tal vez en otra región M universo, a millones de años-luz de donde se hallara Cull.

Y renacería, pero esta vez en un cuerpo no humano, aunque tendría que tener una cierta apariencia humanoide para poder capturar su alma-quantum. Y su destino original sería anulado. Jamás conocería el planeta Tierra. Los recuerdos que guardaría de él, incluso si su futuro ser estaba en situación de evocarlos, serían falsos. Pero, de hecho, no tendría ningún recuerdo. En cierto modo era un alivio: no recordaría nada. Incluso si, por alguna casualidad, él y Phyllis renacían en un mismo planeta, incluso en un mismo seno, como gemelos, ninguno de los dos reconocería al otro.

Pero quizá tuvieran extraños sueños, quizá su subconsciente tuviera, durante el sueño, la visión fugitiva de objetos vagamente familiares. Si efectivamente se encontraban, ¿experimentarían una inexplicable afinidad el uno hacia el otro? Y lo que habían aprendido a conocer con respecto al bien y al mal en aquel mundo, ¿los influenciaría en el otro?

Cull lo ignoraba.

Había muchas preguntas que no había tenido tiempo de considerar. Por ejemplo, ¿por qué X llevaba siempre gafas oscuras? O también, ¿cuál era el origen y el destino de los ídolos que sus compañeros y él habían descubierto en el túnel?

Quizá el rumor que corría con respecto a las gafas oscuras estaba más próximo a la verdad de lo que él hubiera supuesto nunca. En efecto, algunos pretendían que X llevaba sus gafas para disimular y atenuar el excesivamente potente destello de divinidad que brillaba en sus ojos. Era falso, por supuesto; pero era posible que X se sirviera de las gafas para crear a su alrededor un aura de respetuoso temor. Aquéllos que lo miraban imaginaban el terrible y ardiente brillo de sus ojos tras los cristales oscuros.

En cuanto a los ídolos, también tenían su historia. Se decía que antiguamente, cuando los demonios formaban mayoría, habían impuesto su culto a los seres humanos bajo la forma de aquellos ídolos. Posteriormente, cuando los hombres alcanzaron un número suficiente para derrocar a los demonios, habían destruido los ídolos.

Quizá los demonios habían conseguido ocultar algunos con el fin de sacarlos de nuevo a la luz cuando otro cataclismo diezmara a la humanidad hasta tal punto que les permitiera a ellos, los demonios, volver a instaurar sus leyes y su religión.

Desgraciadamente para ellos, los demonios también habían sido diezmados.

Cull abrió la boca para participar a Phyllis sus pensamientos, pero se dio cuenta de que no podía decir nada. Las palabras se negaban a surgir de sus labios. El silencio impuesto por los Inmortales debía extenderse a los seres de una misma esencia, a los otros… «demonios».

Ella le miró a través de sus lágrimas y preguntó:

—¿Qué ibas a decir, Jack?

—Te quiero —dijo él. Y la besó.

Más tarde, mirando por encima del hombro de Phyllis, pensó con qué facilidad habían acudido a su boca aquellas palabras. Había hablado en parte para calmar el terror de la mujer y hacerle sentir una protección, una segundad. Pero aquel deseo de tranquilizarla, ¿no significaba acaso que la amaba? ¿Con un amor fundado no solamente en la atracción sexual, sino también en el hecho de que ella era —como él— un ser humano?

—He aquí otra alma en pena que viene hacia nosotros —dijo.

Phyllis se giró en sus brazos para mirar en la dirección señalada por él.

Al hacer esto, imprimió a los dos un movimiento de rotación más rápido. Mientras giraban sobre sí mismos, vieron al recién llegado aumentar de tamaño a medida que se aproximaba, y muy pronto pudieron distinguir todos los detalles de su cuerpo.

Era un cuerpo largo en forma de tubo, de color amarronado y amarillo. Provisto en uno de sus extremos de seis delgados tentáculos parecidos a aletas caudales y en el otro de una cresta de piel en forma de dientes de sierra. Estaba provisto a cada lado de su cuerpo de un grueso pedúnculo con ojos hundidos en sus correspondientes órbitas. Al extremo del cuerpo que apuntaba hacia Cull y Phyllis había un orificio orlado con dos gruesos labios color púrpura que se abrían y cerraban. Cull pensó que debían ser válvulas para el tubo de aire comprimido del que parecía servirse la extraña criatura para impulsarse, como un aparato a reacción, por la atmósfera.

El recién llegado dio un giro, primero prudentemente, alrededor de los dos seres humanos, y luego, decidiendo en apariencia que no podían causarle ningún daño, avanzó hacia ellos y rozó el hombro de Phyllis con el extremo de uno de sus tentáculos.

Phyllis gritó.

La extraña criatura gritó a su vez, y se alejó a toda velocidad.

—Volverá —dijo Cull—. Y tarde o temprano nos convertiremos en sus esclavos, al igual que los demonios se convirtieron en los nuestros.

Intentó comunicarle a Phyllis lo que pensaba, pero sintió pesar nuevamente sobre él la obligación del silencio.

Ahora comprendo lo que sentían los demonios, se dijo. Quisiera hacerles saber a esas pobres criaturas que los actos que cometen aquí influirán en su vida en otro mundo. Pero me doy cuenta de que es imposible. Entonces me irritaré al darme cuenta de que no ven lo que para mí es tan evidente. Les odiaré por ser tan ciegos, tan obcecados. Y, deseando verles hacer lo que es justo, les detestaré por mostrarse egoístas, crueles, indiferentes, arrogantes o mezquinos. Los odiaré pero, al mismo tiempo, les amaré.

Y ellos me preguntarán: «¿Cuál es la verdad?». Y yo no podré decírsela, porque ellos la conocen ya.