Permanecieron durante algunos minutos tendidos en el suelo, gimiendo y lamentándose. Cull se puso finalmente en pie y dijo, jadeante:
—Tenemos que librarnos de esas estatuas. Hasta ahora hemos tenido suerte. Pero si ese túnel empieza a girar de nuevo sobre sí mismo, puede que la próxima vez no tengamos tanta.
Phyllis, tendida en el suelo, sollozaba débilmente. Fyodor se puso penosamente en pe. Su cuerpo estaba cubierto de sangre y contusiones, y su rostro no era más que una informe masa roja. Cull sabía que él no debía tener mejor aspecto. Apreció en lo que valían los esfuerzos que hacía el pequeño eslavo por ponerse en pie, ya que sus propios músculos parecían pegados los unos a los otros como resultado de los golpes recibidos.
Sin embargo, se obligó a moverse y a empujar las estatuas, intentando arrastrarlas hacia la entrada del cilindro. Eran demasiado pesadas y tenían ángulos aristados que no permitían desplazarlas fácilmente. Tan sólo tras muchos empujones y tracciones combinadas de Fyodor y suyas consiguieron hacer retroceder la primera estatua hasta el extremo del trozo de túnel.
El cuerpo de la estatua era muy grande y la cabeza, parecida a la de un cocodrilo, presentaba alargadas mandíbulas que formaban un ángulo recto con relación al resto del cuerpo. La principal dificultad estribaba en que, cada vez que tocaba el suelo, era necesario levantar la parte superior de la estatua sirviéndose de las mandíbulas como palanca. Afortunadamente, Cull y Fyodor sólo tuvieron que hacerla girar tres veces sobre sí misma para conseguir sacarla del cilindro.
Jadeantes, extenuados, permanecieron un momento de pie, mirándose fijamente. Ninguno de los dos quería hacer el primer gesto para proseguir el trabajo.
—Aún quedan dos —dijo Cull.
Echó una mirada al exterior del cilindro, esperando descubrir algún otro refugio donde pudieran albergarse sin tener que desplazar enormes masas de piedra, un refugio que no estuviera abierto por sus dos extremos y no amenazara con girar sobre sí mismo al menor impulso. Un refugio en el que pudieran cobijarse confortablemente y sentirse seguros…
Lo que vio lo aterró. La fuerza que había hecho girar el cilindro sobre sí mismo había arrancado también enormes masas de arena y de piedra y las había amontonado en una confusa mezcolanza. El cilindro donde se hallaban Cull y sus compañeros se había inmovilizado cerca de la cresta de una de las olas de tierra, ahora inmóviles. Más allá, todo era un confuso montón de tierra, arena y rocas despedazadas, entremezcladas con destrozados tubos de metal y enormes bloques de granito, basalto y diorita hasta entonces apilados en perfecto orden formando los gigantescos edificios. Edificios que no eran ahora más que ruinas. Quedaban todavía algunos en pie, muy pocos, pero la mayoría yacían caídos de costado, otros incluso completamente invertidos. Muchos de ellos estaban medio enterrados, mostrando tan sólo su parte superior, su costado o su base, según los casos, emergiendo de las profundas simas.
Cuerpos humanos y de demonios, o partes de estos cuerpos, yacían un poco por todas partes allá donde las rocas los habían aplastado. Había árboles de roca arrancados del suelo y diseminados aquí y allá. Aquellos árboles, prácticamente indestructibles, se habían partido en dos e incluso algunos habían saltado en astillas bajo la violencia del choque.
—¿Qué ha podido provocar todo esto? —gimió Fyodor, de pie tras Cull—. ¿Acaso es el fin de este mundo?
—Algo ha frenado la rotación del casco que forma la envoltura periférica de este mundo —dijo Cull—. Y, cada vez que esta velocidad disminuye, las rocas y la arena que se hallan en su cara interna se deslizan de sus lugares, con tendencia a amontonarse en algunos sitios determinados. El roce provocado por el deslizamiento de esas rocas y esa arena provoca también calor. ¿No ha notado el calor que hace ahora?
Fyodor asintió, aunque pensó que el sudor que empapaba su cuerpo podía ser debido también al esfuerzo realizado.
—Desprendámonos de las otras dos estatuas —dijo Cull—. La rotación puede disminuir nuevamente de un momento a otro, o incluso volver a acelerarse. Nadie sabe lo que va a ocurrir.
—¿Para qué luchar? —murmuró Fyodor con desánimo—. De todos modos, terminaremos reducidos a pedazos como todos ellos… —señaló con el dedo varios cuerpos despedazados que yacían cerca, aplastados y triturados como si hubieran sufrido los efectos de un rastrillo y un martillo pilón.
—Quizá no tengamos ninguna posibilidad de sobrevivir —dijo Cull—, pero de todos modos debemos actuar como si tuviéramos alguna.
—¿Pero por qué hemos sobrevivido? —preguntó Fyodor—. Somos también pecadores.
—¡Pecadores! —gimió Phyllis, como un eco—. Sí, hemos pecado. Y ahora tenemos que expiar nuestras culpas.
—¡Cállense los dos! —gritó Cull—. ¡Si no dejan inmediatamente de lloriquear en lugar de ayudarme a desembarazarnos de estas estatuas, les echaré de aquí a base de patadas en sus blandos traseros! ¿Qué es lo que quieren? ¿Suicidarse? ¡Todos sabemos que éste es el más horrible de los pecados! Y si se quedan sentados sin hacer nada, esto equivaldría a un tácito suicido. ¿En qué está pensando, Fyodor? ¡Usted, que logró convencerme de que no debíamos abandonar!
—Pero esto es el Apocalipsis —murmuró Fyodor, con los labios crispados y los ojos fuera de las órbitas—. ¡El Día del Juicio Final! ¿Quién puede sobrevivir ante la cólera de Dios?
—¿Y qué sabe usted de la cólera de Dios? —dijo Cull—. ¡Ayúdeme a echar afuera estos ídolos, o de lo contrario va a saber muy pronto cuál es la mía!
—Puedo irme de aquí —dijo Fyodor, desafiante—. No le tengo miedo.
—De acuerdo —dijo Cull—. Y ahora, ¿va a ayudarme? ¿Va a prestar ayuda a su más inmediato prójimo?
Sin añadir palabra, se inclinó y empezó a empujar una de las estatuas. Sollozando quedamente, Fyodor acudió en su ayuda.
La segunda estatua era más pequeña que la primera, y no tenía ángulos acusados. Gruñendo y jadeando, consiguieron arrastrarla hasta la embocadura del cilindro.
La tercera estatua era la mayor de todas, la más alejada de la entrada, y su mano colgaba como si quisiera agarrarse al metal para no ser movida. Los dos hombres la desplazaron lentamente, haciendo un jadeante alto a cada esfuerzo. Girándose hacia Phyllis, Cull lanzó un par de maldiciones y la conminó a que se levantara y acudiera en su ayuda. La mujer lanzó un gemido y levantó la cabeza para mirar a Cull, a través de los sucios y enmarañados cabellos rubios que caían sobre su rostro en locos mechones. Sus mejillas estaban cubiertas de sangre, sus labios hinchados a causa de un golpe que había recibido, y uno de sus senos estaba a medias cubierto por una mancha de un rojo negruzco.
—Estoy terriblemente cansada —gimió—. No puedo ayudar. Y además, ¿para qué seguir luchando? Fyodor tiene razón: hemos merecido nuestro terrible destino.
Cull le lanzó un golpe en la cara que la hizo caer de espaldas al suelo. Desde allí lo miró, con aire extraviado.
—¡Arriba, maldita puta! —gritó él—. ¡Hasta ahora has conseguido todo lo que querías simplemente tendiéndote de espaldas y abriendo las piernas, pero date cuenta de que esto ya se ha acabado!
Ella intentó escupirle al rostro, sin conseguirlo.
—No piensas más que en salvar tu miserable piel —dijo con voz ronca—. ¿Por qué no te mueres de una vez? ¿Por qué no acabas definitivamente con tu miserable existencia?
—Porque no quiero —respondió Cull—. Y ahora, levántate.
Se inclinó hacia ella, la tomó de las axilas y la puso en pie. Ella se tambaleó, y hubiera caído si Cull no la hubiera sostenido. Un sudor frío y pegajoso empapaba su cuerpo; temblaba, y transpiraba terror por todos los poros de su piel.
—No quería decirte esto —sollozó—. Pero he visto demasiado: ¡ya no puedo más! ¡Sólo deseo que todo esto termine de una vez!
—Yo tampoco tenía intención de lastimarte —dijo Cull—. Pero debía encontrar algo que te obligara a reaccionar. Ahora, ven a ayudarnos. Cada esfuerzo, por pequeño que sea, contribuirá al resultado final.
Pero Phyllis no les fue de mucha ayuda. La primera vez que intentaron hacer rodar la estatua las manos de la mujer resbalaron y se golpeó contra la piedra.
—Me he hecho daño —lloriqueó.
—Intentémoslo una vez más, y lo conseguiremos —dijo Cull, ayudándola a levantarse de nuevo.
Conjugando sus esfuerzos, lograron levantar la estatua. El ídolo rodó lentamente, y se inmovilizó de nuevo con estruendo. Había salido a medias del cilindro.
—Una vez más —dijo Cull, aunque sin excesivo entusiasmo.
Se daba cuenta de que ahora le fallaban las fuerzas, y con sus fuerzas desaparecería también su voluntad de actuar. Sin embargo, no podían abandonar ahora, si no querían perder todo lo conseguido con sus anteriores esfuerzos.
Rodeó la estatua y salió del cilindro. Afuera, el espeso polvo le hizo toser. Tenía la impresión de que una mano cálida y opresiva estrujaba sus pulmones. Pero consiguió no toser y retener los espasmos que ascendían por su cuerpo.
Inclinándose, sujetó con las manos la cabeza del ídolo y dijo a sus compañeros:
—Empujen, y yo tiraré. Así conseguiremos sacarla fuera.
Fyodor, jadeante, consiguió con la ayuda de Cull hacer resbalar la estatua hasta la arena, fuera del cilindro. Entre los dos consiguieron hacer rodar la estatua más aprisa de lo que hubieran creído posible, pese a lo difícil que era moverla por la arena.
—Ya está —dijo Cull en un tono que quería ser de triunfo, mientras se levantaba penosamente—. Ya le dije que…
Se interrumpió al sentir bajo las plantas de sus pies una sucesión de pequeñas vibraciones, señal premonitoria de futuras sacudidas. Saltó por encima de la estatua para alcanzar el cilindro, y pasó corriendo ante Fyodor y Phyllis para situarse en su centro. Luego se giró hacia ellos y gritó:
—¡Vamos, aprisa! ¡Vengan aquí! —Se tendió en el suelo y, cuando los otros dos estuvieron a su lado, añadió—: ¡Échense al suelo! Usted, Fyodor, siéntese a este lado, de modo que pueda sujetarme a sus tobillos. Tú, Phyllis, tiéndete al otro lado y agárrate a los míos. —El cilindro empezaba ya a retemblar—. Cuando empecemos a girar, pónganse tensos. Debemos intentar formar una especie de soporte rígido para evitar ir de un lado para otro. Sujétense bien. Esta sacudida va a ser la más fuerte que hayamos experimentado: lo sé.
Apenas había terminado de hablar cuando el cilindro empezó a cabecear y a rodar. Describió media vuelta sobre sí mismo, lentamente, tan lentamente que Cull comprendió que ni sus compañeros ni él podrían mantenerse tan rígidos como hubiera sido necesario. Cuando alcanzaran la parte alta del cilindro y el abajo se convirtiera en arriba, no podrían impedir caer como plomos.
Pero antes de que el cilindro acabara de girar sobre sí mismo, se oyó un gruñido sordo seguido de un rugido, y una nube de polvo penetró en el interior del túnel, cegándoles. El cilindro empezó a girar a una tal velocidad que Cull no se dio cuenta de ello hasta que hubo completado un par o dos de vueltas. Ahora debía moverse a la velocidad de una vuelta por segundo, calculó. La velocidad de giro era tal que la fuerza centrífuga aplastaba a él y a sus compañeros contra la pared del cilindro. Aunque hubieran querido no hubieran podido moverse.
¿Qué iba a ocurrir si el cilindro, girando a esta velocidad, golpeaba contra un obstáculo? Serían sin duda aplastados: sus huesos se harían astillas, su carne quedaría machacada de una forma irremediablemente intolerable.
Cull se dio cuenta entonces de que el sordo golpear y las sacudidas que acompañaban al principio la precipitada carrera del cilindro habían terminado. El movimiento de rotación era ahora regular, como si el cilindro se estuviera desplazando por el aire.
Giró la cabeza y abrió los ojos para mirar por la embocadura. Al principio, sus ardientes y lloriqueantes ojos no vieron más que polvo. Luego, por unos pocos segundos, el polvo desapareció, barrido por el viento, y pudo ver más allá de las grisáceas nubes que giraban.
Lo que vio fue tan inesperado y extraño, que a duras penas pudo creer en sus ojos.
Pero muy pronto tuvo exacta consciencia de las cosas. Y comprendió que, si su alocada carrera le parecía tan regular como si estuvieran viajando por el aire, era que realmente estaban viajando por el aire.
Por el claro dejado momentáneamente por las nubes de polvo, Cull vio el suelo. O más bien la superficie interna de la esfera que formaba los límites en los que estaba encerrado su mundo, el límite entre ellos y el espacio intersticial. Las paredes de la esfera estaban ahora libres de arena, de piedra y de los túneles que hasta ahora la habían recubierto, y una sustancia grisácea y opaca ocupaba su lugar.
¿Pero qué había ocurrido con la capa de arena y de piedras que recubría antes el suelo? ¿Había desaparecido arrastrada a la atmósfera, como habían sido arrastrados ellos mismos?
La esfera debía haber adquirido una velocidad creciente, bajo la acción de una fuerza increíblemente grande. Luego, tan rápida como también increíblemente, habría frenado su velocidad o quizás incluso se había detenido por completo. Y la capa de sílice que recubría el interior de la esfera, así como todos los seres que se encontraban sobre ella y los edificios donde habitaban, habían sido arrancados también.
Arrancados del suelo y lanzados al aire. Y, si las suposiciones de Cull eran ciertas, nunca volverían a caer. Porque si la esfera había dejado de girar, y la fuerza centrífuga que él había tomado hasta entonces por gravedad había cesado, ni él ni los millones de seres y objetos que se encontraban flotando ahora por la atmósfera volverían a caer jamás. Continuarían su trayectoria en la misma dirección que seguían actualmente, hasta que entraran en colisión con algún otro objeto. Entonces, obedeciendo a la segunda ley de Newton, se desviarían en otra dirección, a una velocidad que se vería disminuida o acrecentada, y siguiendo un vector que dependería de la conjunción de los vectores originales de los dos objetos entrados en colisión. Con el tiempo, su velocidad iría disminuyendo, ya que no se encontraban en el vacío casi absoluto del espacio sino en una atmósfera densa. El roce del aire iría disminuyendo la velocidad del cilindro, pero Cull dudaba que fuera suficiente para permitirles escapar de su suerte. Siguiendo su camino en línea recta, aunque no golpeara con ningún otro objeto, el cilindro terminaría yendo a chocar fatalmente contra la pared interior de la esfera, y sus ocupantes serían aplastados.
Pero Cull se dio cuenta de que, de hecho, morirían mucho antes de esta detención final. El movimiento giratorio rechazaba la sangre de su cerebro y de la parte anterior de su cuerpo, empujándola hacia la parte posterior. Se sintió desfallecer. Muy pronto perdería el conocimiento; luego su cerebro, privado de oxígeno, dejaría de funcionar; los pulmones detendrían su movimiento reflejo, y…