Habían reanudado su marcha, y recorrido unos tres kilómetros, cuando oyeron un rumor de voces. No podían hacer otra cosa más que seguir su camino en dirección a ellas, es decir, hacia adelante. Poco después divisaron a cuatro seres humanos (?) de pie en la orilla, con el agua cubriéndoles hasta el pecho. Eran dos hombres y dos mujeres, y todos se cubrían los ojos con sus manos para protegerse de la luz de las antorchas.
Muy cerca de ellos se encontraba la primera de las numerosas islas que Cull y sus compañeros iban a hallar en el río. Era de forma ovalada y muy llana, del mismo metal grisáceo que el túnel, y se extendía a lo largo de unos quince metros, sin sobresalir en ningún momento más que unos treinta centímetros del agua.
Cull se estremeció ante el pensamiento de que el destino de aquellos desdichados seres podía ser el suyo. ¿Habrían penetrado también ellos en los albañales para desentrañar sus secretos y, habiéndose extraviado e incapaces de hallar la salida, se habían visto obligados a vivir allí, comiendo, para asegurar su subsistencia, todo lo que podía constituir un alimento, por repugnante que fuera?
No, se juró a sí mismo, prefiero ahogarme en estas viscosas y nauseabundas aguas que convertirme en lo que son ellos: unos pobres restos humanos condenados a chapotear y a buscar a tientas su sustento entre los desechos.
Pero… ¿y si aquellos pobres seres habían precisamente intentado ahogarse, para ser resucitados en el mismo lugar? ¿Y si no existía ningún medio de salir de los albañales?…
Fyodor se acercó al borde de la corriente e, inclinándose hacia las aguas, dijo a las cuatro criaturas:
—No tengan miedo. No les haremos daño. Por el contrario, queremos ayudarles. Tenemos con nosotros una cuerda: se la lanzaremos y les sacaremos de aquí.
—¿Ha perdido usted la cabeza? —murmuró hoscamente Cull—. Van a robarnos nuestros víveres, quizá incluso nos arrojen a la corriente y nos dejen allí. ¡No podemos correr ese riesgo! ¡Vámonos!
Las chapoteantes criaturas no respondieron inmediatamente. Por entre los resquicios de sus dedos cruzados contemplaban a Cull y a sus compañeros. Sus ojos parecían irse habituando poco a poco a aquella luz que, al principio, les había cegado. Probablemente aquellos tres seres humanos no eran para ellos más que yagas siluetas que sus ojos, heridos por el resplandor de la antorcha, apenas podían distinguir. Pero sin duda habían visto bastante para lo que querían hacer. Uno de los hombres se inclinó para tomar un puñado de excrementos y lo lanzó fuertemente contra Fyodor. El eslavo, demasiado sorprendido por aquel ataque para apartarse a tiempo, lo recibió en la barba y el pecho.
Aullando y lanzando risotadas, el otro hombre y las dos mujeres imitaron a su compañero. Cull y Phyllis se apresuraron a ponerse fuera de su alcance, pero Fyodor recibió todos los proyectiles.
Temblando todo él, incapaz de hablar, el rostro empurpurado, el viejo eslavo permaneció de pie, con las manos sujetando la cuerda que iba a lanzar. Finalmente, en el momento en que los cuatro ocupantes del río se inclinaban para recoger nuevas municiones, consiguió salir de su embotamiento y huir.
Cull esperaba oírlo maldecir, pero eran plegarias —un poco incoherentes tal vez— lo que recitaba Fyodor en voz baja. Parecía estar implorando misericordia para aquéllos que le había atacado cuando él les ofrecía su ayuda.
—¡Les llama usted pobres diablos! —estalló Cull—. Pero no están locos. Son felices aquí, ¡les gusta lo que comen! No sienten el menor deseo de que nadie les ofrezca su ayuda. Nosotros constituimos un peligro para ellos.
—Está usted equivocado —murmuró Fyodor, con sus ojillos muy abiertos por la sorpresa.
—Tenemos que sacarlos de allí, llevarles nuestra ayuda incluso si la rehúsan —insistió Fyodor, apresuradamente a volver hacia atrás.
Pero se detuvo al oír un agudo grito proveniente del río. Cull, a la luz de su antorcha, pudo ver lo qué ocurría. Los habitantes de los albañales, excitados por la intrusión de los tres seres humanos, habían olvidado su habitual vigilancia. Una monstruosa cabeza acababa de aparecer en la superficie del agua, seguida de un largo torso rematado en aletas parecidas a las de las focas. La lengua del demonio, de un metro de largo, se había enrollado alrededor del brazo de una de las mujeres. Los centenares de minúsculos dientes que cubrían aquella lengua se clavaron en la carne, y el monstruo arrastraba a su presa hacia las profundidades. Los otros tres, gritando y agitando sus brazos, chapoteaban en dirección a la isla ovalada tan aprisa como podían.
El demonio desapareció bajo el agua, y la cabeza de la mujer se sumergió a su vez. Hubo un burbujeo en la superficie… y eso fue todo.
Al menos, eso es lo que creyó Cull. Pero, unos segundos más tarde, la mujer reapareció y nadó penosamente hacia la isla. La sangre chorreaba de las heridas que cubrían todo su cuerpo, manchado de rojo la negruzca agua del río.
Pero sus esfuerzos fueron vanos. La lengua se enrolló alrededor de una de sus piernas, fue arrastrada de nuevo hacia atrás, y muy pronto el agua la recubrió. Cull y sus compañeros aguardaron unos instantes, pero no vieron el menor rastro de ella.
—¿Ahora —gritó Fyodor a los otros tres—, queréis aceptar nuestra ayuda?
—¡Iros al diablo! —gritó uno de los hombres. Pese a las protestas de Fyodor, Cull lo aferró por el brazo y la apartó de allí. Luego, cuando el viejo hubo dejado de sollozar y estuvo lo suficientemente calmado como para escucharle, le dijo:
—¿No se da cuenta de que gozan con su degradación?
—¿Por qué ha luchado tanto defendiendo su vida? —preguntó Fyodor—. ¿No cree que debería haberse sentido feliz de morir?
—No —dijo Cull—, no lo creo.
—¿Por qué? —insistió Fyodor, mirándole escrutadoramente—. ¿Porque es usted como ellos? ¿Sería usted como ellos si viviera aquí?
Cull no respondió.
Un momento más tarde, al rozar la pared del túnel, Cull se sobresaltó como si algo lo hubiera quemado o alguien lo hubiera mordido.
—¡La pared está ardiendo! —dijo—. Bueno, no exactamente ardiendo, pero sí muy caliente.
Desde aquel instante, siguió andando apoyando su mano derecha contra la pared. El calor persistió durante unos doscientos metros. Luego, la temperatura de la pared volvió a ser normal durante los siguientes doscientos metros. Y de repente la pared se volvió fría, helada, con vapores de condensación formándose en su superficie. Permaneció fría durante doscientos metros; luego, volvió a ser tibia. Después de nuevo muy caliente. Luego tibia. Después fría. Y así sucesivamente.
—Tras estas paredes deben circular los conductos de aire frío y aire caliente —dijo Cull—. Es algo lógico. Ya sabe usted que muchas de las estatuas de la ciudad son en realidad bocas de aireación. En algunas de ellas entra el aire caliente, mientras que de otras surge el aire frío. Siempre he sabido esto, y sé también el por qué es así. Vivimos en un mundo cerrado en el cual la luz proviene de un solo frío y donde el calor es producido por la radiación humana de millones de cuerpos cálidos. Si no existiera ningún medio para enfriar el aire, nos habríamos asado hace ya mucho tiempo a causa del calor acumulado que emana de nuestros cuerpos.
»¿Pero de dónde viene el aire frío? ¿Acaso existen gigantescos aparatos de refrigeración enterrados en las profundidades bajo nosotros? ¿O tal vez se utilizan otros medios?
—Hay algo que no funciona en su teoría —hizo notar Fyodor—. Cuando este mundo se dilata y las ciudades de la superficie cambian de lugar, los conductos de aireación deberían ceder. Y sin embargo, parece que esto no se produce. El equilibrio entre calor y frío es mantenido. ¿Entonces?…
—Ésta es una observación muy interesante —dijo Cull—. Puesto que la aireación no se interrumpe, esto quiere decir que los conductos no se rompen. O, si se rompen, son reparados o reemplazados inmediatamente. Pero esto parece poco probable dado el enorme trabajo y la cantidad de materiales que necesitarían esas reparaciones. Sin hablar del tiempo. Es por esto por lo que…
—¿Qué? —insistió Fyodor.
—Estoy dispuesto a jurar que…
Cull se interrumpió al notar el metal temblar bajo sus pies. Los ojos de Fyodor, al igual que los de sus compañeros, se agrandaron por el espanto. Cull, que se había apoyado en la pared para mantener el equilibrio, notó que la pared también temblaba. Mirando hacia adelante en el túnel, tan lejos como alcanzaba la luz de la antorcha, vio pasar por el suelo una especie de ola metálica.
El túnel empezó a curvarse. Luego, como un elástico tenso, soltado de repente, recuperó su primitiva posición. Un segundo más tarde el fenómeno se inició por el otro lado… a menos que fuera el otro lado el que se desplazara, o que los dos desplazamientos fueran simultáneos.
No había ningún lugar donde refugiarse. Por otro lado, Cull y sus compañeros tenían bastantes problemas en mantener el equilibrio como para preocuparse de nada más.
Los tres lanzaron un simultáneo grito de horror al sentir el suelo elevarse y girar bajo ellos. Y cayeron del suelo a la pared del túnel, que repentinamente se convirtió en suelo.
Siguieron gritando cuando el agua del río cayó sobre ellos, mientras se esforzaban en sujetarse al metal para no ser arrastrados por la corriente.
El agua los cubrió totalmente, de modo que, muy a pesar, tuvieron que dejarse flotar a lo largo de la pared para poder respirar.
Y luego, tan bruscamente como había ascendido, el agua volvió a caer, arrastrándoles consigo, y los tres se hallaron en la cresta de una ola que los empujaba hacia la otra pared. Cull se dio cuenta de lo que ocurría. La antorcha de Fyodor se había apagado, pero él había conseguido mantener la suya por encima del agua con una mano, mientras con la otra golpeaba el inmundo fluido para mantenerse a flote. Fyodor se encontraba a su derecha, apenas a un metro de distancia, de modo que Cull pudo ver la otra pared precipitarse contra él. Pero no pudo ver a Phyllis.
Luego, en el preciso instante en que iba a ser aplastado, el agua se apartó bruscamente de él. La inercia lo condujo suavemente contra la pared. Se deslizó por ella y se encontró de pie en el pasadizo que había a lo largo de la pared. A la luz de su antorcha, pudo ver a Fyodor, muy cerca de él, también de pie, y a Phyllis, que había perdido su antorcha, unos metros más lejos. Entonces el túnel se enderezó.
Habían dejado de gritar, pero jadeaban alocadamente. Fyodor, con la boca abierta, hinchaba y deshinchaba su pecho a un ritmo rápido, pero Cull no podía oírlo respirar ya que el rugir del agua cubría cualquier otro sonido.
Finalmente, el tumulto se calmó, y la superficie del agua volvió a adoptar un aspecto tranquilo y oleoso. Unos minutos más tarde Cull oyó a Fyodor resollar penosamente.
—Esto responde a su pregunta —dijo Cull—. Si los túneles y los conductos no ceden es porque la sustancia de que están hechos es capaz de dilatarse, doblarse y retorcerse como ningún material surgido de manos humanas puede hacer.
—¿Pero no hay ningún límite a su posibilidad de dilatarse? —preguntó Fyodor—. Uno creería que… El suelo retembló de nuevo; y Cull sintió una violenta náusea. Tenía la impresión de hallarse en el interior de una monstruosa serpiente que estuviera escalando una escarpada colina. La parte del túnel donde se hallaban se inclinaba hacia arriba. Ante ellos, hasta una distancia de doscientos metros, el túnel volvía a enderezarse, y luego desaparecía de su vista describiendo según todas las apariencias una curva descendente.
Inmediatamente después, el túnel se inclinó hacia un lado. Cull y sus compañeros gritaron al sentirse deslizar a través del pasadizo. Pero cuando, sin ningún punto de apoyo al que sujetarse, iban a caer al agua, el túnel se enderezó de nuevo. Y el río, que ahora se deslizaba quince metros más arriba que su primitivo nivel, se hundió mugiendo en el túnel.
Faltó poco para que los tres compañeros fueran arrastrados por la violencia de la corriente. Consiguieron a duras penas acercarse a la pared, tan lejos como les era posible del río, y, aunque el agua estuvo a punto de darles un revolcón, consiguieron mantenerse en su sitio.
Con la rapidez de un elevador cayendo, el túnel recuperó su nivel normal y comenzó a enderezarse.
Fyodor gritó. Phyllis también.
Cull empezó a girar y gritó a su vez.
El río, retirándose bruscamente a resultas del regreso del túnel a su nivel normal, había dejado tras de sí un horrible precio: un demonio de los albañales, agarrándose fuertemente a la orilla con sus garrudas pitas. Su mandíbula inferior reposaba en el suelo del pasadizo, y su lengua estaba enrollada en torno a la pierna derecha de Phyllis.
Cull, lanzando gritos de odio y de terror, saltó hacia la enorme cabeza y empezó a patear furiosamente uno de los gigantescos ojos. ¿Uno de los ojos? No: el ojo. Puesto que el monstruo era un cíclope, y su único ojo brillaba en medio de su hundida frente.
Cull pateó varias veces la pupila, hasta que consiguió reventar el ojo.
El demonio dejó oír un silbido y soltó su lengua de la pierna de Phyllis. Su cuerpo, que tenía las dimensiones del de una ballena, rodó por el suelo, dejando ver una herida circular de unos treinta centímetros de diámetro, un agujero de donde brotaba sangre. Era esta herida la que los había salvado, y no el hecho de que Cull hubiera cegado al monstruo. Proyectado contra un obstáculo, probablemente una isla, por la violencia de la corriente, el demonio había sido herido mortalmente. Al agarrar a Phyllis no había hecho más que obedecer a un reflejo de agonía.
Los tres seres humanos se alejaron precipitadamente. Cull sintió un golpe en la cabeza y gritó aterrorizado. Trozos de tierra y fragmentos de roca empezaron a caer a su alrededor.
Saltó hacia atrás, chocando contra Phyllis, que se encontraba a su lado, y levantó los ojos. En el gris metal se había formado una fisura, por la que empezaban a caer barro y piedras. Pero, mientras Cull miraba, la fisura empezó a cerrarse: lentamente, los bordes se fueron aproximando.
—Dentro de cinco minutos la fisura estará cerrada —dijo Cull.
—¿Ha observado que el metal estaba muy caliente? —hizo notar Fyodor.
—Es el roce. El calor proviene de la dilatación y de la contracción del metal.
Dieron algunos pasos, seguidos por Phyllis, que no podía retener sus sollozos. De pronto, Fyodor se detuvo.
—¡Ahí hay un agujero enorme! —Adelantó su antorcha hacia el mismo, y luego la retiró vivamente al darse cuenta de que iba a apagarse—. ¡Es un conducto de aireación! —observó.
Cull notaba desde donde se encontraba la corriente de aire frío que escapaba del conducto. Tras asegurarse de que la abertura era lo suficientemente grande, pasó la cabeza por ella. Había luz suficiente en su interior como para permitirle ver el conducto en toda su longitud. En su parte superior, a lo lejos un gran cuadrado de luz señalaba el lugar por donde salía el aire. Se hallaba a una tal altura que la parte inferior del conducto tendría que estar sumido en las tinieblas. Sin embargo, no era éste el caso: había una definida penumbra. Quizá las paredes internas del conducto estaban recubiertas de una sustancia que reflejaba la luz. Además, al alcance de su mano, y a todo lo largo del conducto, había una serie de peldaños metálicos.
Cull retiró su cabeza y le comunicó a Fyodor lo que acababa de ver. Luego sugirió:
—Utilicemos los peldaños para descender. Siempre podremos volver a subir si es necesario. Tal vez este conducto descienda hasta lo más profundo de este mundo.
Antes de que Fyodor tuviera tiempo de protestar, si en algún momento había tenido esta intención, Cull empezó a descender los peldaños. Fyodor y Phyllis le siguieron sin decir palabra. Por encima de ellos, los bordes del agujero por el que habían pasado se estaban acercando silenciosamente, cerrándose. Pero Cull no creía que llegaran a cerrarse del todo, ya que realmente era demasiado grande. Debía existir un límite a la facultad de regeneración de la sustancia gris.
Este pensamiento le llevó a otros, que le hicieron estremecer. La sustancia gris debía haber sido concebida para resistir a sacudidas normales. Pero ¿qué es lo que provocaba ahora sacudidas de una tal violencia? ¿Qué había ocurrido en la ciudad que estaba encima de ellos?
Era inútil pensar en aquello. Era mejor descender lo más aprisa posible.
El aire se desplazaba hacia arriba a una velocidad de unos cuarenta kilómetros por hora. Cull y sus compañeros tenían que sujetarse fuertemente a los peldaños para no ser arrastrados. Hacía frío. Antes de que alcanzasen el fondo del conducto, sus dientes castañeteaban, y los dedos de sus pies y manos estaban entumecidos. Cull se alegró de llevar sandalias. Como estaban empapados, el frío les calaba aún más. Afortunadamente, el aire era seco, de modo que secó rápidamente sus cuerpos.
Al llegar al último peldaño, observaron que debían dejarse caer desde una altura de unos dos metros y medio al suelo. El fondo del conducto era el punto de unión de cuatro túneles horizontales. El aire soplaba con fuerza desde cada uno de ellos, y ascendía hacia el orificio situado en la parte superior del conducto. Al igual que el propio conducto, los túneles estaban débilmente iluminados.
—Seguiremos el túnel más cercano —decidió Cull, para evitar largas y penosas discusiones.
Se puso en marcha, con los hombros encogidos para protegerse del viento que soplaba en el túnel. La antorcha de Fyodor se había apagado. El vaho de su aliento era barrido inmediatamente por el viento. Cull se dijo que, si la temperatura descendía más, muy pronto iban a estar tan helados que se convertirían en una presa fácil para cualquier demonio que merodeara en busca de alimento por aquel Infierno glacial.
Al cabo de cinco o seis kilómetros, Cull se giró para observar a sus compañeros, esperando hallarlos desanimados y dispuestos a regresar por donde habían venido. Pero no era así, y Cull tuvo que reconocer a regañadientes que eran más valerosos que él.
Cada cuatrocientos metros aproximadamente llegaban al fondo de un conducto de aire donde los extremos de cuatro túneles se unían en ángulo recto.
—No comprendo la forma en que está instalada esta red —dijo Cull—. ¿Dónde van a parar los conductos de aireación? Uno creería que el aire caliente desciende directamente hasta aquí para ser enfriado. Pero parece existir una red de túneles horizontales inmediatamente encima de éstos. ¿Tal vez el aire caliente es conducido por conductos horizontales antes de descender a este nivel? Es una buena pregunta. ¿Y qué ocurre con la humedad producida por el aire al enfriarse? Tiene que ser eliminada de una u otra forma, o de otro modo los túneles no tardarían en verse obturados por el hielo.
Fyodor se encogió de hombros, sin responder, Phyllis permanecía silenciosa. Los tres castañeteaban los dientes.
Siguieron avanzando, sin darse cuenta del nuevo descenso de la temperatura ni del aumento de la velocidad del viento. Cull comenzaba a decirse que su valor y su decisión no eran de hecho más que estupidez, y que deberían decidirse a subir por un conducto de aireación. Pero se dio cuenta de que esto no serviría de nada. Efectivamente, una vez llegados al orificio superior del conducto, tendrían que dar un salto que podía ser mortal… ya que las bocas de aireación solían estar situadas muy por encima del nivel del suelo. Y si no encontraban otra abertura en la pared del conducto, ¿cómo podrían regresar al túnel de los albañales? Según todas las apariencias, el sistema de aireación y la red de los albañales estaban completamente separados el uno de la otra, sin que existiera ninguna comunicación…