Capítulo 2: La Sangre del Cazador
Los túneles subterráneos eran un laberinto de humedad, hedor y muerte. Cada gota de agua que caía desde las tuberías oxidadas resonaba en el silencio, acompañada por el eco de sus propias pisadas. Ryuusei y Aiko avanzaban con la respiración contenida, sintiendo la presión en el pecho con cada paso que daban.
—Nos están siguiendo —susurró Aiko, aferrando la empuñadura de su espada con fuerza.
—Lo sé —murmuró Ryuusei, clavando sus ojos en la oscuridad del pasillo frente a ellos—. Pero no son los héroes. Son ellos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Aiko. No necesitaba que dijera sus nombres. Sabía exactamente de quién hablaba.
Un sonido viscoso y lento resonó detrás de ellos. Algo goteaba. Algo pesado. Algo que olía a sangre y putrefacción.
—Están aquí —susurró Ryuusei, girándose con los martillos en alto.
Desde las sombras emergió la figura grotesca de un heraldo. Su cuerpo estaba cubierto de carne desgarrada, con partes de otros cuerpos adheridas a él como si fueran trofeos de su caza. Dientes humanos sobresalían de sus brazos en un patrón caótico, y ojos aún parpadeantes estaban incrustados en su torso. Su rostro era una mueca torcida de locura, sus ojos negros brillaban con un hambre insaciable. Y no venía solo.
Docenas de Heraldos Negros lo rodeaban, sus siluetas deformadas por mutaciones impías. Algunos tenían brazos extras que brotaban de sus espaldas, otros poseían bocas en lugares donde no deberían haberlas, llenas de dientes afilados y babeantes. Uno de ellos tenía un vientre hinchado y abierto, de donde colgaban intestinos enredados en cadenas oxidadas. Todos compartían un mismo objetivo: despedazar a Ryuusei y Aiko.
—Mierda… —murmuró Aiko, desenvainando su espada.
—Mueran lentamente… —gruñó el heraldo principal, relamiéndose los labios desgarrados.
El ataque fue instantáneo. Un heraldo saltó sobre Ryuusei con garras afiladas, pero él lo interceptó con un martillazo brutal en el rostro. El cráneo explotó en una lluvia de sesos, fragmentos óseos y dientes que volaron en todas direcciones. Otro intentó abordarlo desde el costado, pero Ryuusei se teletransportó detrás de él y le incrustó ambas dagas en la nuca. El heraldo convulsionó violentamente antes de desplomarse al suelo, gorgoteando mientras su propia lengua se enredaba en su tráquea desgarrada.
Aiko, por su parte, danzaba entre los enemigos con una frialdad letal. Su espada se movía con rapidez, cortando miembros y troncos con precisión quirúrgica. Uno de los heraldos intentó alcanzarla con una enorme mandíbula que se abría en su estómago, pero ella le cercenó la cabeza con un solo movimiento. El cuerpo colapsó, pero la boca de su torso siguió mordiendo al aire, emitiendo chasquidos enfermizos hasta que finalmente quedó inerte.
La sangre cubría los muros. La carne colgaba en jirones de las armas de los hermanos. Ryuusei destrozó el tórax de un enemigo con un golpe descendente de su martillo, haciendo que el torso se abriera como una fruta podrida, esparciendo vísceras calientes por el suelo. Un heraldo sin ojos se lanzó sobre él, gimiendo con una docena de lenguas que se deslizaban desde su boca desgarrada. Ryuusei le partió el cráneo en dos con un golpe seco, y un chorro de materia encefálica se derramó sobre sus botas.
Aiko decapitó a dos heraldos en un solo giro, pero uno la tomó desprevenida y hundió sus dedos ganchudos en su costado. Ella gruñó de dolor antes de girar su espada y atravesarle la garganta, dejando que se ahogara en su propia sangre espesa y negruzca.
—No podemos seguir así —gruñó Ryuusei, clavando un martillo en el pecho de otro enemigo, aplastándolo hasta convertirlo en pulpa. El sonido de huesos triturándose y órganos reventando llenó el túnel.
Aiko jadeó, con el rostro cubierto de la sangre de sus enemigos.
—Entonces acabemos con esto rápido.
De repente, un chillido perforó el aire. Un heraldo, el más alto de todos, avanzó entre los cuerpos destrozados. Su piel era pálida como la cera, y sus ojos, completamente blancos, reflejaban la locura de alguien que ya no era humano. Su mandíbula estaba desencajada, revelando una boca llena de dientes afilados como agujas. Levantó una enorme hacha hecha de huesos, cubierta de rostros agonizantes que parecían gemir en el silencio.
—Ryuusei… —murmuró Aiko, dando un paso atrás.
—Lo veo.
El heraldo abrió su boca. Y entonces, con una voz distorsionada y gutural, dijo una sola palabra.
—Mueran.
El hacha cayó con una velocidad absurda. Ryuusei apenas tuvo tiempo de rodar a un lado antes de que el filo impactara el suelo y partiera el concreto en mil pedazos. La onda de choque los lanzó a ambos por los aires.
Aiko aterrizó mal, golpeando su espalda contra una pared. Tosió, escupiendo sangre mezclada con bilis.
—Maldito…
El heraldo levantó su hacha de nuevo, pero esta vez, Ryuusei no esquivó.
Se teletransportó directamente sobre él.
Con un grito de furia, alzó sus martillos y los estrelló contra la cabeza del heraldo con toda su fuerza. El impacto fue tan brutal que la cabeza estalló como una sandía madura, esparciendo fragmentos de hueso, piel y sesos en todas direcciones. El cuerpo se tambaleó por un segundo antes de desplomarse pesadamente.
El silencio se apoderó de los túneles.
Los Heraldos Negros que quedaban vivos dieron un paso atrás. Algunos dejaron caer sus armas. Otros simplemente se quedaron congelados, como si su cordura finalmente hubiera regresado y se dieran cuenta de contra quién estaban peleando.
Ryuusei escupió sangre al suelo. Sus ojos, brillando con ira, se clavaron en los que aún respiraban.
—Si quieren vivir… corran.
No lo pensaron dos veces. En un frenesí de terror, los Heraldos Negros huyeron en todas direcciones, perdiéndose en la oscuridad.
Aiko se apoyó contra la pared, respirando pesadamente.
—Dime… que esto ya terminó.
Ryuusei miró a su alrededor. Cuerpos destrozados, paredes cubiertas de sangre, el aire impregnado de muerte.
—Por ahora —respondió, dándole la mano para levantarla—. Pero esto… esto recién comienza.
Se dieron la vuelta y desaparecieron en la oscuridad de los túneles, dejando atrás una masacre que nadie olvidaría.
La cacería había comenzado. Y ellos no pensaban caer fácilmente.