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Chapter 62 - Rebelión contra el Cielo - Part 5

Capítulo 5: Furia de los Dioses III

La oscuridad envolvía la mente de Ryuusei. No había luz, no había esperanza. Solo el eco de sus pensamientos retumbando en el vacío.

"¿Para qué seguir?"

Su cuerpo, o lo que quedaba de él, yacía en un estado de miseria absoluta. Su torso, su cabeza, su identidad… todo había sido destrozado por Aurion. Solo quedaban sus piernas, como un cruel recordatorio de su derrota. Su regeneración, esa maldición que lo condenaba, intentaba recomponerlo, pero cada célula que se reconstruía lo hacía con un dolor insoportable. Era como si su cuerpo supiera que él ya no quería seguir, pero aún así lo forzaba a existir.

"Cada herida… cada maldita regeneración… es solo más sufrimiento."

En su mente, los rostros de sus padres aparecieron, fríos, distantes. No había amor en sus miradas, solo vacío. Sus hermanas… tampoco lo recordaban. No era más que un espectro en la historia de sus vidas. Un fantasma olvidado.

"Entonces, ¿qué sentido tiene? ¿Por qué sigo aquí?"

El sonido de la batalla llegaba desde la distancia. Gritos, explosiones, el choque del acero. Pero nada de eso importaba. Ryuusei estaba atrapado en un abismo sin salida. Su alma se desmoronaba, mucho antes que su cuerpo.

"Déjenme… desaparecer."

Y así, en ese abismo de desesperación, donde la muerte se presentaba como la única liberación, Ryuusei esperó… pero la maldición de su existencia no le daría ese descanso tan ansiado.

La oscuridad que envolvía la mente de Ryuusei comenzó a fracturarse. Poco a poco, una escena se materializó ante él. No era el campo de batalla, ni el abismo en el que se hundía. Era su hogar… o lo que alguna vez llamó hogar.

Delante de él, su madre estaba de espaldas, lavando platos como siempre lo hacía. Su padre, sentado en la mesa, leía el periódico con la misma expresión seria de siempre. Todo parecía normal, como si nada hubiese cambiado, como si nunca lo hubieran olvidado.

—Hijo, ¿por qué tienes esa cara? —La voz de su madre sonaba suave, cálida… pero distante.

Ryuusei intentó responder, pero las palabras se atoraron en su garganta. Sus manos temblaban. Algo dentro de él le decía que esto no era real, que no debía confiarse.

—Papá, mamá…

—Oh, así que sigues llamándonos así —su padre bajó el periódico, mostrando un rostro inexpresivo—. Qué extraño. No recuerdo haber tenido un hijo.

El corazón de Ryuusei se detuvo.

—¿Qué…?

—¿Por qué nos llamas así? —su madre sonrió, pero sus ojos estaban vacíos—. No tenemos un hijo.

La habitación se volvió más fría. La comida en la mesa se pudrió en segundos, las paredes se agrietaron y el cielo visible por la ventana se tornó negro.

—No… No es cierto. ¡Soy su hijo!

—¿De verdad? —Su padre cruzó los brazos—. Si fueras nuestro hijo, ¿no crees que recordaríamos tu rostro?

Ryuusei retrocedió. Sus manos, su cuerpo… temblaban incontrolablemente.

—No… No puede ser…

—Pero no te preocupes —su madre se acercó, su voz llena de dulzura falsa—. Aunque no te recordemos… puedes quedarte aquí.

Intentó tocarle el rostro con ternura, pero su piel se desmoronó en polvo. Su madre y su padre se desvanecieron ante sus ojos como si nunca hubieran existido.

Ryuusei cayó de rodillas, sus uñas clavándose en el suelo podrido.

—Esto es una mentira… Esto es una maldita mentira…

Pero, en el fondo de su alma, sabía que no lo era. Esta era su verdad. Un hijo que sus padres nunca recordaron. Un hermano que sus hermanas jamás reconocieron. Un cuerpo que nunca moría, pero tampoco vivía.

Atrapado en un ciclo de dolor interminable.

—Solo… quiero desaparecer…

Y en ese instante, en la lejanía de su subconsciente, una voz susurró su nombre.

Una voz que no pertenecía ni a su padre ni a su madre… sino a alguien más. Alguien que aún lo recordaba.

Sus pensamientos eran un remolino de desesperación, y antes de que pudiera reaccionar, su entorno cambió de nuevo. Ahora estaba en el pasillo de su antigua casa, el camino que tantas veces recorrió para llegar al cuarto de sus hermanas.

Pero algo estaba mal.

El aire era pesado, cargado con un hedor metálico y dulzón. La puerta entreabierta dejaba ver un resplandor tenue, pero lo que más le heló la sangre fue el sonido. Un goteo constante, irregular, como si algo viscoso se filtrara por las rendijas de la madera.

Con el corazón latiendo descontroladamente, empujó la puerta.

Lo que vio lo hizo tropezar hacia atrás.

La habitación estaba sumida en sombras, pero los rastros de sangre brillaban con un tono carmesí enfermizo. El suelo estaba cubierto de charcos oscuros, y las paredes estaban adornadas con salpicaduras de líquido seco. Los peluches y juguetes que alguna vez llenaron de vida ese cuarto ahora yacían destrozados, empapados de un rojo profundo.

Y en el centro, dos cuerpos inertes.

Pero… no estaban inertes.

Los ojos de sus hermanas lo miraban. Pálidos. Vacíos.

—Ryuusei… —sus labios muertos se movieron con una voz quebrada, como si su garganta estuviera llena de vidrio.

Él retrocedió, sintiendo cómo el aire abandonaba sus pulmones.

—No… no puede ser…

—Nos dejaste solas… —sus cuerpos, sin moverse del suelo, parecían acercarse. Sus bocas, deformadas en una sonrisa antinatural, temblaban mientras hablaban—. Nos olvidaste, ¿verdad?

—¡No! ¡Yo nunca…!

—Nos prometiste protegernos… pero míranos ahora…

Ryuusei sintió una presión insoportable en su pecho. Quería gritar, quería huir… pero sus piernas estaban clavadas al suelo.

Entonces, una de ellas levantó una mano. Sus uñas ennegrecidas se estiraron hacia él, como si quisiera tocar su rostro.

—Ven con nosotras, hermano…

—Regresa a casa…

Sus voces eran dulces, melancólicas, pero llenas de algo más. Algo retorcido. Algo roto.

Los ojos de Ryuusei temblaban. Su respiración era errática. Esto no podía estar pasando.

Pero cuando bajó la mirada, sintió algo húmedo en sus manos.

Estaban cubiertas de sangre.

Y en el suelo, entre los cuerpos de sus hermanas, unos martillos manchados de sangre

Él… ¿había hecho esto?