Cuatro años habían pasado desde el primer intento de Victor por llevar a Lucian consigo para convertirlo en cazador. Con el tiempo, el joven comenzó a distanciarse de su padre y su profesión, encontrándola cada vez más desagradable. Lo que una vez parecía heroico desde lejos, se reveló como un oficio cruel, sucio y aterrador una vez vivido de cerca. Para evitar que Lucian se convirtiera en alguien sin habilidades prácticas, Victor decidió enviarlo a la Academia, un lugar visto por muchos como reservado para jóvenes adinerados destinados a convertirse en escritores, historiadores, matemáticos o científicos. Esta decisión golpeó el orgullo de Victor, pues en la mente popular, los hombres rudos se alistaban como soldados o cazadores, mientras que los más refinados o aquellos considerados menos aptos para lo militar se dirigían hacia la academia, junto a las mujeres y los considerados afeminados.
Lucian, ahora con quince años, destacaba como estudiante en su elegido campo de "Innovación Mecánica", un ámbito dominado por mujeres. Era el único chico en un aula repleta de estudiantes femeninas, lo cual destacaba aún más su presencia. Su apariencia no cumplía con los estándares de belleza y masculinidad que buscaban las chicas; era delgado y pálido, con un rostro perpetuamente fatigado y ojeras profundas que resaltaban sobre su piel clara, testamento de sus largas noches dedicadas a la lectura de libros de mecánica.
—Blackthorn, con un apellido tan imponente, y mirate, eres una delicada flor—le dijo un chico a Lucian luego de abordarlo junto a su grupo de amigos en los pasillos de la academia.
—No molestes —respondió Lucian con la mirada baja, su voz apenas un susurro.
—¿Sabes? Creí que podrías ser el hijo del gran Victor Blackthorn, pero eres una mujercita —dijo el chico antes de golpear a Lucian en el estómago. Lucian cayó de rodillas, sin aire.
El grupo comenzó a patear a Lucian en el suelo, quien no intentó levantarse. Simplemente se cubrió la cabeza y resistió el ataque hasta que sus agresores se cansaron. Una chica que observaba todo, escondida en un pasillo cercano, se acercó a Lucian para ayudarlo a recoger sus libros y meterlos en su maletín.
—Gracias, Beatrix —murmuró Lucian mientras se ponía de pie, adolorido.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó la chica de cabello castaño y rizado.
—Estoy en Innovación Mecánica, el salón junto al tuyo, Medicina —respondió Lucian.
—Entiendo. De cualquier forma, no me agradezcas, vi todo y no hice nada —dijo Beatrix, avergonzada.
—No había nada que hacer —respondió Lucian, tomando su maletín y marchándose de la academia.
Al salir del edificio viejo, el aire impregnado de vapor y gases invadió su olfato casi de inmediato, obligando a Lucian a ponerse su mascarilla de tela. Mientras avanzaba por las calles, observaba a las personas caminar de un lado a otro, fijándose en cómo vestían, cómo caminaban e incluso en sus expresiones. Intentaba imaginar sus vidas, sabía que los más cansados estaban saliendo de las fábricas, apaleando carbón en las máquinas de vapor; sus uniformes manchados lo hacían evidente.
Finalmente, Lucian llegó a la parada de la "lata de sardinas", un pequeño tren de hojalata impulsado a vapor que se movía por pequeñas vías entre las calles de la ciudad, guiado por cables. Tomó asiento en el tren casi vacío, observando a los demás pasajeros, quienes se sintieron incómodos por la mirada penetrante del joven. Todos, menos una linda chica que parecía tener dos años más que Lucian. Al igual que él, tenía la piel pálida, pestañas largas, ojos verdes como esmeraldas y unos hermosos labios carnosos pintados de rojo. La chica le sonrió a Lucian, quien, avergonzado, se apresuró a desviar su mirada hacia la ventana, observando el recorrido en silencio.
La atmósfera en el tren estaba cargada de un leve olor a aceite quemado y metal oxidado. Las luces parpadeaban, iluminando intermitentemente los rostros de los pasajeros. El tren avanzaba lentamente, con el chirrido de las ruedas metálicas resonando en el estrecho espacio. Lucian miraba el paisaje urbano que pasaba rápidamente por la ventana: fábricas con chimeneas humeantes, callejones oscuros y abarrotados, y las siluetas de edificios victorianos, todos envueltos en una neblina constante.
La lata de sardinas frenó con un fuerte chirrido justo en la entrada de la casa Blackthorn. La casa de los Blackthorn era una majestuosa mansión de arquitectura gótica victoriana, una edificación imponente y oscura que se erigía con elegancia en medio del barrio más antiguo de la ciudad.
La fachada principal, ornamentada con intricadas molduras y detalles en hierro forjado, presentaba tres grandes ventanas de arcos puntiagudos, típicas del estilo gótico, que se alzaban hacia el cielo como guardianes silenciosos. Las ventanas, adornadas con vitrales de colores apagados, contaban historias antiguas de héroes y criaturas míticas, proyectando sombras multicolores en el interior cuando el sol lograba penetrar las densas nubes de la ciudad.
El techo, de pronunciadas pendientes y cubierto de tejas oscuras, estaba rematado por varias chimeneas altas y estrechas que se extendían hacia el cielo como dedos acusadores. Cada chimenea tenía detalles ornamentales en hierro, reminiscencias de una época en la que el arte y la funcionalidad convivían en perfecta armonía.
La puerta principal, un portal de madera maciza con refuerzos de metal, estaba custodiada por dos robustas columnas decorativas que sostenían un arco gótico, donde enredaderas de hiedra se aferraban tenazmente, añadiendo un toque de naturaleza salvaje a la rigidez de la piedra. El picaporte, una cabeza de león en bronce pulido, brillaba tenuemente como si custodiara los secretos que se ocultaban tras las paredes de la casa.
Lucian entró a la casa, observando de reojo a su padre y a los demás miembros de la CCA reunidos en la sala, todos concentrados en un mapa de la región mientras planeaban su siguiente misión. Victor apenas notó la presencia de Lucian, lanzándole una mirada indiferente antes de ordenar a uno de sus compañeros cerrar la puerta de la sala de reuniones. Lucian sintió un gran vacío debido a este acto, pero estaba acostumbrado a recibir este trato por parte de su padre.
Con la mirada baja, Lucian subió las escaleras hasta su habitación. El crujido de la madera bajo sus pies y el eco distante de las voces de los cazadores en la planta baja se sumaban a la sensación de aislamiento que lo envolvía. Una vez en su cuarto, asentó su maletín en el escritorio, le dio cuerda al tocadiscos y bajó la aguja, dejando que una suave melodía nostálgica comenzara a inundar su espacio. La música, con sus notas melancólicas y ritmos pausados, ofrecía un consuelo efímero, envolviendo la habitación en una atmósfera de tristeza y añoranza.
Lucian se quitó los zapatos y se lanzó a la cama boca abajo, el peso de la soledad y la tristeza aplastándolo. Lágrimas silenciosas comenzaron a caer, empapando su almohada. Los sollozos quedaron sofocados por la tela, mientras la música seguía sonando, acompañando su llanto con un lamento instrumental que parecía comprender su dolor. La oscuridad de su cuarto se hacía más densa, reflejando el abismo emocional en el que Lucian se encontraba atrapado, deseando un día ser visto y aceptado por su padre.
Lucian se quedó dormido por unos instantes, su mente agotada buscando refugio en el sueño. Sin embargo, el sonido de golpes en la puerta lo sacó de su letargo. Secándose las lágrimas con la manga, se levantó para quitar el seguro y abrir. Del otro lado se encontraba Catherine, una cazadora de treinta y cuatro años, alta y musculosa, con una presencia imponente que contrastaba con su sonrisa cálida.
—Hey, pequeño —dijo Catherine, revolviendo el cabello de Lucian en un gesto afectuoso mientras entraba en la habitación.
Lucian le devolvió la sonrisa, agradecido por la presencia reconfortante de Catherine. Ella se sentó en la orilla de su cama, mientras que él arrastraba la silla de su escritorio para sentarse frente a ella.
—¿Cómo te fue hoy en la escuela, enano? —preguntó Catherine con una sonrisa que se desvaneció al notar los moretones en los brazos y rostro de Lucian.
—Bien —respondió Lucian, volteando la cara para evitar su mirada.
—¿Ah, sí? ¿Y esto? —insistió Catherine, posando su mano sobre el moretón en la mejilla del chico, quien se apartó al sentir el dolor.
—No es nada, solo me caí.
—¿Sobre el puño de quién?
—No es nada… ¿me conseguiste lo que te pedí? —cambió de tema Lucian rápidamente.
—Sí, pero guárdalas bien, tu padre odia su olor —respondió Catherine, entregándole a Lucian una bolsa de bayas de color violeta con puntos verdes.
Lucian sacó un puñado de la bolsa, compartiendo algunas bayas con Catherine. Juntos comenzaron a disfrutar de las bayas "Crepúsculo", una especie extraña que solo crecía en las profundidades de los bosques más peligrosos. El sabor dulce y ligeramente ácido de las bayas llenó la habitación, y por un momento, Lucian pudo olvidarse de sus problemas.
—Estas cosas siempre me ponen de buen humor —dijo Catherine, recostándose en la cama de Lucian, mirando el techo.
—A mí también —murmuró Lucian, sintiendo cómo la tensión en su cuerpo comenzaba a disiparse.
La música del tocadiscos seguía sonando suavemente, mezclándose con el susurro de las hojas en el exterior y los murmullos distantes de la ciudad. La luz de la tarde se colaba por la ventana, bañando la habitación en un cálido resplandor dorado.
—Lucian, por favor, si alguien te molesta, prométeme que te defenderás —dijo Catherine con seriedad. Lucian bajó la mirada de inmediato, evitando su mirada.
—Pero yo no quiero hacerle daño a nadie —respondió en voz baja.
—Aunque te lastimen a ti, ¿no te defenderás? ¿Y si lastiman a alguien que quieres? —preguntó Catherine, intentando que entendiera la importancia de protegerse.
—Tú eres lo suficientemente fuerte para defenderte —respondió Lucian con una sonrisa tímida, una que contagió a la cazadora. Catherine se puso de pie y acarició suavemente el rostro de Lucian antes de salir de la habitación.
—Cuídate mucho, enano —dijo con una mezcla de afecto y preocupación.
Lucian mantuvo su sonrisa hasta que Catherine se fue. Una vez solo, su sonrisa se desvaneció, reemplazada por la melancolía que parecía acompañarlo siempre. Se dirigió a su maletín y sacó uno de sus libros, uno sobre mecánica avanzada. La luz del atardecer proyectaba sombras largas en su habitación mientras se sumergía en las páginas, buscando consuelo en el conocimiento y la tranquilidad de la lectura.
Cayó la noche, y Lucian encendió una vela postrada en un viejo jarrón de cerámica, iluminando tenuemente su habitación. Trabajaba con esmero en su proyecto personal, apoyándose en sus libros para dibujar meticulosos planos. Sin embargo, al quedarse sin tinta, se vio obligado a buscar más. Al intentar levantarse, un pensamiento fugaz cruzó por su mente: la llama de la vela podría quemar su trabajo de meses. Decidió llevar sus planos consigo y bajó las escaleras hasta el estudio de su padre, envuelto en una oscuridad inquietante.
Al dar un paso dentro del estudio, un sonido que heló su sangre lo detuvo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó su padre, revelando su figura al encender un fósforo, iluminando fugazmente su rostro antes de prender su cigarro y una vela sobre la mesa, al lado de una botella de bourbon a medio vaciar y un vaso.
—Yo solo vine por tinta —respondió Lucian tímidamente, su voz apenas audible.
—¿Para qué? —preguntó Victor, su tono lleno de sospecha y desdén.
—Para algo de la escuela, ¿sí? —dijo Lucian, provocando que Victor se pusiera de pie y se acercara lentamente. A varios pasos de distancia, Lucian ya podía oler la peste a alcohol que emanaba de su padre.
—¿Estás borracho?
—¿Qué es esto? —preguntó Victor arrebatando los planos de las manos de Lucian. El chico intentó recuperarlos rápidamente, pero fue empujado por su padre, cayendo sentado al suelo.
—Devuélvemelos, por favor —dijo Lucian con la mirada baja, sus manos temblando.
Victor miró a su hijo con una mezcla de decepción y frustración antes de lanzar los planos frente a él con desdén.
—¿Cómo es que alguien como yo puede tener un hijo como tú? —dijo Victor con amargura, tomando su vaso de bourbon y alejándose del estudio—. La tinta está en el cajón junto a aquel estante.
Lucian, sintiéndose más solo y desvalido que nunca, recogió sus planos con cuidado. Se dirigió al cajón señalado, sacó la tinta y se apresuró a salir del estudio. Con el corazón pesado, regresó a su habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Al día siguiente, Lucian despertó con los ojos pesados, todavía hinchados por haber llorado hasta quedarse dormido. Se dio un rápido baño y se vistió con su uniforme escolar, lustrando sus zapatos antes de bajar a la cocina. Como de costumbre, Victor se había ido temprano, dejando la casa en silencio. Lucian tomó una salchicha y una manzana, comiéndolas rápidamente antes de dirigirse a la academia.
Mientras caminaba por los pasillos del lugar, sintió una mano sobre su hombro, y cerró los ojos por reflejo, anticipando una amenaza. Sin embargo, una suave risa lo sacó de esa sensación de peligro.
—Perdón, no quise asustarte —dijo Beatrix con una sonrisa tímida.
—Ah, eres tú. ¿Cómo estás? —saludó Lucian, bajando el ritmo de su caminata para estar a la par con Beatrix.
—Yo bien. Te quería preguntar, ¿cómo estás tú luego de ayer?
—Bien, no duele tanto —respondió Lucian, esbozando una sonrisa.
—¿Qué te parece si te espero cada vez que salgas de clase y así caminamos juntos a la salida? Viéndote acompañado, es menos probable que esos simios se metan contigo —propuso Beatrix.
—¿Harías eso por mí? Muchas gracias —dijo Lucian, sorprendido y agradecido, mientras se despedía para entrar a su salón de clases.
La propuesta de Beatrix llenó a Lucian de un alivio inesperado. La idea de tener a alguien a su lado, aunque fuera solo por el camino de salida, le daba una sensación de seguridad que no había sentido en mucho tiempo. Mientras se sentaba en su escritorio, los murmullos y risas de sus compañeras de clase parecían menos intimidantes. Miró sus libros de mecánica con renovada concentración, decidido a sumergirse en su trabajo y olvidar, aunque fuera por un momento, las sombras que pesaban sobre él.
La jornada transcurrió lentamente, pero al sonar la campana de salida, Lucian se sintió esperanzado. Salió de su salón y, tal como había prometido, Beatrix lo esperaba en el pasillo. Ella le sonrió, y juntos caminaron hacia la salida de la academia, conversando sobre cosas triviales y compartiendo pequeñas risas. Aunque sus pasos eran ligeros, la presencia de Beatrix hacía que el camino fuera más llevadero.
Mientras se despedían en la puerta de la academia, Lucian se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no sentía el peso abrumador de la soledad. Beatrix le había dado un pequeño respiro en medio de su tormenta personal, y eso significaba más de lo que las palabras podían expresar.
Lucian subió a la lata de sardinas. Ahí la vio de nuevo, aquella chica de piel pálida, ojos color esmeralda y labios ahora pintados de negro. Vestía una blusa sin mangas con bordado de encaje, un corset exterior y una falda corta color negro, haciendo juego con las demás prendas. Lucian la observó, prometiéndose a sí mismo que, si la chica volvía a sonreírle, él le devolvería el gesto e intentaría entablar una conversación con ella. La compañía de Beatrix en la academia lo había renovado de confianza.
El tren avanzaba con su característico traqueteo, llenando el aire con el sonido del vapor y el rechinar de las ruedas sobre las vías. Lucian, con el corazón acelerado, mantuvo su mirada fija en la chica, esperando el momento en que ella lo notara. Sin embargo, esta vez, la chica no pareció percatarse de su presencia. Estaba absorta en sus propios pensamientos, mirando por la ventana con una expresión pensativa.
Lucian sintió una mezcla de desilusión y alivio. Había esperado poder romper el hielo, pero la oportunidad se desvanecía. En su ensimismamiento, se distrajo tanto que pasó por alto su parada, bajándose una calle después. El error le arrancó un suspiro, pero decidió que no dejaría que eso arruinara su día. Se acomodó la mochila al hombro y comenzó a caminar de regreso, repasando mentalmente los proyectos en los que trabajaría esa noche.