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Chapter 4 - Adelaide

La luna brillaba débilmente en el cielo, su luz luchando por atravesar el espeso smog y la neblina que cubrían la ciudad. Lucian corría desesperado por las laberínticas calles de Nueva Luella, sintiendo que su corazón estallaría en cualquier momento. Un dolor profundo se clavaba en su pecho, y las lágrimas que surcaban su rostro le impedían pensar con claridad. Solo quería escapar, huir de todo aquello que lo atormentaba.

Las sombras de la noche envolvían los edificios victorianos, y las farolas de gas proyectaban una luz tenue y vacilante. Los adoquines húmedos reflejaban las escasas luces, creando un juego de sombras que parecían cobrar vida. Los pocos transeúntes que se aventuraban a esas horas lo miraban con preocupación y curiosidad, pero nadie se atrevía a acercarse al joven desesperado que corría sin rumbo.

Lucian corría sin descanso, sus pasos resonando en las calles desiertas, mientras el aire frío y húmedo le cortaba la respiración. Sentía que sus piernas ya no le sostenían, y su aliento se volvía cada vez más entrecortado. Finalmente, cayó rendido al suelo, sus fuerzas agotadas. Se desplomó sobre los adoquines, jadeando y llorando, con las manos apretadas contra su pecho en un intento desesperado por calmar el dolor que lo consumía.

El eco de sus sollozos resonaba en la calle desierta, mientras la niebla se arremolinaba a su alrededor, envolviéndolo en un manto de melancolía y desolación. Lucian permanecía allí, solo, bajo la pálida luz de la luna, buscando recuperar el aliento y, quizás, encontrar un atisbo de consuelo en la fría oscuridad de la noche.

Un chirrido agudo, seguido de un suave golpe, llamó la atención de Lucian, quien volteó sobre su hombro de inmediato. Delante de él se erguía una gran casa de madera, vieja y evidentemente abandonada. La puerta principal se movía con el viento, golpeando rítmicamente contra la pared interior, produciendo un eco inquietante en la calle desierta.

La estructura, con su tejado inclinado y ventanas oscurecidas, parecía un espectro de tiempos mejores. Las sombras de la noche se arremolinaban alrededor de la casa, dándole una apariencia aún más siniestra. Lucian miró a su alrededor, intentando ubicarse, pero se dio cuenta de que estaba en un vecindario apartado. Las casas estaban demasiado separadas unas de otras, y apenas había iluminación en las calles, solo la luz intermitente de algunas farolas de gas, que creaban un ambiente lúgubre y desolado.

De repente, sintió la helada brisa nocturna que, hasta entonces, había ignorado debido a la adrenalina que corría por su cuerpo. Había salido de la academia con el traje que llevaba puesto, sin ningún abrigo para protegerse del frío habitual de las noches en la ciudad. Se abrazó a sí mismo, sus brazos temblando mientras se ponía de pie, decidido a intentar volver a casa.

Justo en ese momento, alzó la vista y, a lo lejos, divisó una silueta que se acercaba lentamente. La figura se movía con una calma inquietante, sus pasos resonando suavemente en la quietud de la noche. Lucian, con el corazón latiendo con fuerza, permaneció inmóvil, observando cómo la silueta se aproximaba cada vez más, su mente llenándose de preguntas y un creciente sentido de alarma.

Entonces la vio, era aquella chica hermosa que tantas veces había observado en el tren de regreso a casa desde la academia. Su piel pálida resplandecía a la luz de la luna, sus ojos color esmeralda parecían brillar con una intensidad hipnótica, y sus labios pintados de negro destacaban en el rostro angelical. Vestía un abrigo de algodón con interior de cordero sobre una blusa negra delgada, complementada por un corsé externo que realzaba su figura. Una falda corta del mismo color y unas mallas gruesas cubrían sus piernas del frío, acompañadas por unos botines negros que resonaban suavemente en los adoquines.

La chica le sonrió a Lucian con amabilidad, y él observó cómo sus labios se abrían para dejar paso a una voz dulce pero con un matiz grave.

—¿Te he visto antes, verdad?

Lucian supo que esta era su oportunidad de hablar con ella, y no la iba a desperdiciar a pesar de la situación.

—Sí, alguna vez recuerdo haberte visto en la lata de sardinas —respondió Lucian con una sonrisa tímida.

La chica se acercó más a Lucian hasta estar frente a frente. Lo tomó del rostro con suavidad y, con seriedad, le dijo:

—Has estado llorando. ¿Pasó algo malo? Puedes contarme —dijo la chica, tomando a Lucian de la mano y llevándolo al interior de la casa abandonada.

A Lucian le pareció sumamente extraño que la chica hiciera esto, pues no se conocían más que de unas miradas en el transporte público. Poco a poco, un sentimiento de inquietud comenzó a invadirlo mientras entraban en la casa oscura. La chica tomó asiento en las escaleras polvorientas y le hizo un gesto para que se sentara a su lado.

Lucian, un tanto nervioso, aceptó y se sentó junto a ella, observando el suelo tímidamente. Sin embargo, la chica tomó su rostro y lo giró hacia ella.

—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Adelaide —preguntó con una mirada penetrante.

—Lucian —respondió el chico, cautivado por la belleza de Adelaide.

Adelaide cerró los ojos y acercó sus labios a los de Lucian, comenzando a besarlo suavemente. Lucian no sabía qué hacer ni qué estaba pasando, pero no le disgustaba. Adelaide siempre le había parecido una chica hermosa, y estaba feliz de que su primer beso fuera con ella.

El beso de Adelaide era tan dulce como inesperado. Lucian sintió una mezcla de euforia y desconcierto, su corazón latiendo con fuerza mientras las sombras de la casa abandonada los envolvían. Los labios de Adelaide se movían con una delicadeza que contrastaba con el entorno sombrío, y en ese momento.

Adelaide tomó a Lucian de los hombros e inesperadamente comenzó a intensificar el beso, invadiendo la boca de Lucian con su lengua. Lucian se dejó llevar por la pasión del momento, pero esa sensación duró poco. Adelaide se separó lentamente del beso para comenzar a besar su mejilla, descendiendo hacia su cuello. Lucian sintió el roce de sus labios en la piel, una sensación nueva y excitante que pronto se transformó en algo mucho más oscuro.

La dulce caricia se convirtió rápidamente en miedo y dolor cuando sintió como Adelaide clavaba dos largos colmillos en su cuello, comenzando a succionar su sangre. Lucian gritó, el sonido de su desesperación resonando en la casa vacía. Intentó apartar a la chica con todas sus fuerzas, pero descubrió con horror que Adelaide poseía una fuerza sorprendente, sometiéndolo con facilidad y dejándolo indefenso.

"Debí saberlo," pensaba Lucian mientras el dolor lo consumía. "A mí nunca me ha pasado nada bueno. Toda mi vida ha sido así, siempre termina ocurriendo algo que me hace daño."

Mientras el dolor aumentaba, una sensación de debilidad y desesperanza se apoderó de él. Sentía cómo su energía se desvanecía, su visión se nublaba y su mente se llenaba de pensamientos sombríos. La figura de Adelaide, tan hermosa y seductora, se había transformado en su peor pesadilla. 

"Esta chica es una vampiro. De nuevo volví a confiarme de su apariencia y ahora moriré… tal vez siempre fue mi culpa por ser tan débil e ingenuo," pensaba Lucian mientras su mirada se fijaba en la pared frente a él, aceptando lo que le estaba ocurriendo y dejando de resistirse. "Si Dios me diera la oportunidad de reencarnar, o de repetir mi vida, me gustaría cambiar, y no ser yo mismo. Si algo he aprendido hasta ahora es que está mal ser quien soy," reflexionó el chico, sintiendo cómo Adelaide se apartaba de su cuello para tomar aire.

La chica tenía una sonrisa sádica que le dirigió a Lucian. Sin embargo, al ver la expresión de resignación y tristeza en el rostro del chico, algo se movió en su interior. Con una rápida mirada, la última expresión de Lucian le reveló la profundidad de su sufrimiento y lo triste que había sido su vida hasta ese momento. En ese instante, un sentimiento que ningún vampiro había experimentado jamás la llenó: culpa.

Adelaide se apartó de Lucian, y su cabeza comenzó a dar vueltas. Pedazos de recuerdos de su vida anterior empezaron a invadirla de repente, abrumándola. La confusión y el remordimiento se apoderaron de ella, obligándola a huir del lugar, dejando a un moribundo Lucian en la oscuridad de la casa abandonada.

Lucian, tendido en el suelo, sentía su vida escaparse lentamente. La frialdad de la casa y la oscuridad que lo envolvía se mezclaban con el dolor de la mordida, creando un escenario de pesadilla. Mientras la conciencia lo abandonaba, sus pensamientos se desvanecían en un último deseo de redención y cambio. La figura de Adelaide desaparecía en la distancia, llevándose consigo no solo su sangre, sino también un fragmento de su espíritu, dejando a Lucian en la penumbra de su destino incierto.

Lucian se encontró a sí mismo sumergido en un oscuro y frío abismo. Sentía que se hundía en una espesa oscuridad que se filtraba por su nariz y boca hacia sus pulmones, negándole el oxígeno. Entonces, una punzada en su corazón lo hizo parpadear, y en la distancia vio una gran luz brillante que se acercaba hacia él. De repente, Lucian dejó de sentir dolor; solo percibía una paz abrumadora mientras la luz lo envolvía. Con una fuerte bocanada de aire, despertó bruscamente, sentándose en la cama del hospital donde se encontraba.

—Lucian, Lucian, soy yo —dijo Catherine, tomando la mano de Lucian mientras él se recuperaba de haberse atragantado con su propia saliva—. ¡Doctora, ya despertó!

Lucian miró alrededor, confuso y desorientado, tratando de entender cómo había llegado allí. 

Lucian había sido encontrado por un vagabundo que buscaba refugiarse del frío en aquella casa abandonada. El viejo, aprovechando la oportunidad, robó el monedero de Lucian como pago por arrastrarlo hasta la calle, donde una pareja lo encontró y lo llevó de urgencia al hospital.

El hospital estaba tenuemente iluminado, las sombras de la noche se filtraban a través de las ventanas, mezclándose con la luz artificial. El ambiente estéril y el sonido constante de los monitores médicos contrastaban con la oscuridad de sus últimos recuerdos.

—¿Qué me pasó? —preguntó Lucian, su voz débil y rasposa.

—Te encontraron inconsciente. Estabas muy débil, pero ahora estás a salvo —respondió Catherine, apretando su mano con calidez.

—Parece que perdiste una gran cantidad de sangre, pero no tenías ninguna herida visible. Asumimos que la perdiste vomitándola. Hicimos algunos exámenes, pero resulta que tus órganos están intactos, así que aún no determinamos cómo perdiste la sangre —informó la doctora mientras revisaba su informe.

Lucian, confundido y recordando a Adelaide, se llevó la mano al cuello donde tenía un moretón, pero no había ninguna cicatriz que confirmara lo que recordaba. Era como si solo se hubiera golpeado en lugar de haber sido atacado por una vampira que bebió su sangre.

—¿Mi padre está aquí? —preguntó Lucian a Catherine.

—Está en la sala de al lado, recuperándose. Donó su sangre para hacerte una transfusión —respondió la doctora.

Lucian lucía incrédulo, no podía creer que su padre, quien él pensaba que lo odiaba, había accedido a donar su sangre para salvarle la vida. Buscó la confirmación en Catherine, quien asintió con una cálida sonrisa.

—Sí, Lucian. Tu padre está aquí y está preocupado por ti —dijo Catherine, suavemente.

El corazón de Lucian se llenó de una mezcla de emociones. El hombre al que había creído indiferente a su destino había hecho un sacrificio significativo para salvarlo. La frialdad y la distancia que siempre había sentido de su padre se tambalearon con esta nueva realidad.

Lucian fue dado de alta y, junto a su padre y Catherine, se dirigieron a su casa. Victor detuvo un taxi, una carroza de hojalata impulsada con engranajes a vapor, y los tres subieron, volviendo a la casa de los Blackthorn. El viaje fue silencioso. Lucian estaba cansado, así que se quedó dormido, recostado en el hombro de Catherine, quien acariciaba su cabello mientras Victor mantenía la vista fija en el exterior, sin decir una palabra.

Al llegar a la casa, Catherine se recostó en el sofá de la sala, mientras Lucian subía las escaleras para dirigirse a su cuarto. Sin embargo, antes de poner un pie en el primer escalón, sintió una gran mano sobre su hombro.

—Oye… perdón —dijo Victor, sin poder mirar a su hijo a los ojos.

—Está bien —respondió Lucian con la voz quebrada, apartando la mano de su padre de su hombro para continuar su camino a su habitación.

Victor, por su parte, se dirigió a su estudio, donde se encerró para beber hasta quedar inconsciente. La casa Blackthorn se sumió en un silencio pesado, lleno de emociones reprimidas y palabras no dichas.

Lucian se tumbó en su cama, mirando el techo de su habitación, mientras los recuerdos de aquella noche fatídica se arremolinaban en su mente. La tristeza y la confusión lo envolvían, pero también sentía una chispa de determinación naciendo dentro de él. Sabía que debía ser más fuerte, más astuto. El ataque de Adelaide no solo le había dejado una marca física, sino también una nueva perspectiva sobre la vida y sus propias debilidades.

Catherine, desde el salón, observaba la puerta del estudio de Victor con preocupación. Sabía que el hombre estaba lidiando con sus propios demonios, pero también comprendía que Lucian necesitaba a su padre más que nunca. Decidió darle espacio por ahora, confiando en que el tiempo les permitiría sanar las heridas abiertas.

Lucian despertó a mitad de la noche hambriento, pues no había comido nada en todo el día. Se sentó en su cama, sin ánimos de encontrarse con Catherine o su padre en la planta de abajo. Entonces recordó las bayas crepúsculo que Catherine le había regalado y que tanto le gustaban. Se dirigió al cajón de su escritorio donde había guardado la bolsa con las bayas, sacó un puñado y se llevó dos a la boca. Sin embargo, el sabor era horrible, como morder un limón extremadamente amargo. Las escupió de inmediato y las observó detenidamente. No parecían diferentes a cuando Catherine se las dio, seguían siendo redondas y jugosas.

—No lucen podridas, ¿qué les pasó? —se preguntó Lucian, llevándose otra a la boca. Pero la historia fue la misma; el horrible sabor lo obligó a escupir la fruta nuevamente.

Desconcertado, Lucian se quedó mirando las bayas en la palma de su mano. ¿Había cambiado algo en él? La experiencia con Adelaide volvió a su mente, la sensación de sus colmillos penetrando su cuello, el dolor punzante, y luego la paz abrumadora cuando había aceptado su destino. Quizás ese encuentro había dejado más que una marca invisible.

Se tumbó en la cama, mirando el techo de su habitación iluminado por la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventana. Su mente se llenaba de preguntas y dudas. ¿Qué le estaba ocurriendo? Decidió que tenía que averiguarlo, pero no sabía cómo. Barajó la idea de contarle a su padre sobre su encuentro con Adelaide, pero todo aquello pudo haber sido una alucinación. Después de todo, seguía vivo y sin ninguna marca que confirmara que eso hubiera ocurrido en realidad. Mientras pensaba, su mente se agotó rápidamente, obligándolo a sumergirse en un sueño profundo de nuevo.

A la mañana siguiente, unos ruidos en el primer piso de su casa despertaron a Lucian de su sueño. Aun entre bostezos, bajó las escaleras y encontró a varios miembros de la CCA reunidos con Victor, quien les enseñaba un mapa. Lucian se escondió rápidamente, quedándose lo suficientemente cerca para escuchar.

—¿Así que un pueblo de vampiros? —preguntó Carbajal, un cazador de alto rango.

—Sí, el obispo mandó el informe. Parece que están atacando la ciudad de Santa Cristina, que es la más cercana. Secuestran personas discretamente y nunca regresan —respondió Catherine.

—¿Entonces, cuáles son las órdenes? —preguntó Wilbur.

—Matar a esas asquerosas abominaciones. Como siempre, esa es la orden —respondió Victor, tomando su ballesta Dalniy y apoyándola sobre su hombro.

Todos los cazadores de la CCA salieron de la sala de reuniones, pasando por el pasillo frente a Lucian, quien se quedó quieto esperando a que pasaran su padre y Catherine. El primero en salir fue Victor, quien lo volteó a ver y, luego de dudar un momento, se acercó a él.

—Buenos días, hijo… Esta vez nos vamos un poco lejos. Parece que tendrás que cuidar la casa tú solo. Confío en ti —dijo Victor, dando una palmada en el hombro de Lucian antes de salir de la casa, algo que no hacía en mucho tiempo.

Luego salió Catherine, quien abrazó a Lucian con cariño.

—Cuídate mucho, enano. Cuando vuelva, te traeré más bayas crepúsculo —dijo la musculosa mujer con una sonrisa.

—Tú también cuídate mucho —dijo Lucian, devolviendo la sonrisa mientras se despedía de Catherine, quien se unió al convoy de la CCA.

Lucian se quedó en el umbral de la puerta, observando cómo se alejaban. La responsabilidad de la casa recaía ahora sobre sus hombros, pero más allá de eso, sentía un peso más profundo: la necesidad de entender qué le estaba ocurriendo y cómo podría enfrentarlo. La partida de su padre y Catherine le daba el espacio y el tiempo necesarios para comenzar su búsqueda de respuestas. 

El estómago de Lucian rugió, recordándole su necesidad de alimento. Cerró la puerta con seguro y se dirigió a la cocina, donde tomó una salchicha de la nevera. Al llevársela a la boca, la tuvo que escupir de inmediato. El sabor le parecía horroroso, agrio, como si estuviera en un estado avanzado de descomposición. Observó la salchicha; estaba en perfectas condiciones. 

Desconcertado, Lucian comenzó a sacar toda la comida de la nevera, probándola y escupiéndola inevitablemente debido al sabor insoportablemente agrio y amargo que poseían. Todo, excepto una sola cosa: su última esperanza fue un traste con pedazos de coco al fondo de la nevera. Desesperado, tomó los gajos de coco y se los llevó a la boca, esperando el mismo resultado desagradable. Pero esta vez fue distinto.

El coco no tenía sabor. No era algo sumamente agradable, pero era un avance. El coco sabía completamente insípido, pero la textura y el jugo que soltaba le permitieron a Lucian alimentarse por el momento. Mientras masticaba los pedazos de coco, su mente giraba en torno a lo que le estaba ocurriendo. No podía evitar la sensación de que algo en su cuerpo había cambiado profundamente.

Después de terminar el coco, Lucian se dirigió al espejo del baño. Se miró detenidamente, buscando algún signo físico que explicara su nueva aversión a la comida. Sus ojos, antes cansados, ahora parecían tener un brillo extraño, y su piel pálida parecía más translúcida bajo la luz. Se llevó una mano al cuello, al lugar donde Adelaide lo había mordido. Aunque no había ninguna marca visible, el recuerdo de los colmillos perforando su piel estaba fresco en su mente.

—¿Qué me has hecho, Adelaide? —murmuró, susurrando al reflejo en el espejo.

El reloj en la pared marcaba el tiempo mientras la ciudad de Nueva Luella despertaba a un nuevo día. Lucian sabía que debía encontrar respuestas, y pronto. No podía quedarse esperando a que su padre y Catherine regresaran. Necesitaba saber qué le estaba ocurriendo y cómo enfrentarlo.

Determinado, Lucian se vistió y salió de la casa, decidido a buscar pistas sobre lo que le había pasado. Sabía que encontrar a Adelaide sería clave para entender su transformación.