Los días previos al encuentro, los mensajes entre ambos llegaban por minuto, pese a las ocupaciones de ambos, no pasaban mucho tiempo sin mandarse mensajes. Lo que había comenzado con una ansiedad notable, avanzaba a gran velocidad como si los días de su relación estuvieran contados. Para Sara, todo era normal, parecía estar acostumbrada a ese amor absorbente con el que comenzaban a definir su romance. Siendo hija de dos padres trabajadores, pasó gran parte de su infancia jugando sola con una pila enorme de juguetes con los que sus padres lograban acallar sus conciencias. Gran parte de sus recuerdos de la niñez eran una copia del anterior, algo que lejos de aburrir a Josué, despertaba en él más entusiasmo e interés. Algo característico de los hombres, es esa necesidad primigenia de sentirse atraídos por damiselas en apuros. Sin embargo, Sara no encajaba en este concepto, desde sus primeras conversaciones habló de una vida solitaria pero llena de comodidades. Había crecido en un edificio ochentero en la Avenida Alfredo Benavides a la altura del desarrollado distrito de Miraflores, donde las tardes transcurrían en la tranquilidad de la opulencia.
Esa tarde, Lima había amanecido con sus cielos despejados, hacía frío como cualquier invierno, pero en esta ocasión el sol entibiaba la piel de sus habitantes; quienes se quitaban y ponían sus abrigos a cada rato. Josué se sentía nervioso, estuvo inmovil escuchando música quizá unos treinta minutos para calmar sus nervios —para ser precisos—, lo que duró su viaje desde Magdalena del Mar hasta el malecón de Chorrillos. Las manos le sudaban. Cuando se limpiaba la nariz, podía sentir el olor a mantequilla que le había dejado la arepa que se había comido antes de salir a su cita. Era evidente que ese pequeño detalle le generaba incomodidad —ciertamente detestaba oler a comida, en especial, porque le recordaba a su trabajo como cocinero; lo hacía sentir poco presentable—, pero al final se puso a pensar en sus puntos fuertes y fue olvidándose de esos pequeños detalles. Tenía una personalidad un poco obsesiva.
Se bajó en la parada del Tambo a una cuadra del malecón, donde lo dejaba la combi. Camino por las desmedradas aceras de Chorrillos leyendo las calcomanías que pegaban en el suelo: «Retraso menstrual», leyó. Luego levantó la mirada y reconoció a Sara apenas la vio. Alta, cabello negro y piel palida, solo que no tenía el cuerpo que mostraba en Clup, en la vida real le sobraban unos cuantos kilos y no existia esa cintura perfecta que presumía. A Josué no le pudo importar menos. Se fue acercando con sigilo, esperando sorprenderla por la espalda, una tarea que no se le hacía difícil, la mujer estaba embelesada contando los peñeros en el muelle de Chorrillos. Josué llegó a acercarse tanto que pudo sentir como su cabello le acarició el rostro en uno de los vaivenes del viento.
—¡Te atrape! —exclamó.
Sara volteo asustada, pero el asombro duró poco, su rostro transmutó en una enorme sonrisa de dientes afilados. Sus ojos negros se achinaron debajo de los gruesos lentes de vinilo negros.
—Pensé que ibas a ser más tímido.
—Lo soy, solo que contigo me siento en confianza.
Una frase cargada de sinceridad, y es que entre tantos mensajes intercambiados, ya existía una confianza amplia entre ambos. No había espacio para sentir miedo al rechazo porque existía un interés mutuo que estaba a la altura del otro, la compatibilidad de ambos había sido un resultado matemático producto de una inteligencia artificial capaz de comprender la mente humana, conociendo más la mente de sus usuarios que ellos mismos. Clup funcionaba, lo sabían ambos cuando dejaban de existir barreras sociales que en un pasado hubiesen sido una traba para tener una cita. En el caso de Josué, era la primera vez que se sentía con la misma confianza que sentía con Sebastián —su mejor amigo—, o incluso con Naori.
—Entonces qué vamos a hacer —preguntó Sara.
Josué habría sabido qué responder a eso, pero volver a repetir que estaban allí para ver el atardecer lo iban a dejar muy mal parado. Pensó en el dinero que le había prestado Piero, pero no iba a cambiar los planes con tanta facilidad. Al final, Sara se le adelantó.
— Tengo un plan. Vamos a comprar comida y podemos ir al primer mirador de la Herradura a mirar la puesta de sol.
—Me encanta esa idea.
Sara sacó unas llaves de su bolsillo y abrió las puertas de un carro que estaba aparcado detrás de ellos. Un Toyota Agya 2020, color rojo sin ningún rayón en la pintura. Cuando Josué abrió la puerta, sintió el característico olor a cuero de un carro nuevo, sintió esa sensación de comodidad, seguridad y estabilidad económica recorriendo desde su olfato hasta su cerebro más primitivo. Supo que Sara tenía dinero.
—Voy a comprar unas pizzas en Little Caesars. —dijo— Las pediré con el borde de queso y unos palitos para mojar.
—Yo invito —se ofreció Josué.
—No hace falta.
Sintió pena por dentro, pero lo entendía bien, en esa relación había una figura que tenía mayor poder y esa era Sara. Ella sabía que al salir con su saliente, tendría que pagar muchas cosas para no dejarlo sin comer.
—También voy a pedir una Inka Cola.
La mujer seguía hablando de todo lo que quería comprar, hasta un punto que era obsesivo. Estuvo en eso hasta que encontró donde aparcar frente al restaurante. Un dato no menor, es que la cadena de comida rápida quedaba a dos cuadras del malecón.
Ambos bajaron e hicieron la fila. Cuando Sara se acercó al mostrador, pidió tres pizzas, dos bolsas de palitos de mozzarella, tres salsas para dipear y dos Inka Colas. Si, Little Caesars es una cadena económica, Sara llegó a hacer un pedido tan caro como el de un restaurante promedio. La cantidad de comida era excesiva, pero era su dinero, no había nada que objetar.
—¿Comes poco? —le preguntó a Josué.
—No, como bastante. —mintió.
—Bueno, ordene una pizza y media para cada uno. Si te quedas con hambre puedes llenarte con los palitos de mozzarella. Mi papá y yo siempre pedimos lo mismo cuando pasamos por aquí.
Cuando todo estuvo dispuesto, partieron hacia el primer mirador de la Herradura, desde donde se podía mirar el elitista Club Regatas. Ahí se sentaron en uno de los muros que separaba el mirador del abismo. Un grupo de niños jugaba en unos inflables que flotaban al lado de un yate dentro del área marítima del club. Sus risas resonaban en la distancia. Sara no comenzó a comer sin prestarle mucha atención al paisaje, comía con rapidez y se iba manchando las comisuras de los labios de salsa roja. Iba devorando la pizza a una velocidad ansiosa, en un inicio, esto le pareció poco atractivo a Josué, la forma en la masticaba y terminaba un bocado para de inmediato tomar otro era hasta cierto punto repulsivo. Luego recordaba el olor del cuero y del aire acondicionado recién encendido de su carro, prefería quedarse con esa imagen. «Ella puede comer así, pero no deja de ser hermosa y sobre todo rica», pensaba.
—¿Qué pasa? —preguntó Sara con la boca llena— ¿No tienes hambre?
—Estoy disfrutando el paisaje.
—Puedes comer y disfrutar el paisaje.
Josué soltó una carcajada. Sara lo veía con sus ojos achinados y sus dientes afilados.
—Tienes razón, voy a comer un poco más despacio.
Sentados como dos gatos al borde del abismo, contemplaban la puesta de sol al sonido de las olas reventando contra las piedras del barranco. Hubo un contacto visual prolongado entre ambos, parecía como si sus deseos se hubieran sincronizado y ambos deseaban un beso. Josué pensó que era muy pronto para eso, prefirió voltear su rostro al mar, las aguas comenzaban a palidecer ante los últimos rayos de sol del día. El cielo parecía una acuarela de colores vivos.
—¿Puedo recostarme? —preguntó Sara.
—Claro, no hay ningún problema.
La chica se abrazó a su pecho como si buscara escuchar sus latidos.
—¿Por qué no me besaste hace un rato?
Josué no sabía qué responder, no quería confesar que le parecía que iban avanzando muy rápido, pero como siempre, Sara picó adelante.
—Se lo que piensas…
—¿Qué cosa?
—Crees que vamos muy rápido.
Contra la espada y la pared, Josué terminó por darle rienda suelta a sus pensamientos más sinceros.
—Si, es eso. Además, me da miedo que te termines aburriendo de mí.
Los ojos de negros soltaron un brillo de deseo, como si una llama se hubiese encendido en su interior, veía a Josué como un pequeño roedor que había mordido el queso de una trampa. Detrás de toda esa ansiedad, la mujer tenía mucho más miedo al abandono en la relación, se notaba en el sobre esfuerzo con el que intentaba engatusar a Josué, no habían pasado más de dos horas desde que habían salido por primera vez y ya se asomaba el deseo de un beso. Es ahí, en la vulnerabilidad, donde se asoma el poder, eso era lo que buscaban ambos… pero en esa fórmula, solo uno puede tener poder sobre el otro.
—Me aburriré si no me besas ahora…
El ambiente se puso denso, el aire pesaba al entrar por las fosas nasales de Josué, parecía como si arrastrara todo el salitre del mar hasta sus pulmones. El la deseaba, quería ese beso, lo había soñado durante muchas noches los dos últimos años, pero se sentía presionado. Al otro lado, Sara, mirándolo como quien espera recibir el pago de una deuda. Josué se fue inclinando poco a poco, hasta sentir sus labios cálidos friccionando contra los suyos, eran dos labios secos y con sabor a pizza pero sintió el deseo recorriendo todo su cuerpo hasta desencadenar en una erección. Luego los besos continuaron, se hicieron cada vez más apasionados, pero en ocasiones sentía que Sara abría la boca demasiado haciendo del beso una situación desconocida. Lo que comenzó siendo placentero comenzaba a sentirse extraño. Ambos se atraían pero Josué se estaba comenzando a asfixiar. Se separaron.
—Creo que es tarde —sugirió Josué.
—No pasa nada, tengo carro.
—No es eso, es que tengo que lavar mi uniforme para mañana —mintió.
Sara no se veía feliz con la respuesta. Luego comenzó a sonreír, sus enormes y filosos dientes brillaban entre la noche, parecían perlas en el fondo de la zona abisal; hermosos pero rodeados de un aura desconocida que generaba inquietud.
—Vamos, te llevo.
Josué se levantó, recogió toda la basura, se percató de lo mucho que habían comido durante la tarde; le costaba respirar de lo lleno que estaba.
—Por cierto, Jota. El domingo voy a volar a Buenos Aires con mi familia, debo ir a llevarle cosas a mi familia que vive allá, llevaré dos maletas enormes por lo que no podré responderte tanto.
Esa respuesta calmó a Josué más de lo que pudo haberle inquietado.
—¿Y cuando regresas?
—En una semana.
Aquellas palabras cambiaron todo el ambiente, lo que hace unos minutos había generado incomodidad en Josué, ahora parecía como si estuviera a punto de perderlo, recordó los sentimientos que le produjo despedirse de su última novia en Maiquetía. Las manos frías de quién convivió con él en su cuchitril en Vargas y sus ojos llenos de lágrimas como nunca pensó verla. Se arrepintió de no haber besado más a Sara.
Josué estaba sentado en los cómodos asientos de cuero del carro, se sentía como cuando de niño su madre lo llevaba a la escuela, la escena era parecido tanto en estética como en lo que representaban las dos figuras de la pareja; una mujer muy alta de brazos un poco gordos que usaba lentes para poder ver, y un hombre pequeño —no mide más de un metro sesenta y nueve— con ropa ancha y cara de niño regañado. En aspecto, Josué era un tanto lamentable, media poco, no tenía un cuello muy largo y había perdido toda la forma de su cuerpo. Lo peor, era esa barba que poco le quedaba con su cara de niño, era como si no correspondiera en el rostro. Cansado del silencio, comenzó a hablar.
—¿Viajas a menudo?
—Siempre, mi familia en Buenos Aires necesita que les lleve productos de aquí por culpa de la economía que tienen allá. Ya sabes, la inflación se está comiendo al país.
—Yo sé mucho sobre la inflación….
—Claro, eres venezolano. —lo interrumpió antes de que pudiera terminar su frase.
Ambos rieron.
—Escucha Jota, mientras tú me seas fiel todo va a estar bien.
—¿A qué viene eso?
—Ya sabes, estaré una semana afuera y puedes comenzar a creer que estás soltero.
Josué tuvo sentimientos encontrados cuando escuchó que Sara ya daba por sentado que ambos tenían una relación, pero se sentía tan solo que prefirió seguirle el juego.
—Te seré fiel.
Fue todo lo que pudo decir, no había encontrado palabras más sinceras, solo asintió y en menos de una cita, él era un perro faldero y ella era su dueña. Así comenzó su relación, entre situaciones incómodas, sentimientos encontrados, ansiedad, poder y miedo al abandono. ¿Qué podría salir mal? Para Josué, quién había soñado con tener a alguien a su lado durante dos años, nada podría salir mal.
A unos minutos de las ocho de la noche, estaban frente al apartamento de Josué en Magdalena del Mar, esa noche el cielo estaba despejado. Bajó del vehículo y se acercó a la ventana de Sara para despedirla con un beso, volvió a sentir como se lo iba comiendo entre besos que parecían bocados. Luego para terminar de enterrar el romanticismo señaló un restaurante que quedaba en su calle, lo miraba con el ceño fruncido, como si le costara ver de lejos.
—¿Ves ese local?
—Si, todos los días lo veo.
—Bueno, ahí venden las mejores hamburguesas, se llama El Asadero Feliz.
Volvieron a besarse.
—Pórtate bien mientras esté fuera de la ciudad, no quiero tener problemas contigo.
Josué sonrió con las fauces tensionadas.
Sara se perdió calle arriba en dirección a la Av. Brasil.
Al llegar al apartamento se encontró con Piero en la sala, estaba en ropa interior como de costumbre, era su uniforme de Playboy citadino, una copia perfectamente confeccionada para parecer real de unos calzoncillos Versace. Cuando vio a Josué, la cara se le transformó en una enérgica mueca de felicidad, se le marcaban las venas en la frente. Se levantó de golpe de sillón y se abalanzó con sus enormes brazos para estrechar la mano de su compañero con violencia. Era una enorme figura llena de músculos similar a un croissant aplastando la mano de su amigo que en términos de comida, parecía un espárrago.
—¿Al final la llevaste a Larcomar? —exclamó— ¿Te la cachaste?
Josue lo miraba con una sonrisa incómoda, pero se le notaba que estaba feliz esa noche.
—No…
—¿No te la cachaste?
—Espera.
Piero soltó la mano de su amigo y se devolvió como un perro a acomodarse en el sofá para escuchar la historia.
—Tengo una mejor noticia…
—Ah sí, ¿cuál?
—Ya somos novios.
La cara de Piero se escurrió como un trapeador mojado.
—¿Me estás jodiendo?
—No, es en serio…
—Güebón, no piensas que estás volando en esa relación, no se tú, pero me da mala espina que todo vaya a tanta velocidad entre ustedes.
—¿Qué puede salir mal? No creo que terminemos.
—Ese es el mejor escenario, el problema es que quizás estás saliendo con una mujer con algún trastorno o una acosadora. Ya sabes, esas personas que quieren controlarte.
—Pues es hermosa, yo la dejaría hacer lo que quiera.
—No lo sé, la conociste con una aplicación, no tienen más de cuatro días hablando y ya tienen una relación.
Josué le sonrió antes de soltar una última frase e irse a la cama.
—Te parece raro que seamos novios pero no que tengamos sexo en la primera cita. Eres un pendejo.
Ambos se rieron. Josué se fue a su cuarto pero alcanzó a escuchar las últimas palabras de Piero.
—Cada cabeza es un mundo, cuidado en dónde te estás metiendo…
La puerta se cerró.