—¿Otra vez? —dijo la jefa de Josué— Está es la tercera vez que te pido que guardes el celular.
Sin importar el tiempo que pasaba con Sara, los mensajes eran recurrentes y tan intensos como el primer día, un hábito que me generó mucha necesidad dentro del trabajo.
—Perdón. Tengo un familiar enfermo. —mintió.
—¡Por favor! —la mujer alzó la voz como nunca antes lo había hecho, toda su vida fue una persona muy noble que evitaba los problemas— ¡me haz dicho esto tantas veces que me cuesta seguir creyendo en ti…
Cuando intentó defenderse, ya era muy tarde, su jefa había salido por el mismo lugar por donde entró dejándolo solo en la cocina a solas, el uniforme parecía sobresaturado bajo las luces blancas de la cocina, como una mancha en medio de todas las estructuras de acero inoxidable, se convirtió en un retrato viviente de la soledad. La incomodidad se podía notar en su postura, estaba inmóvil, siguiendo las líneas que iba dejando con una cuchara de madera en la salsa de pasta; parecía como si estuviera pensando más de la cuenta, quizás por ansiedad. Supo camuflar sus sentimientos durante el resto de la jornada laboral, aunque su rendimiento no era el mismo desde hace meses, se cansaba de estar parado, no podía estar mucho tiempo sin ir al baño —pedía permiso cada que sentía que su celular vibraba—, y la situación amistosa que existía entre colegas estaba desgastada. Algo que no era capaz de ver por todo el ruido que rondaba en su cabeza: baja autoestima, poca energía física y mucho ardor en sus ojos producto de las horas que pasaba en vela jugando videojuegos.
—Josué —dijo Mathiew con dificultad, dejando entrever lo que era obvio— Hoy te puedes ir más temprano.
Hubo un silencio, como si estuviera buscando en su mente las palabras adecuadas, luego prosiguió.
—Hemos conseguido a un reemplazo. —trago saliva— Puedes traer el uniforme cualquier día de la semana.
—¿Estoy despedido? ¿Eso es lo que no puedes decirme?
—Después de tantos meses es difícil tener que hacer esto.
—Créeme, entiendo los motivos…
Inmerso en el sonido del agua chocando contra el friegaplatos, tuvo el momento que en mucho tiempo había estado esperando para reventar todo lo que realmente sentía por dentro. Iba a desahogarse como hacía mucho no lo hacía, se había quedado tan solo con el pasar de los meses que no tenía a nadie con quién decir todo lo que pensaba, en especial conviviendo con el origen de muchos de sus problemas y sin tener nadie más que lo escuche.
—Se que no soy la misma persona, creo que en estos meses me he perdido a mi mismo y estoy avergonzado. —su voz se rompió, miro a otro lado, luego prosiguió— Este lugar es mi único escape y no quiero perderlo.
Mathiew quiso dejar todo a un lado y ayudarlo, pero no podía, era tarde.
—Desearía poder evitarlo, pero hemos conseguido a alguien, no pudimos decírtelo antes porque a nosotros también nos duele.
—¿Sebastián se fue? —preguntó.
—Sabes que sí…
Las palabras indicadas, llegan tarde en ocasiones, esta era una de ellas. Pensó en cuánto se hubiese ahorrado si hubiese podido tener este momento de sinceridad antes.
—Dile que lo siento, que lamento como terminó nuestra amistad y que sigue siendo mi mejor amigo.
Mathiew le dio una palmada en la espalda.
—Créeme, él te sigue queriendo mucho y sufre tanto como tu. Nunca es tarde para enderezar el rumbo.
Salió de la cocina.
El nuevo cocinero entró por la puerta, un chico de su edad, joven, enérgico; desprende un aura distinta en el recinto blanquecino y metálico, recordó el momento en el que comenzó en La Cabaña Escondida, se vio reflejado en su rostro como si se tratase de un espejo que lo condujo al pasado, volvió a compararse con quién solía ser y pudo darse cuenta de todo el daño que se había hecho.
—Te deseo mucho éxito. Se que lo hará bien, este lugar está lleno de personas increíbles. —dijo antes de marcharse.
Clup había demostrado que compatibilidad no es sinónimo de éxito en una relación, Sara y Josué eran el mejor ejemplo, ambos eran compatibles debido a sus carencias y necesidades afectivas, lo que los hacía depender el uno del otro asegurando que la relación perdurará en el tiempo. A ciencia cierta, era difícil medir el amor entre ellos cuando la relación se sustentaba en un solo pilar: el miedo al abandono. La distancia que existía entre amar y poseer era incalculable, la línea se dibujaba difusa, ambos decían amarse —cuando la dopamina escalaba a niveles más elevados— pero luego el trato que había entre ellos mostraba otra realidad; Josué se había convertido en un vividor muy desagradecido que ya vergüenza de ir de la mano con Sara cuando salían a la calle; y luego teníamos el otro polo de la relación, Sara, quién comenzaba a aguantar menos sus bromas o necedades. Esos eran pequeños bosquejos de una relación tóxica que cada mes que pasaba iba haciendo metástasis y evolucionando en situaciones peores; el despido fue la más notable, La Cabaña Escondida fue su único escape por mucho tiempo, ahora que lo habían despedido, se borro el último vestigio de quién fue Josué en el pasado. Lo único para lo que sirvió ese punto de inflexión, fue para darse cuenta de lo mal que iba su vida.
Luego de este incidente, las cosas cambiaron radicalmente en su mente, comenzaba a cuestionarse cada decisión que había tomado y pensaba en una manera de recobrar su vida, solo que ya no era tan sencillo. Al perder su empleo, también perdió su libertad económica, si en un pasado dependía de Sara en el plano emocional, ahora lo hacía en el económico, se había puesto una soga al cuello sin darse cuenta. El problema más grave empezó al mes, tenía muy poco dinero en la cartera, las salidas con Sara, aunque eran pagadas por ella, eran tan frecuentes que en ocasiones le tocaba pagar a él para retribuir lo que recibía, solo que ahora no iba a poder reingresar a su cuenta. Josué no era un niño, tenía mentalidad de adulto, ese mes pese a las dificultades, guardó el dinero de su alquiler y se abrazó al escenario de que podía conseguir un empleo con facilidad: «OFERTA DE TRABAJO EN CHIFA DE VIÑEDOS», «SE SOLICITA CHIFERO PARA PRONTA INCORPORACIÓN EN SAN JUAN DE LURIGANCHO», «PERSONAL DE LIMPIEZA EN HOSTAL EN SAN JUAN DE MIRAFLORES», iba leyendo.
—Mierda. Todo queda tan lejos. —dijo para sí mismo.
Siguió revisando las ofertas mientras bebía café en la sala del apartamento de Sara, ahora que no tenía para hacer mercado, dependía más que nunca de su novia. Aún seguía en pijama y con legañas en los ojos. Eran las 4:00p.m, la vida en Lima transcurría frente a él en una pasividad envidiable: un joven en bicicleta se desplazaba por la avenida como un bólido, un hombre caminaba con su hija del brazo y el tráfico no era caótico como de costumbre, se movía como un velero impulsado por las mansas aguas de un día de verano. Sintió envidia. Luego se levantó de la mesa, la casa estaba sola y Sara no vendría hasta dentro de una hora, estaba en el local de sus padres en el Cercado de Lima, pensó en que tardaría mucho en llegar lo que en el fondo lo hacía feliz. Desde que su rutina se redujo a pasar tiempo en el apartamento, solo veía series, comía frituras y se sentaba en la mesa del comedor frente al ventanal a mirar la vida de los demás. Esa tarde, luego de buscar empleo sin éxito, sintió que su mundo estaba a punto de derrumbarse, el dinero que tenía para su alquiler era lo último que le quedaba y nada más que eso; ese era su pie fuera de la jaula.
Al llegar la hora de la cena, despertó, se había quedado dormido en el sofá de la sala, ahora las luces de los edificios lo miraban como pequeños ojos en la oscuridad de una cueva. Sara no había llegado, seguía sintiéndose mal, las preocupaciones lo consumían. Se levantó al baño —uno muy lujoso, como el de un palacio— y se quedó mirándose al espejo. Hacía muecas exageradas, en el costado de una enorme sonrisa casi inhumana se le marcaban nuevas arrugas; luego comenzó a apretar su papada con las manos como si quisiera exprimir la grasa y volver a donde empezó todo. La inconformidad era cada vez más insoportable, pero miró el lugar, tan caro y perfecto, parecía como si todo lo que solo lo hubiese conseguido, y sin embargo, lo había perdido todo en ese proceso.
—¡Jota, ya llegué! —saludó Sara como si llamara a un perro faldero a saludarla— Te traje unas hamburguesas.
No sintió emoción, pero intentó ser agradecido y fue a saludarla con una abrazo, uno que duró más de lo normal como con eso fueran a cambiar las cosas. Sentía seguridad al abrazar a Sara, pero no esa sensación que sientes en los brazos de una madre, era la de un náufrago que solo cuenta con una balsa.
—¿Y ese amor tan repentino? —preguntó la mujer.
—No me siento bien…
La cara de Sara cambió, no era un rostro amable.
—A ver, cuéntame. —paso al comedor a servir toda la comida chatarra que había comprado.
Josué comenzó a comer, más por ansiedad que por placer, algo que era el pan de cada día de la pareja.
—¿No me vas a decir?
Tragó un bocado, bebió un sorbo de su Inka Kola y soltó una pregunta como respuesta.
—¿No has pensado en que podríamos empezar a tener una vida más sana?
—Si, claro, siempre… pero no es tan fácil como solo quererlo.
—Ya, pero piénsalo, podríamos dejar de comer tanta mierda y comenzar a tener mejores hábitos. Quizás en un mes comencemos a estar mejor.
—Yo estoy bien, tú ni sé diga, estás muy guapo.
—No. —respondió con efusividad— Estoy irreconocible, me canso hasta de caminar por el apartamento, siento pena…
—Sientes pena por mí, eso es lo que pasa, quieres que sea una chica más atractiva o ya no me ves así…
—No empieces… —suspiró— No es eso, solo que podríamos estar mejor ambos.
—Entonces deja de comer todo lo que te comes, mira eso. —señaló dos bolsas de frituras en el suelo de la sala.
—Ya lo sé, quiero dejar de comer esa porquería.
Sara tenía la misma mirada de la noche que hablaron sobre sus padres: oscura y de dimensiones infinitas dejando entrever su gran vacío interno. La mujer pensaba que estaba comenzando a perder el control sobre su novio, así que decidió volver al rostro de la entrada, ese que en algún momento lo enamoró genuinamente.
—Vamos a cambiar.
—¿En serio? —una chispa de emoción se encendió en su corazón— Te amo.
Se levantó de la mesa a abrazarla.
—Si, pero vente a vivir conmigo…
Pegado a su cuerpo, tenía la cabeza mirando a la nada mientras buscaba las palabras correctas para responder a eso. Había vuelto otra vez a la misma persona que se cuestionaba, se disipó toda la emotividad para dar cabida a un pensamiento más racional.
—No puedo.
—¿Por qué? Solo vas a tu casa a cambiarte, además, perdiste tu empleo y no has conseguido otro.
«Mierda, es verdad», pensó.
—No puedo dejar a Piero. —mintió.
—¿Tú amigo el mujeriego? Ese que se la pasa de chica en chica. Debe tener sida.
Josué se enfureció y se separó de ella.
—No lo llames así.
—¿Así como? Sidoso, es un sidoso.
Josué no quiso caer en su juego, la conocía tan bien que no iba a entrar en esa diatriba de nunca acabar.
—Mira Jota, no tienes dinero, aquí tienes un techo muy bien ubicado, no te falta comida y mucho menos ropa. ¿Qué quieres? Dinero, yo te lo puedo dar, pero no si sigues siendo mi concubino viviendo en otra casa.
—Es que es mi casa, vivo ahí desde hace años y no quiero dejarla.
—No es que quieras, Jota, es que no tienes dinero y no vas a poder pagar un mes más de alquiler.
Sara tenía un buen punto.
—Podrías prestarme y te lo devolveré.
—No, Jota. —lo interrumpió.
—Pero si me acabas de ofrecer dinero.
—¡No seas conchudo! —exclamó— Es sólo para que te vengas a vivir conmigo.
Josué terminó por aceptar, tenía los dos pies dentro de la jaula. Esa noche acabó con él despierto mirando a la nada. Se aferró a lo único positivo, que quizás ahora ambos iban a cambiar.
La mudanza comenzó a la semana, cuando quedaba poco para pagar el alquiler, algo que tomó muy mal a Piero quién ahora estaba muy molesto con él. En especial porque no tuvo la decencia de ir a decírselo personalmente, solo le mando un mensaje. Ese conflicto estaba a punto de llegar a su punto más álgido cuando Piero apareció en pleno proceso de mudanza.
—¡Josué! —gritó desde la otra acera— Tenemos que hablar, Josué.
Asustado por el tono, pensó que ese día le iban a partir la cara, pero estaba entre la espada y la pared. Tuvo que afrontar el problema.
—¡Eres un desagradecido! —gritó mientras esperaba parado en la isla en la mitad de la calle— ¡Pudiste haberme avisado!
—Perdóname, Piero. Es que soy un imbécil. —trato de calmarlo.
Cuando lo tuvo enfrente la actitud del hombre cambió, Piero estaba ahí con sus shorts de Versace y sus Nike TN de imitación, venía del gimnasio y apestaba a axila, sintió el olor cuando su amigo en vez de golpearlo lo abrazó.
—No estoy molesto, solo decepcionado.
Josué no pudo aguantarse, sin que pudiera ser consciente empezó a llorar.
—Hermano, no puedes solo irte sin siquiera decirme para que pueda resolver.
Entre sollozos, Josué respondió.
—No tuve opción, no tuve opción, no sabes lo mal que la estoy pasando.
—¿Es esa perra de Sara? Te dije que la mandaras a la concha de su madre.
—No tengo dinero, me despidieron, perdí a Sebastián, luego perdí mi casa y ahora a ti.
—No, no digas eso.
El llanto se intensificó, en el fondo, Josué sentía que en cada alma la pesadez de su alma iba siendo más ligera de llevar. Pero era tan tarde, como siempre, otra vez llegaba tarde. Lo que lo llevó a tocar fondo fue la frase que soltó Piero cuando aún lo tenía agarrado por el brazo.
—Hermano, me hubieses pedido prestado o te hubieses quedado un mes más. No tenías que irte, ¿Que te costaba hablar?
—Estás loco, no iba a pedirte eso.
—Igual voy a pagar este mes solo, no iba a cambiar en nada, pero prefería eso antes de que te fuera con esa perra de mierda.
Piero lo soltó del brazo.
—Ven, vamos a hablar, estos tipos se van a encargar igual de tu mudanza.
Ambos se sentaron en una acera como en la tarde en el Parque António Raimondi.
—Escúchame Josué, esto no es sano, mírate, estás tan cambiado.
—Lo sé, lidio con eso todos los días… —comenzó a llorar de nuevo— Estaba tan ciego… no pude verlo cuando pude…
—Ya, pero nunca es tarde, esta es tu casa y puedes regresar cuando quieras. Sabes que no conseguiré un compañero de piso con facilidad, eso me tomará meses.
Josué metió su cabeza entre sus piernas, lloraba como nunca lo había hecho antes en su vida. Su necesidad de amor, el miedo al abandono y su imposibilidad de estar solo le habían costado su propia identidad.
—Jefe, vamos para que nos diga dónde queda su casa. —interrumpió el señor de la mudanza.
Supo que todo había terminado para él. Se despidió de su único amigo en el mundo, uno con el que deseó haber salido más y al que no fue capaz de valorar a tiempo. Ambos se despidieron en un último abrazo, Piero se fue empequeñeciendo a medida que iban alejándose del apartamento. Se quedó parado frente al edificio como un perro sin amo, viendo como su compañero de piso —que ahora era un amigo entrañable— sellaba su amargo destino.