La Cabaña Escondida había cerrado, tanto Sebastián como Josué comían en el silencio del local cerrado al público, estaban sudados y hediondos a especias. Cuando el restaurante cerraba, lo primero que hacía la jefa era servir los almuerzos, mientras se dedicaba con su hijo a ordenar las cuentas del día. Sebastián era un camarero que poco se ensuciaba, un contraste muy adverso con Josué que salía cada día con la ropa mojada de lavar enormes ollas. Habían pasado unos dos días desde aquella extraña cita, pero en el restaurante ese era el tema más cotilleado entre colegas.
—¿No te cansas de hablar del mismo tema? —preguntó Mathiew, el hijo de la dueña— Llevas todo el día hablando de Sara.
—Déjalo, está enamorado. —Intervino Sebastián.
Se volvió para mirar a Josué mientras despegaba la mirada de su plato para atender a sus compañeros.
—Claro, ustedes no lo entienden porque no están enamorados como yo.
Mathiew se reía entre dientes.
—¿A dónde dejas a Naori? —respondió Sebastián— Yo amo a mi novia.
—Lo mío es más fuerte. —bromeó Josué.
Ambos hombres se miraron pero prefirieron no decir nada al respecto, al igual que un adicto a la marihuana, Josué no podía pensar mal de su nueva adicción; sentía cierta molestia cuando le cuestionaban la velocidad con la que habían empezado, ya no solo era Piero si no todo su entorno laboral. Los chicos prefirieron cambiar de tema antes de entrar en un debate con quién no está dispuesto a aceptar una derrota.
—Vamos a ir a Arenales esta tarde y luego hay una fiesta en Sagitario.
—No puedo esta tarde. —se adelantó Mathiew— Iré a comprar los insumos de mañana.
Sebastián miró a Josué.
—¿No pensarás quedarte en casa?
—No tengo muchas ganas de salir esta noche, tampoco tengo ganas de ir a Arenales.
En los seis meses que llevaba Josué trabajando en La Cabaña Escondida, esta era la primera vez que se negaba a ir a su lugar favorito en Lima, Arenales; un centro comercial de tres pisos llenos de tiendas de anime, figuras de colección, cartas coleccionables, manga y muchas propuestas poco convencionales, era un epicentro para toda la cultura otaku, kpoper, geek y todos esas etiquetas que son apedreadas por la sociedad. Esto impresionó especialmente a Mathiew, que hizo una mueca de asombro como si su amigo hubiese despertado convertido en un insecto gigante; luego se retiró por donde entró para seguir contando billetes.
Sebastián fue el primero en irse del local, luego le siguieron Mathiew y su madre, al final solo quedaba Josué en la cocina. Empezó con sus últimas tareas del día para marcharse cuanto antes. Metió su mano en un enorme caldero y comenzó a limpiar los residuos de comida mientras maldecía una y otra vez su trabajo.
La tarde comenzaba a asomar cabeza a través del patio del restaurante, donde la vegetación perdía su contraste a medida que se iba nublando el paisaje. Al fondo de una centena de mesas vacías, la luz de la cocina era el único foco de luz en todo el local, no se escuchaba ruido alguno más allá del golpeteo de las ollas y los implementos de cocina en el friegaplatos. Josué terminó con un último caldero, pasó un trapo húmedo por las encimeras y apagó la luz tras de sí. Salió del restaurante con el uniforme mojado por el agua y con olor a aliños.
—Mierda… el celular… —susurró.
Tenía más de diez mensajes de Sara donde le contaba todo su día en el aeropuerto, algo que había dicho que no haría debido al tiempo. Todo parecía típico de una relación normal hasta el último mensaje: «¿Por qué no me respondes? Te extraño». Algo que lejos de parecerle tierno a Josué, alimentó un poco la idea que habían sembrado sus amigos sobre la salud de la relación. Todo iba tan rápido que poco podía digerirlo, ese último mensaje fue un tanto sofocante. Pero luego le llegó una foto de Sara en un espejo que cambió todo, «la tomé antes de salir de casa» rezaba el pie de la foto. Posaba con ropa interior negra, lejos de verse vulgar, se veía elegante y su cuerpo volvía a ser ese de caderas marcadas que lo enamoró por Clup. Luego de eso estuvo hablando con ella todo el trayecto de su trabajo al apartamento, como un tórtolo enamorado y perdido.
—¡Josué! Me alegra que hayas llegado, tengo que hablar contigo. —dijo Piero.
—Cuéntame, ¿qué necesitas?
—Necesito que te vayas esta noche a dormir a casa de Sebastián, voy a invitar a Olga a ya sabes.
Por un momento Josué creyó que podría decirle que no, pero recordó de inmediato que Piero le había prestado cien soles unos días antes para impresionar a quién ahora era su novia. Terminó por asentir.
—Pensaba quedarme en casa, pero iré a una fiesta con Sebastián.
—¿Y por qué no ibas a ir?
Antes de aceptar que lo hacía por Sara, mintió.
—El restaurante me dejó agotado.
Piero se conmovió.
—Que buen amigo eres al dejarme la casa para fornicar. —ironizó, luego agregó— En agradecimiento, quédate con esos cien soles que te preste el otro día.
Ambos se apretaron los puños para luego tomar caminos distintos. La relación entre ambos era buena, muy parecida a la que tenía con Sebastián, solo que nunca se había sentido lo suficientemente bueno para salir con él o juntarse con sus amigas. En ocasiones, Piero intentaba sacarlo de casa invitándolo a sus fiestas, pero nunca había conseguido que Josué aceptara, aun cuando él estaba dispuesto a pagar todo lo que él necesitara en esas salidas. Pese a su faceta de hombre básico, en el fondo, también se sentía solo en medio de las multitudes en las que se manejaba, tenía a cualquier mujer que pudiera pero no conseguía sentirse enamorado por sus expectativas poco realistas. Y es ahí donde entra su amistad con Josué, es el único amigo hombre con el que siente cierta cercanía. Los años que llevaban conviviendo, las charlas que solían tener por las noches, muchas de ellas comenzadas por Piero, quién necesitaba recapitular todo lo que vivía en su vida de excesos; Josué era muy distinto y no tenía la misma experiencia, pero era bueno escuchando y prestando un hombro en el que apoyarse.
Salió del baño a eso de las ocho de noche, una hora antes de la que había pautado con Sebastián para ir a la fiesta. En la cocina le habían dejado un pan con pollo deshilachado, un detalle más de agradecimiento por parte de su compañero de piso. Josué no quiso acercarse a su puerta a agradecer para no incomodar su cita con Olga; Josué no pudo evitar preguntarse, «¿Olga? Pero, ¿Quién mierda era Olga?». Supuso que se trataba de quien creía, la hija del dueño del abasto de la esquina. Envolvió su pan con pollo deshilachado en papel aluminio y salió pirado, dejando una estela de un perfume que era tan sintético que se podía saber el precio.
Se sobresaltó al oír el timbre de su celular. Dejó el pan en el barandal del ascensor y comenzó a ojear los mensajes que le había dejado Sara: «¿Dónde estás? Hoy no me has hecho nada de caso», «Te extraño», «Acabo de comprar muchos regalos para ti, si te portas bien te lo daré», «¿Hola» y para finalizar —con una diferencia de una hora, estaba el último mensaje—, «Parece que te la pasas muy bien sin mi, seguro vas a salir esta noche. Yo en cambio me quedo en casa de mis familiares aquí en Buenos Aires. Me estás perdiendo, Jota».
El pan cayó contra el suelo manchando todo el piso de mayonesa y trozos de pollo deshilachado, Josué permaneció inmóvil intentando digerir toda esa mezcla de emociones que le hacían sentir los mensajes de Sara; era una montaña rusa de emociones donde de un mensaje a otro se podía pasar de estar enamorado a dudar de su atracción por ella. Estaba tan inmerso en sus pensamientos que no se dio cuenta de que había llegado a planta baja. Recogió el pan como pudo, se limpió con un folleto que tenía en el bolsillo y se detuvo en un costado a responderle a Sara. Estaba buscando las palabras correctas pero en el fondo, no comprendía en qué había fallado si había dedicado toda su tarde a «pasar tiempo con ella» como le llamaba a perder su vida frente al celular. «Perdón, tendré más cuidado contigo. Gracias por los regalos», envío el mensaje. Un segundo después habían llegado dos más de golpe: «No me falles…» y otro que decía «Te amo». De un mensaje a otro, habían escalado diez posiciones en el ranking de parejas intensas, «¿te amo? Cómo se respondía a eso», pensó. Por inercia y coaccionado por la reciprocidad de la pareja, terminó por soltar dos mentiras: «También te amo, iré a dormir porque el restaurante me dejó molido». Metió el celular en su bolsillo y comenzó a correr a la parada de buses, iba tarde, pero no era eso lo único por lo que corría, estaba intentando huir de las vibraciones de los mensajes de Sara que no paraban de llegar. No había pasado mucho tiempo desde que se conocían y ya quería mandarlo todo a la mierda, pero sentía que estaba comprometido y que él había dado pie a que esa «relación» —si es que se puede llamar así— se consumara. Una vez en el bus, se puso los audífonos y relajó todo su cuerpo en el asiento.
Llegó con la combi a las nueve y media, estaba en el corazón de Sagitario, un barrio de clase media muy populoso. Era conocido porque antes era muy peligroso —una vez lanzaron una granada en la comisaría—, y también por parecer un laberinto con cientos de rejas; los vecinos habían cerrado todas las calles que les permitía la ley con tal de proteger sus casas de la delincuencia. ¿Seguía siendo tan peligroso como en el pasado? Nada que ver, había más miedo irracional que otra cosa, Sagitario no dejaba de ser Santiago de Surco, uno de los distritos pitucos de Lima. Josué no le hacía caso a esas creencias, él se desplazaba como si estuviera en el corazón de Madrid; después de haber vivido en Caracas y haber tenido una pistola en la cabeza más veces que una gorra, era evidente que no iba a vivir con miedo en la normalidad del Perú.
Camino por varios parques hasta llegar a una casa que desprendía un olor a tabaco que llegaba a la acera de enfrente. La puerta del garaje estaba abierta para que todos pudieran entrar, no había mayor control en el ingreso que dos tipos que andaban hablando del partido «Alianza contra Universitario».
—¿Conoces a Erika? —interrumpieron su charla de fútbol para hacer de gorilas de discoteca.
—Si, es mi amiga desde el colegio. —mintió Josué.
—Con ese acento de veneco lo dudo. —Dijo el otro chico.
Josué estuvo un rato pensando en que decir pero lo salvó la campana.
—¿Qué pasa Josué? —saludó Sebastián acompañado de dos mujeres: Naori y una que no conocía.
Los pesados de la entrada se apartaron, no sin antes preguntarle: «Por cierto causa, ¿tienes mechero?». Luego se fueron y se fue con Sebastián y Naori dentro de la casa.
—¡Mira, te presento a Erika! —exclamó Sebastián para que pudiera escucharlo.
—Encantada.
—Un placer.
El derroche comenzó, las vibraciones de la música chocaban contra los pechos juveniles de los invitados a la fiesta mientras bailaban en un suelo cada vez más ennegrecido por el barro de sus zapatos y el alcohol derramado. Todos bebían esa noche sin detenerse a pensar en cómo volver a casa; Sebastián se propuso emborrachar a Josué esa noche, desde que había empezado su relación había cambiado de manera drástica. Un vaso, dos, tres, cuatro y poco a poco el ron comenzaba a correr por las venas de Josué hasta hacerlo olvidar de la existencia de Sara.
—Hola. —dijo una voz femenina por su espalda— ¿Estás bien?
Josué volteó dejando una estela de colores tras sí. Las luces de colores chocaban contra sus retinas desbordando cantidades excesivas de dopamina, podía sentirlo en un cosquilleo que caminaba por su cabeza como hormigas.
—Mejor que nunca.
Erika se reducía a una sonrisa hermosa y dos ojos con pestañas gruesas, parecía un retrato de una vieja cámara Polaroid. A ciencia cierta, la borrachera no lo dejaba ver más allá de esa imagen volátil que iba moviéndose en cámara lenta. Luego sintió el calor de su mano sobre la suya y se dejó llevar, entre las notas más altas del alcohol sentía que caminaba por el plano onírico en uno de esos sueños donde te enamoras de alguien a quien jamás has visto. Estaba bailando con Erika, en medio de la pista, sin temor a las miradas o al que pensaran los demás; estar ebrio siendo tímido, es lo más cercano a la libertad, lo más parecido a una vida sin las limitaciones diarias. Josué olvidó por completo su nombre, solo movía sus pies sintiendo el roce de su piel con la tela mientras sonreía. Su piel se iba erizando a medida que Erika se iba acercando a su rostro.
—¿Te molesta si hago esto? —preguntó Erika, y sin esperar una respuesta rozó su lengua por el lóbulo de su oído.
Un cosquilleo comenzó a recorrer todo su cuerpo, bajando por su abdomen hasta desatar una erección, en ese momento, su cerebro se apagó. En un parpadeo, sentía su lengua enrollándose con la de Erika. Su corazón comenzaba a latir cada vez más rápido a medida que iba deslizando su mano por la cintura de Erika. «Mierda…», quito la mano.
—Debo ir al baño. —dijo Josué antes de perderse entre la multitud.
Para su fortuna el baño estaba vacío, algo que no sucedía a menudo en las fiestas. Entró y cerró la puerta para quedarse a solas con su conciencia. Estaba pensando en Sara, la mujer que lo amaba y que siempre estaba al otro lado del teléfono. El alcohol comenzó a aflorar su lado más sentimental, estaba pensando en Sara, en sus besos y lamentando todo lo sucedido aquella noche. Saco el celular, quiso escribirle, pero luego recordó que le había mentido diciendo que se iría a dormir. Estaba enterrado vivo en un baño lleno de orina y alcohol, asfixiándose con los gases que se concentraban en ese pequeño ataúd.
—¡Necesito usar el baño! —dijo algún borracho de la fiesta.
Josué abrió el lavamanos, se mojó el rostro como si esperara que la borrachera se le fuera por arte de magia y abrió la puerta de golpe recibiendo todas las ondas de la música chocando contra su rostro húmedo. Empezó a buscar a Sebastián en el camino, lo encontró en un sofá besándose con Naori.
—Me tengo que ir —los interrumpió.
—¿Ya?
—Si, debo irme.
—Te acompañamos a la parada.
—No, está bien, iré solo.
Sebastián notó que las cosas no estaban bien en su mente, pero no quiso insistir, después de todo comprendía esa necesidad de emprender el viaje de vuelta a casa lleno de arrepentimiento.
—Me escribes apenas llegues.
—Lo haré.
Se desplazó como un fantasma entre la multitud, pasando tan desapercibido como pudo. Alcanzó a mirar a Erika por última vez, llevaba un vestido morado con unas cadenas de perlas que iban de un lado a otro de sus caderas, pudo ver su abdomen en plano y brillante por el sudor. No pudo evitar sentirse mal por estar ahí, parado en la puerta deseando a otra mujer que no era la suya. Abandonó el lugar.
El amanecer había llegado a Sagitario, Josué iba escuchando «El profe» de Miranda mientras veía como el cielo comenzaba a teñirse de un azul muy claro. Su combi llegó en breve. Supo que el tiempo había pasado cuando camino entre unas cinco personas con uniformes distintos que iban a sus trabajos; en contraste con ellos, Josué iba con la ropa mojada de sudor y hediondo a ron. Se sentó a lo último para pasar desapercibido, ahí, en el fondo de una combi destartalada, iba recapitulando la noche y arrepintiéndose cada segundo de todo. Volvió a agarrar su celular, solo pudo leer «Te amo», el último mensaje que le había dejado Sara. Intentó escapar de sus pensamientos centrando su visión en el paisaje capitalino y lo consiguió.
Llegó a casa impulsado por el deseo de echarse en su cama, subió en el ascensor, se quitó la ropa en su cuarto y se desplomó en su cama. En menos de dos minutos estaba dormido.