- "Un atraco en Ectiviland se convierte en un caos total por culpa de Loyd Adams, ¿Habrá alguien que lo detendrá?" -
Una secretaria caminó por el pasillo de un edificio, un espacio de paredes grises y luz fría que parecía abarcar todo el lugar. El sonido de sus pasos resonaba en el silencio de ese ambiente impersonal. Al llegar a la puerta del despacho, tocó brevemente antes de abrirla.
Dentro, Estaba un agente, un hombre de unos 30 años con el cabello castaño perfectamente peinado, estaba sentado de manera relajada en su silla. Su apariencia elegante contrastaba con la atmósfera de la oficina, y aunque su rostro mostraba una expresión tranquila, la cerveza que sostenía en su mano dejaba claro que estaba disfrutando de un breve descanso. Hablaba por teléfono, cerrando una llamada.
Al ver a la secretaria entrar, levantó la vista y sonrió ligeramente.
—No te preocupes Venerica, Ya pronto terminamos por hoy —dijo, sin apartar los ojos del teléfono mientras lo colgaba—. Me estoy dando un gustito. ¿Qué necesitas?
Venerica, con el rostro serio y preocupado, se acercó y entregó un par de documentos al agente.
—Agente Tomasso, unos sujetos anónimos fueron captados con armas frente al banco de Ectiviland.
El rostro del agente cambió al instante. Su expresión relajada desapareció, y dejó la cerveza sobre la mesa con rapidez. Se enderezó en su silla, mirándola fijamente.
—¿Qué? —preguntó con voz grave—. Dame pruebas ahora mismo.
Venerica asintió y comenzó a desplegar varias imágenes en la mesa, mostrando a los sujetos armados, grabados por las cámaras de seguridad del banco. Tomasso las observó con detenimiento, sus ojos recorriendo cada detalle de las imágenes. Los sujetos no solo parecían estar planeando algo, sino que se notaba una gran preparación en sus movimientos. No era un simple robo.
—Esto no puede ser un robo común —murmuró para sí mismo—. Hay algo mucho más grande detrás de esto.
Se levantó de golpe, su tono ya no era el de un hombre relajado, sino el de alguien completamente enfocado en la tarea.
—Prepara todo —ordenó—. Vamos a necesitar acción. Llama a los soldados especiales, Con ellos será suficiente.
La secretaria lo miró un momento antes de salir rápidamente del despacho para comenzar a organizar todo lo necesario. Tomasso se quedó unos segundos más, mirando las imágenes, el ceño fruncido. Algo grande estaba por suceder, y no podía dejar que se le escapara.
Dentro del banco de Ectiviland, la atmósfera era tensa. El sonido de pasos apresurados y murmullos apagados llenaba el aire. Los rehenes, hombres y mujeres de todas las edades, estaban arrodillados en el suelo, temblando de miedo. Sus rostros reflejaban el pavor mientras veían a los hombres enmascarados que recorrían las cajas registradoras y las oficinas, cargando montones de billetes en grandes bolsas negras.
Loyd Adams estaba de pie, en una esquina del banco, observando todo con una sonrisa fría y calculada. Su presencia, imponente y llena de autoridad, era inconfundible. El pasamontañas que cubría su rostro apenas dejaba ver sus ojos rojos brillando con una malicia perturbadora. A su lado, uno de sus secuaces se acercó con una gran bolsa llena de dinero.
—Todo va según lo planeado, jefe —dijo el hombre, su voz tensa, casi nerviosa por la intensidad de la situación.
Loyd levantó la mano, deteniendo al secuaz antes de que hablara más. Se giró hacia él lentamente, su sonrisa persiste, pero su mirada era calculadora.
—No hay vuelta atrás, esto es increíble... —respondió con voz baja, pero llena de autoridad—. Estamos a punto de conseguir mucho más que dinero. Le arruinaremos la reputación a Mitsuki en su primer día como prodigio. —¡Imagina ser un protector del mundo súper conocido y no poder proteger un banco de tu ciudad!. Dice mientras se burla de la situación y su arma en mano.
Uno de los rehenes, un hombre mayor, miró a los secuaces de Loyd con miedo y comenzó a murmurar.
—Por favor... no nos hagan daño... tenemos familias...
Loyd dirigió su mirada hacia el hombre mayor. La expresión en su rostro se endureció, pero no mostró ni una pizca de simpatía.
—No te preocupes —dijo con voz suave, casi amigable—. No serás el primero en caer... pero sí el primero en entender que este lugar nunca volverá a ser lo que era.
Los secuaces continuaron con su tarea, vaciando cajas fuertes y sacando todo el dinero que podían cargar. En la esquina opuesta del banco, un gran mapa estaba desplegado sobre una mesa. En él, se marcaban varias ubicaciones dentro de Ectiviland, cada una conectada con líneas rojas y símbolos extraños.
Loyd se acercó a la mesa, mirando el mapa con atención. Uno de sus hombres, de pie a su lado, se acercó y le susurró.
—¿Estás seguro de que esto no atraerá demasiada atención más rápido de lo que queremos?.
Loyd lo miró, sus ojos rojos brillando con un toque de furia contenida.
—Este no es un robo común, ¿entendido? Esto no se trata solo de dinero. Necesito que todo esté listo. Ya lo dije antes: estamos aquí para más que eso. El caos que vendrá será solo el principio, Enfócate.
Mientras sus hombres seguían trabajando, Loyd se quedó mirando el mapa, con su mente puesta en su próximo movimiento. Sabía que no sería fácil, pero estaba preparado para hacer lo que fuera necesario. El plan ya estaba en marcha, y nada ni nadie lo detendría.
Loyd observaba a sus secuaces con impaciencia. Cada segundo que pasaba parecía darle más ansiedad. El ruido constante de las bolsas llenas de dinero no hacía más que aumentar la tensión en el aire. Sabía que su plan necesitaba ejecutarse con precisión, pero también sabía que los nervios podían jugarle una mala pasada a sus hombres. La espera le estaba molestando.
Con una sonrisa torcida en su rostro, comenzó a caminar entre los rehenes, observándolos uno por uno. La mayoría temblaban, incapaces de levantar la mirada, esperando lo peor. Algunos intentaban mantenerse en silencio, otros apenas contenían las lágrimas.
Loyd se detuvo frente a una joven mujer, cuyo rostro estaba empapado en sudor. Ella lo miró, aterrada, pero cuando sus ojos se encontraron con los de él, la presión la hizo desviar la mirada rápidamente.
—¿Nena, a dónde crees que vas? —preguntó Loyd con voz suave, casi como si estuviera bromeando.
La mujer no respondió. Loyd no esperaba una respuesta. Se inclinó hacia ella, acercándose lentamente, disfrutando de cada segundo de su miedo.
—Lo peor de todo, querida —continuó, jugando con la tensión—, es que no te voy a matar. No... no te haré eso. Eso sería un acto de misericordia, ¿no crees?
La mujer comenzó a llorar, pero Loyd no mostró ni el más mínimo signo de compasión. Su risa, baja pero escalofriante, se escapó de sus labios mientras se giraba hacia otro rehén, un hombre de mediana edad que lo observaba con miedo evidente.
Loyd se acercó a él, con su mirada fija en los ojos del hombre, estudiándolo como un animal examina a su presa.
—¿Sabes qué me divierte más que todo esto? —dijo, la sonrisa aún en su rostro—. Ver cómo se rompen, cómo se quebrantan antes de irse de este mundo. Los humanos tienen una extraña forma de resistir... pero al final, todos se rompen.
El hombre tembló visiblemente, sin saber si debía hablar o permanecer en silencio. Loyd disfrutó de su indecisión por unos segundos antes de pasar de largo y alejarse unos pasos.
—Qué decepción... —comentó con tono burlón, mientras observaba cómo los secuaces seguían con su trabajo, ajenos al espectáculo que estaba montando.
Loyd caminó de vuelta hacia la mesa del mapa, su mirada aún fija en los rehenes, como si buscara a alguien que lo desafiara. Pero en el fondo, lo que realmente buscaba era algo más: la sensación de poder absoluto sobre sus víctimas.
Cada paso que daba, cada mirada que intercambiaba, lo hacía sentir más fuerte, más seguro. Era como si el control total sobre la situación lo alimentara, lo empujara a seguir adelante, más allá de lo que había planeado inicialmente.
—Vamos a ver qué más puedo hacer para que esta noche sea más interesante —murmuró para sí mismo mientras volvía a estudiar el mapa, ya no tan preocupado por el tiempo como antes.
La tensión en el aire creció instantáneamente. El sonido de las sirenas, que al principio parecía lejano, se acercaba rápidamente, haciéndole saber a Loyd que su tiempo comenzaba a agotarse. Sus secuaces no parecían inmutarse, pero él sí. Su rostro se endureció y una sonrisa torcida apareció en sus labios.
—¿Ya? —murmuró, como si se sorprendiera de lo rápido que las autoridades reaccionaron—. Qué impacientes.
Se giró hacia uno de sus hombres, un tipo de rostro duro y músculos de sobra. Loyd lo observó durante un par de segundos, con la mirada fija.
—Asegúrate de que esos rehenes no hagan ni un ruido. Si quieren gritar, que lo hagan por última vez —ordenó en tono bajo pero firme.
El hombre asintió sin decir palabra, pero su rostro se mostró serio. Loyd se dio la vuelta para ver hacia la ventana del banco. La luz de las sirenas iluminaba la fachada, reflejándose en los cristales. Él no era un tonto; sabía que el tiempo estaba en su contra. Los refuerzos de la policía llegarían pronto, y no podía permitir que eso arruinara su plan.
Los sonidos de las sirenas aumentaron, y el reloj en su muñeca marcaba el paso del tiempo. El caos afuera estaba empezando a asfixiarlo, pero su mente estaba fría y calculadora. A pesar de la presión, no dejó que la incomodidad lo tomara. Había estado en peores situaciones antes, y este atraco no iba a ser diferente.
Un sonido metálico resonó, como si una puerta se estuviera abriendo a lo lejos.
—Preparense todos, ya viene mi parte favorita—dijo, sus ojos brillando con una mezcla de excitación y peligro.
En ese momento, uno de sus secuaces se acercó a él y le susurró algo al oído. Loyd frunció el ceño. Las sirenas no eran lo único que llegaba.
Un equipo de élite de la policía había rodeado el banco. Sabía que el tiempo se agotaba, pero no podía dar marcha atrás ahora. Era demasiado tarde para arrepentirse.
—Eso me llama mucho la atención —murmuró con una sonrisa aún más amplia, como si ya estuviera anticipando lo que estaba por venir.
A lo lejos, la policía se preparaba para entrar. Pero antes de que pudieran hacer algo, Loyd había dado la señal. Sus secuaces estaban listos para lo que fuera necesario para asegurar la salida. Sin embargo, algo en la mirada de Loyd decía que no sería tan fácil como pensaban. El juego estaba en marcha, y él estaba decidido a ganar.
El ambiente dentro del banco se volvió aún más tenso cuando las sirenas llegaron a su punto máximo. Los rehenes, aterrados y sintiendo el peso de la amenaza en el aire, comenzaron a mirar a su alrededor. Aprovechando el caos y la distracción de los secuaces de Loyd, un par de ellos, empujados por la desesperación, decidieron actuar.
Uno de ellos, un hombre de mediana edad con cara de pánico, se agachó sigilosamente hacia una de las puertas traseras. Nadie lo notó al principio. Su respiración era entrecortada, su corazón latía con fuerza, pero su impulso de escapar lo mantenía en movimiento. Sin embargo, antes de que pudiera llegar a la puerta, uno de los secuaces de Loyd lo vio y disparó al aire, gritando.
—¡Detente! —el sonido de la bala resonó como un recordatorio brutal de lo que estaba en juego.
Pero fue suficiente para que los demás rehenes se animaran. Un grupo, aunque aún aterrados, corrió hacia la salida más cercana. Gritaron, empujándose unos a otros, buscando la salvación. En ese instante, el caos se desató por completo. Las paredes del banco parecían cerrarse sobre ellos, y algunos rehenes intentaron aprovechar el momento de confusión para escapar.
Loyd, observando todo desde el fondo de la sala, se giró lentamente. Sus ojos brillaron con furia, pero también con una especie de diversión maquiavélica.
—¿De veras? —dijo en voz baja, como si le resultara fascinante la valentía (o la desesperación) de los rehenes.
Luego, su tono se volvió autoritario.
—¡No dejen que nadie salga! —gritó, su voz resonando en el banco. En ese mismo instante, los secuaces se pusieron en acción, bloqueando las salidas y disparando al aire para frenar a los que aún intentaban huir. Pero algunos ya lo habían logrado.
Unos cuantos rehenes se colaron por una puerta lateral y desaparecieron rápidamente entre la multitud fuera del banco. Mientras tanto, otros, aún con el miedo reflejado en sus ojos, intentaron hacer lo mismo, pero la reacción rápida de los secuaces de Loyd los hizo pensar dos veces.
—Ya es muy tarde —murmuró Loyd, mirando cómo la policía comenzaba a rodear el banco.
Con un gesto, les dio una señal a sus hombres para que no dispararan, pero sí se prepararan. El plan estaba tomando una dirección diferente, pero él estaba dispuesto a adaptarse. Mientras tanto, su mente calculaba fríamente los siguientes movimientos. La fuga de los rehenes, aunque lo había enfurecido, no era más que una pequeña interrupción en lo que ya había planeado.
—Esto estará mejor de lo que creí —dijo con una sonrisa torcida.
En ese instante, los disparos de las sirenas y el caos de los rehenes escapando se fusionaron en una vorágine de tensión. El reloj avanzaba, y la batalla de mentes comenzaba.
Loyd observaba con una calma inquietante mientras los rehenes intentaban escapar, sabiendo que su plan podría estar en peligro. Pero, al ver que algunos ya habían logrado huir, su expresión se tornó más fría. No toleraba la falta de control. Estaba decidido a poner fin a esa rebelión de inmediato.
—¡A todos los que están de pie, mátelos! —ordenó en voz baja, pero su tono era tan tajante que los secuaces lo entendieron al instante.
No hubo duda. Sin dudar ni un segundo, los hombres de Loyd comenzaron a moverse con rapidez, apuntando a aquellos que aún se mantenían de pie, cubriéndose de la desesperación que los rodeaba. Los disparos fueron rápidos y certeros, el sonido de las armas resonando con fuerza en la sala, marcando el fin de la resistencia de los rehenes.
Los cuerpos de los desafortunados caían al suelo uno tras otro, dejando un rastro de muerte en su camino. Los gritos de los demás rehenes se ahogaron en el eco de las armas, mientras algunos intentaban arrastrarse por el suelo para salvarse, pero era demasiado tarde. Los secuaces avanzaron, sin mostrar compasión.
El caos estaba en su punto máximo cuando Loyd dirigió su mirada hacia la joven que se encontraba a su lado, la jovencita con la que había hablado antes. Ella estaba de rodillas, temblando, su rostro empapado en lágrimas, pero aún viva. Loyd la miraba fijamente, sin expresión alguna en su rostro.
—Tú... —dijo, Hermosa—. Tú, quédate aquí, Eres la cereza del pastel.
Los demás rehenes caían, sin esperanza, pero la joven, aterrada, fue dejada con vida, una excepción en el caos que reinaba a su alrededor. Los secuaces de Loyd, obedeciendo la orden, se retiraron lentamente, mientras él se acercaba a la jovencita.
—No te preocupes, mujer —le dijo con una sonrisa torcida. La jovencita no sabía si debía gritar o callarse. Estaba atrapada en la mirada de ese hombre que irradiaba peligro.
Mientras los secuaces intercambiaban disparos con los policías, la mayoría muriendo en el acto, Loyd la observaba detenidamente, sin prisa, casi como si estuviera considerando qué hacer con ella.
La sala, que antes estaba llena de gritos y caos, ahora se encontraba sumida en un macabro silencio, con la muerte esparcida por todas partes y el futuro incierto para los que aún respiraban.
—Bien... —dijo Loyd, levantándose con calma. Sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa—. Ahora sí... Vamos a hacer las cosas todavía mas interesantes.
Loyd apretó el brazo de la joven con una fuerza tal que sus muñecas casi se desmoronaron. Ella intentó soltarse, luchando en vano, su respiración agitada y su cuerpo tembloroso. Estaba aterrada, pero a él no le importaba. La arrastró hacia la salida trasera del banco, un pasillo estrecho que se conectaba con un callejón oscuro y desolado, alejado de la vista de cualquier testigo.
—¡No por favor! ¡Déjame ir! —suplicaba la mujer, su voz quebrada, pero Loyd la ignoraba completamente. No le importaban sus súplicas ni su miedo. Lo único que le importaba en ese momento era escapar con su botín.
La joven intentó mirar atrás, como si creyera que tal vez alguien podría ayudarla, pero el pasillo estaba vacío, las patrullas ya estaban del otro lado y el sonido de las sirenas cada vez más fuerte no hacía más que intensificar su desesperación.
Loyd no se detuvo, avanzando con paso firme hasta llegar a una camioneta estacionada en el fondo del callejón. Los secuaces ya estaban dentro, esperando, listos para partir. La parte trasera del vehículo estaba especialmente modificada para llevar a alguien como él, con espacio para cargar tanto dinero como personas.
—¡Entra! —ordenó Loyd con un tono de autoridad, empujando a la mujer hacia el vehículo. Ella tropezó y cayó dentro, aterrorizada, sin poder hacer nada para liberarse.
En ese momento, Loyd se giró hacia sus secuaces y gritó con una sonrisa macabra en el rostro, disfrutando cada palabra:
—¡Tengo a una mujer inocente conmigo! Si van a perseguirnos, tienen que pensárselo muy bien. Si no, que se preparen para las consecuencias.
El sonido de su voz, llena de poder y amenaza, dejó claro que estaba dispuesto a cualquier cosa para asegurarse de que nadie los siguiera. Los secuaces, que ya estaban nerviosos pero acostumbrados a los juegos de Loyd, miraron entre sí antes de ponerse en marcha. El motor rugió y la camioneta comenzó a moverse lentamente, alejándose de la escena del crimen.
Mientras avanzaban, el rostro de la joven seguía marcado por el terror. Ella sabía que, aunque había sido dejada viva, su vida no era más que un juego para él. Loyd había tomado una decisión, y nada ni nadie podría detenerlo. El caos que había desatado solo estaba comenzando.
Los secuaces dentro de la camioneta reían, disfrutando de la adrenalina del momento. La violencia de la operación, el sonido de las sirenas a lo lejos, todo se mezclaba con su euforia. Algunos comenzaron a brindar, mientras que otros bromeaban entre sí, sin preocuparse por la joven que seguía llorando, suplicando por su vida.
—¡Por favor, no me hagan daño! —gritaba la mujer, su voz llena de desesperación, pero los secuaces la callaban con rudeza, cubriéndole la boca con sus manos o dándole pequeños empujones para que se quedara quieta.
Loyd, por su parte, sonreía satisfecho, disfrutando de la situación. De repente, sus ojos se entrecerraron al ver algo que no esperaba.
Loyd observó con una mezcla de sorpresa y desconcierto cómo la patrulla se acercaba a gran velocidad. Lo que más le llamó la atención no era solo la patrulla, sino los extraños ocupantes dentro de ella. Un hipopótamo de uniforme policial estaba subido en el techo del vehículo, manteniendo el equilibrio con sorprendente destreza para su tamaño, mientras miraba atentamente la situación. A su lado, en el asiento del copiloto, un chihuahua policial llevaba unas gafas de aviador, concentrado y sin perder detalle, como si estuviera completamente preparado para cualquier acción.
Pero lo que más inquietaba a Loyd era el gato blanco al volante, conduciendo con furia, con una expresión de total enojo, frunciendo el ceño mientras maniobraba a gran velocidad entre las patrullas que los escoltaban.
Los secuaces de Loyd, que antes estaban riendo y celebrando la huida, comenzaron a callarse al notar la presencia de las patrullas que se acercaban a gran velocidad.
—¡¿Qué diablos?! —murmuró uno de ellos, sin poder creer lo que veía.
Loyd, con su mirada fija en la patrulla, frunció el ceño, dándose cuenta de que la situación se complicaba. Sabía que no podían subestimarlos, aunque la escena parecía más bien un espectáculo cómico. No podía negar que esos tres —el hipopótamo, el chihuahua y el gato— no parecían ser una amenaza común.
—¡Más rápido! ¡No los dejemos alcanzarnos! —gritó Loyd, agitando la mano con frustración. La persecución estaba a punto de intensificarse.
Los secuaces comenzaron a acelerar, pero al ver que no podían evitar que la patrulla los alcanzara, la tensión aumentó. Loyd sintió cómo la adrenalina se apoderaba de él, mientras observaba el escenario frente a ellos. La mujer, aún luchando por liberarse, seguía en silencio, asustada.
La patrulla comenzó a ganar terreno, y el gato blanco detrás del volante soltó un rugido gutural de frustración, como si estuviera listo para enfrentar cualquier cosa. El chihuahua, por su parte, estaba completamente inmerso en la situación, como si estuviera a punto de saltar al campo de batalla.
Loyd sabía que su tiempo se estaba agotando. No podía subestimarlos, aunque el panorama le pareciera más una broma que una amenaza. El hipopótamo mantenía su equilibrio sobre el techo mientras se preparaba para la próxima jugada. Esto no iba a ser fácil, no importaba cuán raro o inesperado pareciera.
—¡Vamos, malditos animales! ¡Tienen que ser más rápidos! —gritó Loyd con furia, consciente de que la situación podía volverse aún más peligrosa.
Loyd, con una sonrisa fría en el rostro, apretó a la joven contra la camioneta y la llevó hasta el borde, justo donde el callejón se encontraba con un abismo. La joven temblaba, su rostro pálido por el miedo. Loyd la sujetó con una mano, mientras la otra estaba lista para empujarla si era necesario.
—¡Escúchame bien! —gritó Loyd, mirando con malicia al hipopótamo en el techo de la patrulla, que ya se estaba preparando para saltar hacia la camioneta.
El hipopótamo, con su gran tamaño, estaba a punto de dar el salto, pero se detuvo al notar lo que estaba sucediendo.
—¡Dentente! —ordenó Loyd, con los ojos fijos en el animal. La joven, aún llorando y rogando por su vida, miraba a los policías, pero sus ojos se enfocaron en el hipopótamo que estaba a punto de saltar.
Loyd la levantó con una fuerza que la hizo gritar, la puso de tal manera que sus pies rozaban el vacío. La joven temblaba más ahora que nunca, mientras una gota de sudor caía por su frente.
—Si avanzas, la empujo. —Loyd sonrió perversamente, sabiendo que el hipopótamo no tenía más opción que escucharle.
El animal se detuvo en seco, su enorme cuerpo suspendido en el aire, tan cerca del borde de la camioneta. El chihuahua y el gato, dentro del vehículo, miraban la situación con sorpresa, sabiendo que su compañero estaba en peligro.
—¡Tienes dos opciones! —gritó Loyd, asegurándose de que el mensaje llegara al hipopótamo. —¡Retírate o la joven caerá a la calle!
El hipopótamo, claramente luchando con su propio instinto de ayuda, no movió ni un músculo, sabiendo que no podía poner en riesgo la vida de un rehén inocente.
Loyd sonrió, disfrutando del momento. La situación estaba completamente en sus manos. Sabía que el grupo de policías estaba en un dilema, y que su amenaza era suficientemente fuerte como para detenerlos por el momento.
—¿Vas a saltar o te vas a quedar mirando, amigo? —dijo Loyd con tono burlón, mirando al hipopótamo, quien se mantuvo firme.
En ese preciso momento, la joven, temblando de miedo, gritó en un último intento desesperado por llamar la atención de los policías.
—¡Por favor! ¡Ayúdenme!
La tensión en el aire era palpable. Loyd no parecía tener intención de ceder, y el hipopótamo, aunque tenso, sabía que no podía actuar sin arriesgar la vida de la joven. Los segundos pasaban como horas, y la situación se volvía cada vez más peligrosa.
Mientras la tensión aumentaba y Loyd mantenía a la joven al borde del abismo, el chihuahua en el copiloto de la patrulla, con su lengua afuera y moviéndose por el viento, comenzó a concentrarse. Con una agilidad inesperada, levantó su pequeña pata y, apuntando con firmeza hacia la camioneta de Loyd, la barrera impenetrable de hierro se materializó de inmediato, atravesando el aire con un sonido metálico.
Con un grito de sorpresa, Loyd vio cómo la puerta de la camioneta, justo frente a él, quedaba bloqueada por una espesa pared de hierro que emergió de la nada, evitando que la joven cayera a la carretera.
—¡¿Qué carajo?! —gritó Loyd, furioso, mientras su rostro se torcía de incredulidad. El repentino cambio en la situación lo dejó completamente descolocado.
Los secuaces de Loyd, al ver que la situación se complicaba, sacaron rápidamente sus armas, apuntando hacia las patrullas por las ventanas.
—¡No dejen que esos malditos se acerquen! —ordenó Loyd, ahora rodeado de caos. Pero la sorpresa de la barrera de hierro era solo el comienzo.
El hipopótamo, sin pensarlo dos veces, aprovechó la distracción y dio un salto masivo desde el techo de la patrulla hacia la orilla de la camioneta. El peso del animal fue tan impresionante que hizo que el vehículo perdiera su estabilidad, volcando la camioneta por completo.
—¡Gordus, ¡Cuidado! —gritó el gato desde la patrulla, viendo como el enorme cuerpo del hipopótamo aterrizaba con fuerza cerca de la camioneta.
La caída fue estruendosa. La camioneta dio vueltas en el aire antes de quedar volcada sobre su costado, con los secuaces de Loyd dentro, atónitos y con las armas aún en las manos, completamente sorprendidos por el giro inesperado de los acontecimientos.
La joven, aún sujeta por Loyd, quedó atónita ante el caos que se desataba frente a ella. No solo la barrera había detenido su caída, sino que ahora, de alguna manera, parecía que la suerte estaba de su lado. Sin embargo, no podía relajarse aún, ya que el peligro seguía acechando.
Loyd, completamente fuera de sí, gritó furioso a sus secuaces mientras el caos se desataba a su alrededor.
—¡¿Qué están esperando?! ¡Maten a esos malditos!
Pero a medida que los policías rodeaban la escena, parecía que las opciones de escape para Loyd y sus secuaces se reducían rápidamente.
El hipopótamo, después de saltar con toda su fuerza y hacer volcar la camioneta, quedó completamente aturdido en el suelo. Su enorme cuerpo, que había causado tanto estruendo, ahora se encontraba tirado, con sus patas hacia arriba en una posición cómica. Con un ruido sordo, el hipopótamo soltó un gruñido de dolor, como si todo el impacto le hubiera pasado factura.
—¡Gordus! —gritó el gato, mirando al hipopótamo desde la patrulla—. ¡Cuidado, jalémoslo hasta acá!
El chihuahua asintió y, con movimientos rápidos, ayudó a arrastrar al hipopótamo adolorido hacia un lugar más seguro mientras las patrullas se estacionaban rápidamente alrededor de la escena. El gato y el chihuahua, con total determinación, comenzaron a apuntar hacia la camioneta de Loyd con sus armas listas.
La situación parecía estar bajo control, pero la sorpresa estaba por llegar.
De repente, la puerta de la camioneta se abrió y, con una sonrisa burlona, Loyd salió con las manos en alto, claramente disfrutando del revuelo que había creado.
—¡Ja! ¡Qué torpes! —rió, mirando a los oficiales—. ¡Sufrieron mucho para atraparme!
Los secuaces de Loyd salieron de la camioneta con las manos levantadas, rendidos y sin resistencia. Se arrodillaron frente a los oficiales, sabiendo que ya no había forma de escapar.
Pero en ese preciso momento, Loyd, con su sonrisa de arrogancia, se acercó a uno de los oficiales lentamente y, con calma, se quitó la máscara. Era otro de sus hombres.
—¿¡Qué!? —gritaron los policías sorprendidos.
Loyd, el verdadero, había escapado. Mientras los oficiales procesaban lo que había sucedido, el secuaz disfrazado del líder dejó caer la máscara y se levantó rápidamente, señalando hacia una de las patrullas que acababa de llegar.
La patrulla salió a máxima velocidad, y en su interior, Loyd y su secuaz más fiel iban a toda prisa, mientras la joven seguía atrapada con ellos.
Los oficiales, aún procesando lo sucedido, se dieron cuenta de inmediato.
—¡Están huyendo! —gritó el gato.
Las patrullas comenzaron a seguirlos a toda velocidad, pero la huida de Loyd se volvía cada vez más peligrosa mientras las luces azules iluminaban la noche.
Loyd estaba sentado en la parte trasera de la patrulla, riéndose de manera maniaca mientras observaba a la joven que tenía a su lado. A pesar de la situación tensa, él mantenía su actitud arrogante, como si todo estuviera bajo su control. El secuaz al volante no parecía tan confiado, pero Loyd se encargaba de mantener el ambiente de desprecio, su risa resonando en todo el vehículo.
—¿Sabes? —dijo Loyd, mirando a la joven con una sonrisa juguetona—. Esto podría ser mucho más divertido si te unieras a mi lado.
La joven, visiblemente aterrada, no respondió, solo mantenía la cabeza agachada, con la esperanza de que todo aquello fuera solo una pesadilla. Sin embargo, Loyd no se detenía.
—Vamos, no tienes nada que temer —continuó, acercándose un poco más a ella—. Lo que pasó aquí no es más que un pequeño... juego. Tú y yo podríamos hacer grandes cosas juntos, si decides darme una oportunidad. Hasta podríamos divertirnos... más a solas...
El secuaz, al volante, miraba de reojo por el retrovisor, sin saber muy bien qué hacer con la situación que se estaba viviendo. De repente, Loyd se recostó en el asiento, dejando escapar una risa aún más intensa.
—Sigo preguntándome porqué siempre llegan tarde —murmuró, mirando al frente mientras se reía—. No me importa cuánto me persigan, siempre tengo una carta bajo la manga.
La joven lo miró, aterrada, pero Loyd simplemente le guiñó un ojo y volvió a relajarse, como si estuviera disfrutando del caos y de la persecución que había provocado. Mientras tanto, la patrulla seguía a gran velocidad por las calles, alejándose cada vez más de la escena del crimen, mientras los oficiales se preparaban para un enfrentamiento inevitable.
El secuaz frenó bruscamente la patrulla, sacándola de la carretera hacia una pequeña parada solitaria. Al principio, no parecía más que un baño público de carretera, apartado de la vista y sin ruido alguno, lo que contrastaba con la persecución frenética que habían dejado atrás.
—Señor, ya llegamos —dijo el secuaz, con una mezcla de alivio y cansancio en su voz, mientras apagaba el motor.
Loyd se recostó en el asiento, aún riendo entre dientes, mientras la joven seguía en silencio, con la mirada fija al frente. La situación parecía tranquila, pero el aire tenso en la patrulla no pasaba desapercibido.
—¿Un baño? —preguntó Loyd, mirando la estructura de concreto de la parada. No podía evitar sonreír, como si hubiera planeado este giro absurdo del destino—. Hablando de ir al baño... Tal vez necesitemos una pausa, ¿no?
El secuaz asintió con nerviosismo y abrió la puerta para salir, pero antes de hacerlo, Loyd le lanzó una mirada fulminante.
—¿Seguros que estamos a salvo aquí? —preguntó, su tono ahora mucho más serio.
El secuaz dudó por un momento, pero luego asintió, claramente aliviado de no estar siendo perseguido activamente en ese preciso instante.
—Sí, señor. Aquí es... tranquilo. Nadie nos encontrará aquí.
Loyd asintió y se levantó con calma, sus pasos resonando en la patrulla mientras se preparaba para salir. Aún con una sonrisa juguetona en su rostro, no dejaba de mantener una actitud calculadora, pues sabía que todo esto solo era parte del plan. Una pausa rápida para reagrupación antes de continuar con sus oscuros objetivos.
La joven, aún aterrada, no se atrevió a moverse, su cuerpo rígido mientras el secuaz entraba al baño, con la esperanza de que fuera un momento temporal de respiro antes de lo que vendría. Pero en el fondo, ella sabía que estaba lejos de estar a salvo.
Loyd, aún recostado contra la patrulla, había sacado un cigarro y lo estaba encendiendo con calma, como si todo el caos anterior no hubiera sido más que una molestia momentánea. El humo se alzaba lentamente mientras no apartaba la vista de la carretera desierta. Pero, antes de que pudiera relajarse por completo, escuchó una voz burlona a lo lejos.
—Pararse en un baño... ¿Qué tontería es esa? —La voz era firme, pero desafiante.
De repente, la estructura del baño explotó de la nada, enviando una ola de llamas que rodearon la patrulla y a Loyd. El cigarro se le cayó de las manos mientras saltaba hacia atrás, mirando con sorpresa hacia el origen de la explosión.
Allí, entre el humo y las llamas, apareció una figura que no había esperado ver.
Era el Gato.
Loyd, ahora con los ojos bien abiertos y sin su usual calma, dio un paso atrás y gritó, nervioso.
—¿Quién eres tú? —preguntó, su voz temblorosa.
El Gato se acercó, sus ojos fijos en Loyd. Con una sonrisa enigmática y algo macabra, respondió:
—Me llamo Kat, y estás arrestado.
Loyd, aún sin perder completamente su actitud desafiante, se irguió y metió la mano en su bolsillo, buscando alguna arma o truco que pudiera utilizar.
—¿Arrestado? Esto no acaba aquí, felino. —Dijo, con una furia contenida.
Pero antes de que pudiera hacer algo, Kat sacó un taser y lo apuntó directamente a Loyd, que lo miró fijamente, sin miedo.
Era la joven, quien había estado callada todo el tiempo. Con una fuerza inesperada, tenía un trozo de los escombros del baño y le pegó con fuerza a la nuca de Loyd, dejándolo inconsciente antes de que pudiera reaccionar.
Loyd cayó al suelo, completamente fuera de combate. La joven respiraba con rapidez, mirando Kat que, sorprendido por el giro de los acontecimientos, bajó el taser y se acercó lentamente.
—Vaya... —dijo Kat, mirando a la joven—. No esperaba eso.
Kat se agachó junto a Loyd y, sin perder la compostura, ató a Loyd con unas esposas de alta resistencia mientras la joven lo observaba, con una mezcla de alivio y tensión aún presente en su rostro.
—Nadie me va a creer lo que acabo de vivir... —murmuró la joven, sin saber si sentirse aliviada o aterrada por lo que acababa de suceder.
El Gato sonrió levemente, alzando la mirada hacia ella.
—No te preocupes. Está todo bajo control. Siento que hayas pasado por esto.
Fin del Episodio.