El edificio estaba oculto entre colinas boscosas, a kilómetros de la civilización. La única señal de su existencia era una carretera que terminaba abruptamente frente a un muro de roca aparentemente natural. Pero aquellos que tenían autorización sabían que, con un código preciso, la roca se deslizaba para revelar una entrada de acero reforzado.
El interior del cuartel secreto era un caos calculado. Pantallas holográficas proyectaban imágenes de mapas globales tachonados con puntos luminosos: las grietas. Las voces resonaban en tonos graves y urgentes, mientras técnicos y soldados compartían datos en tiempo real.
En el corazón del centro de mando estaba Leira, la comandante al mando de la organización. Su presencia era imponente, con una mirada que parecía desmenuzar hasta la más mínima mentira. Llevaba un uniforme negro con líneas plateadas, y un emblema en el pecho: un ojo estilizado rodeado por un círculo.
—Informe de la grieta en Arkbridge —demandó, su tono cortante.
Un técnico se apresuró a entregar una tableta, pero titubeó al explicar.
—Tres criaturas emergieron antes de que pudiéramos sellarla. Una fue neutralizada, pero las otras dos desaparecieron en la selva. Perdimos tres agentes en el proceso, comandante.
Leira apretó los labios. Cada informe era peor que el anterior. Las grietas no solo estaban aumentando en número, sino también en intensidad. Las criaturas que emergían eran cada vez más grandes, más feroces. Y luego estaban los artefactos.
—¿Qué hay de los objetos encontrados? —preguntó, sus ojos clavándose en el técnico.
—Confirmados diez hasta ahora. Siete están bajo nuestra vigilancia, pero los otros tres... —El técnico vaciló.
—Habla.
—Uno está en manos de un joven en Arkbridge. Intentamos intervenir, pero los artefactos parecen... proteger a sus portadores. El equipo enviado fue rechazado sin violencia, pero claramente no pudieron acercarse.
Leira frunció el ceño. Artefactos que elegían a sus dueños, grietas que liberaban horrores, y un patrón que aún no podían descifrar.
—Prioricen el rastreo de los portadores. Si no podemos tomar los artefactos, hablaremos con ellos. Pero que quede claro: nadie debe saber que existimos.
Se giró hacia el holograma del mapa mundial. Las grietas pulsaban débilmente, como si fueran heridas abiertas en el tejido del mundo.
—Algo se está acercando —susurró, más para sí misma que para los demás—. Y no estamos listos.
Mientras tanto, en Arkbridge
Dante estaba encerrado en su habitación, con las luces apagadas y las cortinas corridas. Solo la tenue luz de la pulsera en su muñeca iluminaba el espacio, proyectando sombras inquietantes en las paredes.
Habían pasado horas desde el ataque, pero su mente no podía borrar la imagen de la criatura. Sus ojos oscuros, su piel retorcida, y esa energía corrupta que parecía devorar todo a su alrededor.
Sentado en el borde de su cama, Dante levantó la mano para observar la pulsera. La joya parecía viva, como si respirara con un pulso propio. El colgante en su cuello y el anillo en su dedo también brillaban débilmente, en perfecta sincronía. Había intentado quitárselos varias veces, pero cada intento resultaba inútil: una fuerza invisible se lo impedía. Era como si los artefactos se hubieran fusionado con él.
—¿Por qué a mí? —susurró, pasando una mano por su cabello despeinado.
La pulsera parpadeó, y de repente, una voz profunda y calmada resonó en su mente.
—Porque has sido elegido, portador. El destino no se equivoca.
Dante cayó hacia atrás, golpeando la pared. Miró la pulsera con ojos desorbitados.
—¿Quién eres? ¿Qué es esto?
—Soy el Tomus Magna, guardián de conocimientos antiguos. Estoy aquí para ayudarte a comprender tu propósito.
Dante sacudió la cabeza, como si quisiera despejarla de la voz.
—Esto es una locura. Yo no soy nadie. Solo soy un estudiante.
—Nadie comienza siendo alguien, Dante. Pero el momento ha llegado. Las grietas que has visto son solo el principio. Este mundo está en peligro, y tú tienes un papel que jugar.
—¿Un papel? ¿En qué?
La voz guardó silencio, pero el anillo en su mano comenzó a brillar, seguido por el colgante en su cuello. La habitación se llenó de un suave resplandor, y Dante sintió una oleada de energía recorrer su cuerpo.
Antes de que pudiera procesarlo, su teléfono vibró sobre la mesa. Lo tomó con manos temblorosas y vio un mensaje de un número desconocido:
"Sabemos lo que tienes. Ven al café en Bowen Street. No estás solo."
El mensaje lo dejó helado. ¿Cómo sabían? ¿Quiénes eran? Su instinto le gritaba que no fuera, pero algo más, una curiosidad inquietante, lo impulsaba a descubrir la verdad.
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El Café en Bowen Street
El café era pequeño y acogedor, iluminado por lámparas de vidrio con luz cálida. Apenas había tres clientes en las mesas, pero uno de ellos, vestido con un abrigo largo y una bufanda que cubría parte de su rostro, levantó la mano al verlo entrar.
Dante se acercó con cautela, sintiendo el peso de los artefactos como una advertencia silenciosa.
—¿Tú me enviaste el mensaje? —preguntó, manteniéndose a un metro de distancia.
La figura asintió y le indicó que se sentara.
—Mi nombre no importa, pero lo que llevo conmigo, sí. —Sacó una carpeta desgastada y la deslizó hacia Dante.
Dante la abrió con cautela. Dentro había fotos de criaturas oscuras, mapas marcados con puntos rojos, y dibujos de artefactos similares a los que llevaba consigo.
—Esto no puede ser real... —susurró.
—Lo es. tus artefactos y las grietas son solo el comienzo.
Dante levantó la mirada.
—¿Qué sabes de ellos?
La figura se inclinó hacia él, y en un tono apenas audible, dijo:
—Sé que lo que llevas no solo te protegerá, sino que ayudara a decidir el destino de este mundo. Lo que no sé es si serás capaz de soportar esa carga.