*THYRA*
El amanecer trajo consigo un frío aún más penetrante, como si el mundo mismo quisiera recordarme el peso de lo que estaba a punto de enfrentar. El cielo, teñido de tonos rosados y dorados, apenas comenzaba a despejarse cuando salí al patio principal. Frente a mí, los carros con mis pertenencias ya estaban preparados y los soldados formaban filas ordenadas, listos para partir. Todo estaba calculado, eficiente, como si la misma naturaleza se hubiera alineado para que no hubiera retrasos.
Me quedé un momento en silencio, observando la escena frente a mí: las armaduras relucientes, las armas afiladas, el brillo del estandarte de los Auren ondeando con el viento. El sonido de mis botas resonó sobre el empedrado cuando me giré hacia mi familia y mis amigos, quienes me esperaban para despedirse.
Askel y Eryk fueron los primeros en acercarse. Mis hermanos menores trataban de mantener la compostura, pero pude ver la preocupación reflejada en sus ojos. Askel, siempre el más expresivo, fue quien habló primero.
"Sabes que podemos ir contigo, ¿no?" Su voz llevaba un tinte de frustración.
"Y no es como si nos negaras hacerlo," añadió Eryk, con los brazos cruzados.
"Se los dije antes," respondí con suavidad, apoyando una mano en cada uno de sus hombros. "Esta es mi responsabilidad, y ustedes deben quedarse aquí para proteger nuestro hogar."
Ellos asintieron con pesadez, incapaces de rebatir mis palabras. Los abracé con fuerza, susurrándoles que todo estaría bien. **Una mentira necesaria.**
Después vinieron los gemelos Varenn, quienes, por primera vez en mucho tiempo, no estaban llenos de risas o travesuras.
"Cuídate mucho, Thyra," dijo uno de ellos, con una mirada más madura de lo usual.
"Si no regresas pronto, iremos a buscarte," añadió el otro, con seriedad.
"Lo prometo," les aseguré, inclinándome un poco para abrazarlos. "Cuídense el uno al otro."
Caden fue el siguiente. Su mirada se clavó en la mía como si buscara respuestas a preguntas que no se atrevía a pronunciar.
"No tienes que cargar esto sola, Thyra," dijo en voz baja.
"Lo sé," respondí con una sonrisa cansada. "Pero aún así, lo haré."
Sus labios se apretaron en una línea tensa, pero no insistió. En lugar de eso, me ofreció un abrazo firme, uno que duró un segundo más de lo necesario, como si quisiera grabar mi presencia en su memoria.
Darien se acercó después, con una mezcla de resignación y preocupación.
"Trata de no destruir la capital, ¿quieres?" bromeó, intentando aligerar el momento.
"Haré lo mejor que pueda," respondí, sonriendo apenas. Él me palmeó el hombro y luego se apartó en silencio.
Myla fue la última de mis amigos en despedirse. Ella no habló al principio, sólo me miró fijamente con esos ojos que siempre parecían capaces de ver a través de cualquier fachada.
"No hagas nada que yo no haría," dijo al fin, aunque ambas sabíamos lo que realmente quería decir.
"Intentaré ser prudente," murmuré, devolviéndole una sonrisa que no llegó a mis ojos.
"Lo digo en serio, Thyra. No te sacrifiques más de lo necesario."
Me quedé en silencio unos segundos antes de responder: "Lo tendré en cuenta."
Los lords Almaric y Varenn, junto con las ladies Serella y Varenn, se acercaron para despedirse también, con palabras corteses y miradas que delataban la preocupación que intentaban ocultar.
"Tienes la fuerza de tu linaje, Thyra," dijo Lord Varenn, con solemnidad.
"Y la tenacidad de tu madre," añadió Lady Serella, sonriendo levemente.
"Gracias. No los defraudaré."
Cuando mi madre se acercó, no intentó disimular su tristeza. Me tomó el rostro entre las manos y me miró profundamente, como si quisiera memorizar cada detalle.
"No importa lo que el consejo te pida, tú decides quién eres y qué haces, hija," susurró, besándome la frente.
"Lo sé, madre."
La abracé con cuidado, respirando el aroma familiar que siempre me daba paz. Quería grabar ese momento, guardarlo en mi corazón.
Por último, mi padre, Lord Auren, se detuvo frente a mí. Su postura era firme, como siempre, pero había una sombra en sus ojos.
"¿Estás segura de esto?" No era una pregunta, sino una afirmación cargada de pesar.
"Sí," respondí sin titubear.
Él asintió lentamente antes de posar una mano en mi mejilla.
"Eres fuerte, Thyra. Lo has demostrado una y otra vez. Pero recuerda que no estás sola, aunque lo creas. Si necesitas ayuda, no dudes en pedirla."
"No lo olvidaré, padre."
Le dediqué una última reverencia antes de girarme hacia los carros. Sentía las miradas de todos en mi espalda, pesadas como el acero, mientras subía a mi caballo. Una vez arriba, con las riendas en mis manos, respiré profundamente y miré hacia el horizonte.
"¡En marcha!" ordenó el capitán del grupo de soldados, y el sonido de los cascos comenzó a llenar el aire.
Mientras nos alejábamos, no miré hacia atrás. No podía permitirme hacerlo. Esta era mi decisión, mi carga, y aunque sentía el peso sobre mis hombros, también llevaba conmigo la determinación de enfrentar lo que viniera.
El camino a la capital sería largo, pero no más que la batalla que sabía que me aguardaba al llegar.
El invierno parecía interminable. Los días eran grises, el viento gélido y las noches aún más crueles, como si la naturaleza misma tratara de desafiarnos en cada paso del camino hacia la capital.
La primera semana fue relativamente tranquila. El sonido de los cascos sobre la nieve endurecida se convirtió en un eco constante que ya no podía ignorar. Montaba a la cabeza del grupo, con la mirada fija en el horizonte, dejando que el frío mordiera mi rostro como una forma de mantenerme presente. Los soldados no se quejaban, pero podía ver el cansancio acumulándose en sus hombros conforme los días avanzaban.
En varias ocasiones, tuvimos que desviarnos de nuestro camino principal. Las ventiscas repentinas y los caminos bloqueados por la nieve hicieron el viaje más lento de lo esperado. Incluso los caballos, fuertes y entrenados para tales climas, comenzaban a perder ritmo.
En la segunda semana, la travesía se volvió más complicada. Un deslizamiento de nieve en las montañas nos obligó a acampar en un valle más tiempo del que teníamos planeado. El frío nos calaba los huesos, pero no era sólo eso lo que me inquietaba. En el silencio de la noche, sentía el mana en el aire, como si la misma naturaleza estuviera alterada.
"Señorita Thyra," dijo uno de los capitanes del grupo mientras se acercaba a mi tienda. "Los exploradores reportan huellas alrededor del campamento. Podrían ser lobos o algo más."
"Doblen la guardia," respondí con firmeza, levantándome de inmediato. "Y prepárense para cualquier eventualidad. Que nadie baje la guardia esta noche."
No hubo lobos esa noche, pero algo se movió más allá de nuestro campo de visión. Podía sentirlo, una presencia extraña que no pertenecía a ningún ser normal de estas tierras. Sabía que los soldados lo sentían también. Nadie durmió profundamente aquella noche.
La tercera semana trajo consigo problemas más tangibles. Atravesamos una aldea abandonada, sepultada bajo metros de nieve. Las casas parecían esqueletos rotos, y las ventanas vacías nos devolvían la mirada como cuencas de cráneos olvidados.
"Esto no es natural," murmuré, más para mí misma que para el capitán que cabalgaba a mi lado.
"La gente debió huir cuando el invierno empeoró, mi señora," dijo él, intentando sonar convencido.
Pero lo sentía. Algo en ese lugar estaba… roto. El mana era denso, pegajoso, como un susurro que te eriza la piel. No quise detenerme más tiempo del necesario y ordené al grupo continuar. Aún así, varios soldados enfermaron esa noche. Nada grave, pero suficiente para retrasarnos un poco más.
Finalmente, tras varias semanas, las primeras señales de la capital comenzaron a aparecer en el horizonte. Al principio, fueron apenas un par de torres que emergían por encima de la bruma invernal. Luego, a medida que nos acercábamos, las murallas imponentes de la capital aparecieron ante nosotros, gigantescas y firmes, como guardianes silenciosos del poder del consejo.
El aire era diferente aquí. No había silencio en la capital. A pesar del invierno, el bullicio de comerciantes, soldados y viajeros podía escucharse desde más allá de los muros. Las banderas ondeaban con orgullo desde las torres más altas, y el escudo del consejo estaba presente en cada puerta y cada estandarte.
Detuve mi caballo al llegar a la entrada principal y miré hacia arriba, hacia las puertas de acero ennegrecido que parecían tragarnos con su sombra.
"Por fin," murmuré, dejando escapar un aliento de vapor en el frío aire.
El capitán se acercó a mí. "Avisaré de nuestra llegada, señorita. Seguramente el consejo ya espera su presencia."
Asentí, pero no dije nada. Mis manos se aferraban a las riendas mientras mi mente repasaba todo lo que había pasado en el camino. Las semanas en la nieve, las noches tensas y los desvíos imprevistos me habían dejado claro algo: lo que fuera que me esperaba aquí, no sería más sencillo.
El chirrido de las puertas al abrirse me devolvió al presente. Con un movimiento firme, espoleé a mi caballo y entré a la capital. El ruido, las miradas curiosas de los ciudadanos y los guardias que nos observaban desde las murallas apenas me tocaron.
Cabalgaba en silencio, dejando que el sonido de los cascos de los caballos se perdiera entre el bullicio creciente de la capital. La nieve, aunque más delgada aquí, seguía cubriendo los adoquines y los tejados con una capa blanquecina que reflejaba la tenue luz de la mañana. Mis hombres me seguían de cerca, su formación impecable, con las armaduras portando el emblema de la casa Auren brillando con orgullo, pero era la espada a mi lado, su emblema grabado en el pomo, la que atraía aún más miradas.
La gente comenzaba a detenerse. Al principio, apenas algunos curiosos que levantaban la vista de sus tareas diarias, pero luego, más y más personas comenzaron a reunirse a los lados del camino. Sentía las miradas fijas en mí: algunas llenas de admiración, otras de asombro y unas pocas de temor. Un murmullo comenzó a crecer, extendiéndose como un susurro entre la multitud.
"Es ella… la heroína del reino…"
"La maga que salvó nuestras tierras hace tres años."
"Dicen que su poder es inigualable, que ni el consejo puede controlarla."
Sus palabras me llegaban como un eco distante, pero no podían ignorarse. Mi mandíbula se tensó, mis manos se aferraron con más fuerza a las riendas. **Heroína del reino.** Una mentira bien decorada que se había convertido en un título con el que el pueblo me adoraba, sin entender lo que realmente ocurrió.
No entendían el caos, el horror ni el precio que había pagado. Para ellos, yo era una figura legendaria, un símbolo de esperanza y poder. Pero yo sabía la verdad. Yo recordaba cada instante de aquel día, cada segundo en que el mana se descontroló, y cómo mi desesperación casi nos llevó a la muerte. Lo que ellos glorificaban era algo que yo no quería recordar.
A medida que nos acercábamos al castillo, la multitud creció. Los gritos de reconocimiento y las exclamaciones se hicieron más fuertes. Incluso pude ver niños pequeños correteando hacia adelante, señalándome con los ojos llenos de asombro.
"¡La heroína está aquí! ¡Mamá, mira!"
Inspiré hondo, obligándome a mantener la expresión estoica que había perfeccionado a lo largo de los años. Aun así, me sentía incómoda bajo la constante atención. No pedí este título ni su adoración, pero aquí estaba, montada en mi caballo, convertida en el centro de todas las miradas.
Uno de mis soldados se acercó al paso, hablándome en voz baja para no llamar la atención.
"Señorita Thyra, los guardias del castillo ya nos han visto. Las puertas están abiertas, y el consejo nos espera en la gran sala."
Asentí sin mirarlo, mi mirada clavada en las torres del castillo que ahora se alzaban majestuosas ante nosotros. Aquellas murallas, altas y poderosas, parecían tan frías y hostiles como los hombres que aguardaban tras ellas.
"Preparen la formación," ordené con voz firme. "Entraremos con dignidad y disciplina. Que no vean debilidad."
"¡Sí, mi señora!"
Los soldados se ajustaron, y nuestras filas avanzaron con una precisión casi militar. La multitud comenzó a retroceder ligeramente al vernos aproximarnos a las puertas del castillo. El sonido de la multitud, que hasta ahora parecía abrumador, comenzó a disminuir.
Cuando las enormes puertas de hierro se abrieron completamente, el silencio reinó de nuevo. Cruzar el umbral fue como entrar en otro mundo, uno donde el peso de la política y las expectativas se sentía más tangible que nunca. Allí dentro, no había gritos de júbilo ni exclamaciones de admiración. Había ojos vigilantes y hombres preparados para juzgar cada uno de mis movimientos.
El consejo me esperaba. Sabía que este encuentro no sería sencillo. Pero yo no era una niña asustada ni una joven inexperta.
Nos detuvimos al fin en el amplio patio de entrada, donde la piedra vieja y fría del castillo parecía absorber el poco calor que traía el amanecer. Varios sirvientes y mayordomos se acercaron con movimientos precisos y bien ensayados, inclinándose ligeramente en señal de respeto antes de acercarse a nosotros.
"Bienvenidos a la capital. Hemos sido instruidos para ayudar con todo lo necesario," dijo un mayordomo mayor, con una voz pulida y neutra, aunque percibí un atisbo de escrutinio en su mirada mientras me observaba.
Mientras tanto, otros soldados del castillo se aproximaron para asistir a mis hombres. Les ofrecían bebidas calientes con palabras amables y gestos que resultaban inusuales. Vi cómo mis soldados, acostumbrados a la rutina dura y distante, se miraban entre sí, desconcertados, antes de aceptar los recipientes de metal humeante. La desconfianza aún danzaba en sus rostros, pero el frío era cruel, y nadie en su sano juicio rechazaría un poco de calor.
"Lleven los caballos a los establos y asegúrense de que los alimenten bien," ordené en voz alta, mis palabras resonando con la autoridad necesaria. "Quiero que todo el equipaje sea tratado con cuidado y llevado a la zona que nos asignen."
"Como ordene, señorita Thyra," respondió mi capitán, dando rápidas instrucciones a los hombres que aún desmontaban.
El carruaje con nuestras pertenencias necesarias fue llevado hacia los almacenes del castillo, donde más sirvientes trabajaban de forma eficiente. La disciplina aquí era innegable, como una maquinaria perfectamente engrasada.
"La señorita Thyra, el capitán y el segundo al mando deberán acompañarnos adentro," añadió una mujer de aspecto severo que parecía estar al mando de los sirvientes. Era alta, con una postura impecable, y su expresión no dejaba espacio para la cordialidad. "Hay personas esperándolos."
Nos miramos con el capitán y el segundo al mando, quienes asintieron en silencio. Bajé de mi caballo, entregándole las riendas a un mozo que inclinó la cabeza apresuradamente.
"Vamos," dije, ajustando el cinturón donde mi espada descansaba con firmeza. El gesto fue casi inconsciente, pero sentía la necesidad de recordar que no estaba indefensa.
Entramos por la enorme puerta principal del castillo, el frío del exterior reemplazado de inmediato por una calidez silenciosa que no lograba ser acogedora. El aire tenía ese peso tan característico de los lugares donde el poder se respiraba en cada rincón. Mis botas resonaban contra el suelo de mármol pulido, el sonido amplificado por los techos altos y las paredes de piedra decoradas con tapices imponentes.
Nos guiaron por un amplio corredor, donde los ventanales dejaban filtrar la luz pálida del invierno. Era difícil ignorar las miradas que sentía sobre nosotros: sirvientes que detenían brevemente sus labores, guardias que mantenían una postura firme, pero cuyos ojos seguían cada uno de nuestros movimientos.
Finalmente, nos llevaron a una sala amplia, adornada de forma opulenta pero sobria, como si el propósito fuera impresionar sin llegar al exceso.
Dos personas nos esperaban de pie en el centro de la habitación. La primera era un hombre de avanzada edad, con una túnica azul oscura y una cadena dorada descansando sobre sus hombros. Sus ojos grises y afilados me estudiaron con la misma intensidad que los de un halcón. La segunda persona era una mujer más joven, de cabellos oscuros recogidos en un moño impecable, vestida con un atuendo formal que realzaba su posición de poder.
"Señorita Thyra Auren," dijo el hombre, su voz grave y carente de cualquier emoción. "Nos complace ver que ha llegado sin inconvenientes."
"Gracias," respondí con cortesía forzada, inclinando ligeramente la cabeza. "Mis hombres y yo tuvimos un viaje largo, pero hemos llegado según lo esperado."
La mujer, que hasta entonces había permanecido en silencio, habló, sus labios curvándose en una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
"El consejo ha estado ansioso por su llegada, señorita Auren. Han sido días de mucha expectativa."
"Lo imagino," murmuré, dejando claro con mi tono que no me dejaba engañar por sus palabras dulces.
El capitán y el segundo al mando permanecían firmes a mi lado, sus expresiones estoicas. Yo mantuve mi postura erguida, sin mostrar ni una pizca de nerviosismo. No importaba cuántos ojos intentaran descifrarme; yo no sería la que cedería terreno primero.
"Por favor," añadió el hombre, extendiendo una mano hacia una puerta lateral. "Permítanos guiarla al salón principal. El consejo ya está reunido y espera escuchar lo que tenga que decir."
Inspiré profundamente, asintiendo con calma. No había más que hacer. El juego había comenzado, y yo ya estaba en el tablero.
"Lideren el camino," dije con firmeza, y avancé, sintiendo cómo las miradas de todos me seguían como sombras persistentes.
Cada paso que daba resonaba con fuerza en el largo corredor, como si la piedra antigua intentara absorber el peso de mi determinación. Mientras nos acercábamos al gran salón donde el consejo esperaba, podía sentir la tensión acumulada en el aire. Era densa, palpable, como si hasta las paredes mismas contuvieran la respiración.
Podía imaginar lo que encontraría al otro lado de esas puertas: miradas expectantes, voces que me medirían y cuestionarían, y mentes calculadoras que verían en mí una pieza de ajedrez que aún no sabían cómo mover. Sabía lo que esperaban. Una joven frágil, fácil de someter bajo la presión de sus palabras, alguien a quien podrían manipular con sutileza o intimidar con autoridad.
Estaban a punto de equivocarse.
Con cada paso que me acercaba, liberé lentamente mi maná, como quien deja escapar el vapor de una olla bajo control. No era mucho, solo lo suficiente para que la sala a mi alrededor vibrara ligeramente con mi presencia, como si la naturaleza misma reconociera lo que yo era: un poder contenido, pero a punto de desbordarse si así lo decidía.
"Mi Lady…" murmuró el capitán a mi lado, quizás sintiendo el ligero cambio en el aire. No me detuvo, no me cuestionó. Él sabía que lo hacía por un motivo.
Mis ojos se enfocaron al frente, fijos en la puerta doble que se erguía como un guardián entre el mundo exterior y el salón del consejo. Era inmensa, tallada con símbolos antiguos que representaban la historia del reino, sus victorias y leyendas. Entre esas historias, mi nombre había sido grabado hacía tres años, como la supuesta Heroína del Reino. Un título que aún no entendían, que no comprendían del todo, y que me había convertido en una paradoja incómoda para ellos.
Aumenté ligeramente la intensidad de mi maná, lo suficiente para que la sensación de presión pudiera sentirse incluso al otro lado de la puerta. Era sutil, calculado. No necesitaba un despliegue innecesario. Lo único que necesitaba era recordarle a ese consejo, incluso antes de verme, que no era una pieza dócil en su juego. Que yo era Thyra Auren, la próxima cabeza de la familia Auren, y que ir en mi contra tendría un precio.
Los sirvientes encargados de abrir las puertas retrocedieron ligeramente cuando me acerqué, sus cuerpos reaccionando de forma instintiva al cambio en la atmósfera. Pese a que intentaron ocultarlo, vi cómo sus manos temblaban ligeramente al tocar las manijas de las puertas.
La madera crujió al abrirse lentamente, dejando ver el gran salón. Un espacio amplio e imponente, con columnas gigantescas de mármol y un techo tan alto que uno podía perderse en su inmensidad. Una larga mesa en forma de herradura ocupaba el centro, y alrededor de ella estaban sentados los miembros del consejo, doce hombres y mujeres que representaban el poder del reino. Cada uno de ellos me observó al instante, sus miradas cargadas de expectativas y escrutinio.
Di el primer paso dentro del salón, y el silencio cayó como una losa. La leve vibración de mi maná seguía presente, mezclándose con el eco de mis botas contra el suelo pulido. Mantuve mi expresión serena, casi aburrida, mientras caminaba con la cabeza en alto, mis hombros rectos y mi mirada fija al frente.
"Señorita Thyra Auren," anunció una voz desde el otro extremo de la sala. Un anciano de barba plateada, quien parecía llevar la voz principal entre los consejeros, inclinó levemente la cabeza en un gesto más político que respetuoso. "El consejo la recibe."
Me detuve justo en el centro del salón, donde la luz de las enormes ventanas caía sobre mí, iluminando los emblemas de mi capa y mi espada. Inspiré profundamente, dejando que mi presencia inundara el lugar. Sabía que muchos de ellos podían sentirlo, la presión sutil de mi poder que les recordaba quién era yo y por qué estaba allí.
"Consejeros," dije finalmente, mi voz resonando con claridad en el espacio. "He respondido a su llamado."
Algunos intercambiaron miradas, incómodos. Otros me observaban con interés, intentando descifrarme, como si buscaran alguna grieta en mi fachada. Pero no encontrarían ninguna. No esta vez.
Me quedé allí, firme y desafiante, dejando que el peso de mi presencia hablara antes que cualquier palabra. Porque si algo tenía claro, era que no sería sencillo ir contra mí ni contra mi voluntad. Si el consejo pensaba doblegarme, tendrían que entender algo desde el inicio: yo no era una simple heroína que podía ser manipulada.
Yo era Thyra Auren, y este era mi juego ahora.