Las semanas siguientes se sintieron como un nuevo amanecer, aunque uno incierto y tembloroso. La vida no había cambiado drásticamente. El mismo apartamento pequeño, las mismas calles familiares, los mismos rostros en la multitud. Pero algo dentro de mí había despertado. Era como si el fuego que consumió las cartas también hubiera quemado las cadenas que me ataban al pasado.
Comencé a buscar pequeños rituales que me recordaran que estaba vivo. Salía a caminar sin rumbo, dejando que el aire frío despejara mi mente. A menudo terminaba en un parque cercano, donde me sentaba bajo el mismo árbol, observando cómo el viento jugaba con las hojas. Cada susurro entre las ramas parecía contarme una historia distinta. Era allí donde comencé a escribir nuevamente.
No eran cartas esta vez. Eran pensamientos, memorias, fragmentos de sueños. A veces escribía sobre Astrid, pero otras veces escribía sobre mí mismo, sobre quién era antes de que ella entrara en mi vida y quién quería ser ahora que no estaba.
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Una tarde, mientras escribía, una mujer se acercó a mí. Tenía el cabello rizado y un libro en la mano. Su voz era suave pero segura.
—¿Te molesta si me siento aquí?
Negué con la cabeza y le ofrecí una sonrisa breve. Ella abrió su libro y comenzó a leer, pero ocasionalmente miraba en mi dirección. Finalmente, habló de nuevo.
—Es raro ver a alguien escribiendo a mano en estos días. ¿Es un diario?
Me tomó un segundo responder.
—No exactamente. Solo... pensamientos.
Ella asintió, aparentemente satisfecha con mi respuesta, y volvió a su lectura. No hablamos más ese día, pero algo en su presencia me pareció reconfortante.
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Con el tiempo, la veía con más frecuencia. A veces intercambiábamos saludos, otras veces nos quedábamos en silencio compartiendo la sombra del mismo árbol. Un día, mientras observábamos a los niños jugar en el parque, ella habló de nuevo.
—¿Escribes sobre alguien en particular?
Su pregunta me desarmó. Dudé antes de responder.
—Solía hacerlo. Ahora escribo más sobre... lo que queda después.
Ella sonrió, como si entendiera exactamente lo que quería decir.
—A veces, lo que queda después es más importante que lo que fue.
Sus palabras resonaron en mí de una manera que no esperaba. Esa noche, al releer mis escritos, noté algo diferente. Las palabras ya no eran gritos de desesperación ni súplicas al vacío. Eran más como un susurro, una conversación conmigo mismo sobre lo que significaba seguir adelante.
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Fue en esos días cuando decidí hacer algo que había pospuesto durante años: visitar el cementerio donde descansaban mis padres. La última vez que estuve allí, estaba demasiado consumido por el dolor como para realmente estar presente. Pero esta vez era diferente.
El día estaba nublado cuando llegué. El viento llevaba consigo un leve aroma a tierra húmeda, y el silencio del lugar tenía un peso casi palpable. Me arrodillé frente a sus lápidas, trazando con los dedos las letras que formaban sus nombres.
—Hola, mamá. Hola, papá.
Mi voz tembló, pero no lloré. En cambio, hablé. Les conté sobre Astrid, sobre mi caída y mi lucha por levantarme. Les hablé de la mujer del parque, de las cartas quemadas y de las palabras que ahora escribía. Les dije que estaba tratando, realmente tratando, de vivir de una manera que los hiciera sentir orgullosos.
No hubo respuesta, pero sentí algo dentro de mí. Una calma, un pequeño destello de paz que no había sentido en mucho tiempo.
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Esa noche, mientras escribía en mi cuaderno, noté que mis palabras eran más ligeras, más llenas de esperanza. Por primera vez en años, no escribía para sanar, sino para construir algo nuevo.