El amanecer me encontró despierto, como tantas veces en el pasado, pero esta vez con una diferencia casi imperceptible: no había ansiedad, solo una ligera bruma de calma. Miré las paredes desnudas de mi habitación, sintiéndolas menos opresivas, como si el peso del aire hubiera cambiado.
Habían pasado semanas desde mi última recaída emocional. No significaba que todo estuviera bien, pero había aprendido que el dolor no define por completo a una persona; también lo hacen sus intentos de sanar.
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La biblioteca, con su calma habitual, parecía el único lugar donde las ideas y emociones podían fluir sin restricciones. Había llegado allí buscando algo, aunque no sabía exactamente qué. Mis pasos resonaban suavemente mientras recorría los estantes, sintiendo el peso de los días recientes en mi pecho.
Entre los pasillos, la reconocí: Sofía. Estaba absorta en un libro, con el ceño ligeramente fruncido y los labios moviéndose como si leyera en voz baja. Era una imagen que siempre me había resultado extrañamente reconfortante.
Me acerqué con cuidado, sin querer interrumpirla bruscamente.
—¿Inspiración o solo un escape? —pregunté en tono juguetón.
Sofía levantó la vista y me dedicó una sonrisa.
—Ambas. Aunque parece que no soy la única buscando algo aquí.
—¿Qué te hace pensar eso? —respondí, acomodándome junto a ella en el banco.
—Porque te conozco. Y porque vi algo curioso hace poco.
La forma en que lo dijo encendió mi curiosidad y un ligero nerviosismo. Sabía a qué se refería. No era un secreto entre nosotros que había comenzado a publicar mis pensamientos en un foro anónimo. Fue algo que ella misma había impulsado tiempo atrás, aunque al principio me resistí.
—¿Algo curioso como qué? —pregunté, intentando mantener la calma.
—Leí una de tus publicaciones. Me impresionó, para ser honesta.
Eso me dejó desconcertado.
—¿Leíste algo mío?
Ella asintió, cerrando el libro en sus manos.
—No fue difícil encontrarlo. Una amiga me lo compartió sin saber que eras tú. Me di cuenta casi de inmediato. Reconocí tu estilo, tu forma de describir emociones como si fueran tangibles.
No sabía qué responder. Había comenzado a escribir como un desahogo personal, sin la intención de llegar a nadie en particular. El saber que alguien tan cercano a mí había leído mis pensamientos más íntimos era, al mismo tiempo, intimidante y reconfortante.
—No pensé que mis palabras significaran algo para alguien más —admití finalmente.
Sofía negó con la cabeza.
—Significan mucho más de lo que crees. ¿Sabías que tus publicaciones tienen respuestas? Hay personas que han escrito que tus textos les han ayudado a encontrar un poco de claridad en medio de su propia oscuridad.
Esa revelación me dejó sin palabras.
—No... no lo sabía.
—Entonces, tal vez deberías empezar a prestar atención. Lo que haces importa.
Pasamos el resto de la tarde caminando entre los estantes, hablando de libros y de la vida. Sofía siempre tenía esa capacidad de hacerme sentir menos solo, menos perdido. Mientras la escuchaba hablar de sus novelas favoritas, no podía evitar pensar en cómo, sin buscarlo, había encontrado en ella un faro en medio de la tormenta.
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Esa conversación me dejó pensando mientras volvía a casa. Había escrito tanto en los últimos meses, pero siempre con una sensación de anonimato, como si no fuera del todo real. Esa noche, volví a mi escritorio, abrí mi diario y comencé a escribir algo diferente: una carta dirigida a mí mismo.
"Has llegado hasta aquí. No sin heridas, no sin recaídas, pero lo hiciste. Y aunque todavía hay días oscuros, esos días no te definen. Has aprendido a mirar hacia adelante, incluso cuando el pasado tira de ti. Sigue escribiendo, sigue avanzando. El futuro no está escrito, pero tienes el lápiz en la mano."
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En las semanas siguientes, la escritura se convirtió en algo más que una válvula de escape: fue mi forma de construir algo nuevo. Pero la vida no me dejaba olvidar que el proceso de sanación nunca es lineal.
Una tarde, mientras revisaba el buzón, encontré un sobre sin remitente. Dentro había una carta y una fotografía. Al abrirla, me encontré con una imagen de Astrid y yo en una feria de verano, tomada años atrás. En la carta, había una sola frase:
"Espero que encuentres lo que estás buscando."
El dolor regresó, acompañado de una oleada de recuerdos que creía haber dejado atrás. Mi primer instinto fue guardar la foto y fingir que nunca la había visto, pero me obligué a enfrentarla. Era un recordatorio de lo que había perdido, pero también de lo que había aprendido.
Esa noche, decidí que era hora de despedirme de Astrid de una forma más definitiva. Escribí una última entrada en mi diario, una carta que nunca sería enviada.
"Astrid,
Te amé con todo lo que tenía, y te perdí con el mismo peso. Pero ahora entiendo que el amor no siempre significa quedarse. A veces significa dejar ir. Gracias por los momentos que compartimos, y por enseñarme que incluso en la pérdida, hay espacio para crecer. Adiós."
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Esa misma noche, soñé. No con Astrid, sino con la versión de mí que había sido cuando ella estaba en mi vida. Lo vi parado en un campo abierto, bajo un cielo gris, y por primera vez, no sentí la necesidad de acercarme a él. En lugar de eso, lo observé desde la distancia, hasta que el viento lo llevó consigo.