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Chapter 4 - Capítulo 4: Las grietas bajo la superficie

El amor puede parecer invencible, hasta que las primeras grietas comienzan a aparecer. No son siempre visibles, ni siquiera evidentes, pero se sienten. En los silencios que se alargan más de lo necesario. En las miradas que parecen esquivar preguntas no formuladas. En las palabras que se quedan atrapadas en la garganta.

Con Astrid, esas grietas comenzaron como algo casi imperceptible, como un murmullo que apenas podía distinguir. Pero estaban ahí, creciendo bajo la superficie, alimentadas por algo que no entendía del todo: mi miedo.

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El peso de la inseguridad

Había días en los que la luz de Astrid parecía iluminar todos los rincones oscuros de mi ser. Y aunque debería haberme sentido afortunado por tenerla a mi lado, lo único que sentía era una sombra creciente de inseguridad.

¿Cómo podía alguien como ella, alguien que veía belleza en todo, amar a alguien como yo? Esa pregunta comenzó a rondar mi mente como un eco constante, afectando la manera en que la veía, en que me veía a mí mismo.

Astrid, por supuesto, notaba mi distancia. Era demasiado perceptiva para no hacerlo. Pero al principio, en lugar de enfrentarlo directamente, trataba de acercarse a mí de otras formas. Me dejaba notas en mi mesa de noche, pequeños recordatorios de lo mucho que significaba para ella. Cocinaba para mí, aunque lo suyo no era la cocina, y lo hacía riendo cada vez que algo salía mal.

—No tienes que hacer estas cosas, —le dije una noche, después de que casi quemara la cena.

—Pero quiero hacerlo, —respondió, sin rastro de duda.

Su amor era tan simple, tan puro, que me hacía sentir como un fraude.

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La noche en el balcón

Recuerdo una noche en particular, una de esas que todavía me persiguen en los momentos de mayor claridad. Estábamos en el balcón de mi apartamento, mirando la ciudad que se extendía frente a nosotros. Astrid tenía una copa de vino en la mano, y su cabello brillaba bajo la luz tenue del balcón.

—¿Alguna vez piensas en el futuro? —me preguntó de repente.

—Todo el tiempo.

—¿Y cómo me ves en ese futuro?

La pregunta me tomó por sorpresa. No porque no tuviera una respuesta, sino porque sabía que la respuesta que ella esperaba no era la que yo era capaz de darle en ese momento.

—Te veo ahí, —dije, tratando de sonreír, pero sintiendo que mis palabras sonaban vacías incluso para mí.

Astrid me miró por un momento, como si intentara leer algo en mi expresión. Luego asintió y miró hacia el horizonte.

—A veces siento que piensas demasiado.

No respondí, porque sabía que tenía razón. Mis pensamientos, mis dudas, mis miedos... eran como un muro invisible entre nosotros, y ella lo veía claramente, aunque nunca lo dijera directamente.

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Las discusiones que nacieron de la nada

Con el tiempo, nuestras conversaciones comenzaron a llenarse de pausas incómodas, de pequeños malentendidos que se convertían en discusiones innecesarias.

—No entiendo por qué siempre te guardas las cosas —me dijo una tarde, después de que me negara a contarle algo que me había estado molestando en el trabajo.

—No es importante, —respondí, tratando de restarle importancia.

—Claro que es importante, —insistió—. Lo que sea que te pase, me importa.

Su sinceridad me desarmaba, pero en lugar de abrirme a ella, me cerraba aún más.

—No quiero cargar más peso sobre ti, —dije finalmente.

Astrid suspiró, y esa vez, pude sentir su frustración.

—No se trata de cargar nada. Se trata de compartir.

Era una verdad tan simple, pero una que no podía aceptar en ese momento. Mi propio orgullo, mezclado con el miedo a mostrarme vulnerable, me impedía ser completamente honesto con ella. Y con cada vez que me cerraba, sentía que la estaba perdiendo un poco más.

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La promesa rota

Una noche, Astrid me pidió que la acompañara a una exposición de arte que había estado esperando durante semanas. Yo le prometí que iría, pero el día llegó y me encontré buscando excusas para no hacerlo. Estaba cansado, decía. Había tenido una semana difícil en el trabajo. Me dolía la cabeza.

Astrid no discutió. Solo me miró con una mezcla de decepción y resignación que me hizo sentir más pequeño de lo que ya me sentía.

—Está bien, —dijo, recogiendo su bolso—. Nos vemos después.

Esa noche, mientras estaba solo en mi apartamento, me di cuenta de que algo fundamental había cambiado. No en ella, sino en mí. Me estaba convirtiendo en alguien que no quería ser, alguien que decía amar pero no actuaba en consecuencia.

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El peso de las grietas

Las semanas siguientes estuvieron marcadas por un silencio que nunca habíamos experimentado antes. Astrid seguía siendo cariñosa, pero había algo en su sonrisa que parecía apagado, como si estuviera guardándose partes de sí misma. Y yo, en mi egoísmo, no sabía cómo reparar el daño que había causado.

Una noche, mientras ella dormía a mi lado, me encontré pensando en el mito de Orfeo y Eurídice. En cómo Orfeo había perdido a Eurídice no porque no la amara, sino porque no pudo resistir la tentación de mirar atrás. Me pregunté si yo estaba haciendo lo mismo: perdiéndola, no por falta de amor, sino por mi incapacidad de enfrentarme a mis propios demonios.

Esa fue la primera vez que me di cuenta de que nuestro amor, por más profundo que fuera, no era invencible. Y aunque aún no lo sabía, las grietas que habían comenzado como murmullos pronto se convertirían en un abismo imposible de salvar.