El eco de mis palabras al final de aquella noche aún resonaba en mi mente: "el primer paso es enfrentarme a mis propios demonios." No podía permitirme dejar esas palabras como promesas vacías. Si había algo que tenía claro después de todo este tiempo, era que debía intentarlo. No podía quedarme en el "y si".
Empecé a buscar maneras de reconectarme con Astrid. Escribí mensajes que luego borré. Pensé en llamar, pero el miedo a su reacción me paralizaba. Finalmente, después de días debatiéndome entre la valentía y la cobardía, decidí enviarle una carta. No tenía su dirección actual, así que usé la última que recordaba. Era un riesgo, pero tenía que intentarlo.
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La carta que nunca tuvo respuesta
La escribí con cuidado, eligiendo cada palabra como si fueran piezas de un rompecabezas. Quería ser honesto, pero también cauteloso. No podía presionarla ni parecer desesperado.
"Astrid, sé que tal vez no esperabas saber de mí, pero sentí que debía escribirte. Quiero disculparme, no solo por lo que pasó, sino por todo lo que no supe darte. Fuiste mi Eurídice, la luz que me mostró un mundo que no supe valorar. Ahora entiendo cuánto te fallé, y aunque no espero que me perdones, quiero que sepas que estoy trabajando para ser mejor. No por ti, sino porque tú me enseñaste que puedo serlo."
Después de enviarla, me encontré atrapado en un ciclo de ansiedad y esperanza. Cada día revisaba mi buzón, esperando una respuesta que nunca llegó. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Con cada día que pasaba sin noticias suyas, la realidad se hacía más clara: quizás nunca volvería a saber de ella.
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La lenta aceptación
Aunque la falta de respuesta dolía, también me hizo enfrentar algo que había estado evitando: mi vida no podía depender de ella. Había puesto tanto peso en Astrid que, sin darme cuenta, me había perdido a mí mismo. Decidí buscar ayuda. Encontré un terapeuta que me escuchó sin juzgar y me ayudó a entender que mi obsesión con el "qué pudo haber sido" no me estaba permitiendo avanzar.
Fue un proceso lento. Había días en los que sentía que estaba progresando, y otros en los que todo parecía desmoronarse. Pero poco a poco, empecé a soltar.
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El mensaje inesperado
Fue durante mi cumpleaños, meses después, cuando recibí algo que jamás imaginé: una postal. Al principio, pensé que era de algún amigo o familiar, pero al darle la vuelta, reconocí al instante la letra de Astrid.
"Espero que estés bien. Hoy recordé lo mucho que te gustaban los cielos despejados al amanecer. Estoy bien, construyendo algo nuevo y lleno de vida. Ojalá tú también encuentres lo que necesitas. Cuídate mucho."
Mi corazón se detuvo. Aunque las palabras eran breves y cuidadosas, su significado era claro: ella estaba bien. Y aunque una parte de mí quería interpretar ese mensaje como una puerta abierta, sabía que no lo era. Era un adiós definitivo, una confirmación de que ella había encontrado su camino, uno que ya no incluía a nosotros.
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Hacia la liberación
Esa noche, releí su postal varias veces. Cada palabra resonaba en mí, no como un reproche, sino como un recordatorio de que lo mejor que podía hacer era seguir adelante. No por ella, sino por mí.
Me dirigí al puente donde una vez le confesé mi amor. Allí, bajo el manto de estrellas, dejé ir lo último que me ataba a un pasado que no podía cambiar. No era un acto dramático; era un susurro al universo, una despedida tranquila y necesaria.
"Gracias por todo, Astrid," murmuré al viento. "Gracias por enseñarme a amar, incluso cuando no sabía cómo."
Por primera vez en meses, sentí paz. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer, pero ya no sentía que estaba solo en esa lucha.