El frío de la mañana se colaba por las rendijas de la ventana mientras mi café humeaba en la mesa. Era sábado, mi día libre, pero no podía dejar de pensar en las palabras de Clara la noche anterior:
—No puedes cargar con un amor que no tiene dónde vivir.
Habíamos hablado hasta tarde en el parque. Clara tenía una manera peculiar de decir lo que necesitaba oír sin que sonara a un reproche, pero esa frase en particular no dejaba de resonar en mi cabeza.
Me di cuenta de que, aunque había cerrado el diario y decidido avanzar, había una parte de mí que aún se aferraba al "qué pudo haber sido". Era como una grieta en una pared: pequeña al principio, pero con el tiempo se expandía, amenazando con derrumbar todo lo que había construido.
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Esa tarde, Clara me invitó a una galería de arte.
—Es una exposición sobre imperfecciones —dijo con una sonrisa mientras me mostraba el folleto.
El concepto me intrigó, pero no esperaba que esa visita se convirtiera en una experiencia transformadora. Las piezas mostraban objetos rotos, reparados con técnicas de kintsugi, una práctica japonesa que usa oro para llenar las grietas.
—¿Sabías que esta técnica no busca ocultar las roturas? Al contrario, las celebra como parte de la historia del objeto —me explicó Clara, mientras admirábamos un jarrón reconstruido.
Me quedé mirando las líneas doradas que serpenteaban por la superficie del jarrón. Cada grieta contaba una historia, y juntas creaban algo que era, de alguna forma, más hermoso que el original.
—¿Crees que eso se aplica a las personas? —pregunté, más para mí mismo que para ella.
—Definitivamente. Las cicatrices no nos hacen menos; nos hacen únicos.
Clara tenía razón, pero aceptar esa verdad no era tan simple.
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Esa noche, mientras miraba el techo de mi habitación, me di cuenta de algo: había estado tratando de reparar mis grietas como si nunca hubieran existido, intentando volver a una versión de mí mismo que ya no era posible. Tal vez era hora de aceptar que nunca sería el mismo de antes. Y eso estaba bien.
Sin embargo, ese proceso de aceptación no era lineal. Había días en los que sentía que avanzaba y otros en los que retrocedía. La madrugada siguiente, desperté sudando tras un sueño extraño. Astrid había aparecido, pero no como la recordaba. En el sueño, ella me sonreía, pero su mirada estaba vacía.
Me levanté de la cama con un peso en el pecho y busqué algo que pudiera distraerme. Sin pensarlo mucho, abrí el estante donde guardaba el diario. No para leerlo, sino para sostenerlo en mis manos, como si pudiera ayudarme a procesar lo que sentía.
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Los días siguientes estuvieron marcados por esa dualidad: esperanza y melancolía. Clara seguía siendo un pilar importante en mi vida, pero también notaba cómo a veces me observaba con preocupación.
Una noche, mientras cenábamos en su apartamento, decidió confrontarme:
—¿Por qué sientes que tienes que cargar con todo tú solo?
—No quiero que otros lleven un peso que es mío.
—Pero al no compartirlo, estás dejando que te consuma. Yo no estoy aquí para salvarte, pero quiero estar contigo en esto.
Sus palabras tocaron algo profundo en mí. Había pasado tanto tiempo aislándome en mi dolor que me olvidé de que podía permitir que alguien más lo compartiera.
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Los siguientes días fueron diferentes. No más fáciles, pero diferentes. Empecé a hablar más con Clara sobre mi pasado, sobre Astrid, sobre lo que sentía. Y, aunque doloroso, fue liberador.
También empecé a escribir nuevamente. No en el diario, sino en hojas sueltas que luego quemaba. Escribir se convirtió en una forma de hablar conmigo mismo, de entender las grietas que llevaba dentro.
Un día, mientras caminábamos por el parque, Clara tomó mi mano.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta del kintsugi? —preguntó.
—¿Qué?
—Que no solo repara, sino que transforma. Las grietas se convierten en arte.
Miré nuestras manos entrelazadas y sentí, por primera vez en mucho tiempo, que tal vez mis grietas podían brillar también.