La despedida había quedado atrás, como un eco que se pierde en el horizonte, pero su resonancia seguía en mi interior. Había tomado la decisión de seguir adelante, de aprender a vivir sin Astrid como un faro constante en mi vida. Sin embargo, en los días que siguieron a su carta, una nueva realidad emergió: no todo desaparece cuando uno se despide.
Por las noches, mientras el mundo dormía y la quietud se apoderaba de mi entorno, ella volvía a mí. No en forma de recuerdos, sino de sueños. En esas horas donde la lógica se disolvía y lo irreal se volvía tangible, Astrid y yo nos reencontrábamos.
El primer sueño fue tan vívido que, al despertar, sentí su aroma en el aire, como si todavía estuviera a mi lado. Estábamos en el parque donde solíamos pasar las tardes, ese rincón que parecía existir solo para nosotros. Ella sonreía con la misma luz que iluminaba mis días en el pasado, y yo le correspondía como si nunca la hubiera perdido.
—Es como si nunca nos hubiéramos separado, ¿verdad? —me dijo, con una tranquilidad que me desarmó.
Asentí, incapaz de articular palabras. En ese momento, todo parecía perfecto, como si el dolor y las despedidas fueran una ilusión lejana. Pero justo cuando me atrevía a creer en esa realidad, el mundo empezaba a desmoronarse.
El parque se transformaba en un paisaje extraño, fragmentado, como si estuviera viendo nuestra historia a través de un espejo roto. Cada fragmento mostraba un momento diferente: nuestras risas, nuestras peleas, el momento en que la vi por última vez. Quise alcanzarla, pero ella se desvanecía entre las grietas.
Me desperté con el corazón latiendo frenéticamente. El reloj marcaba las 3:14 de la madrugada. Me quedé sentado en la oscuridad, intentando entender lo que había sentido. ¿Era simplemente un sueño o mi mente intentaba decirme algo?
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Los mundos paralelos
Las semanas siguientes fueron una repetición de este patrón. Cada noche, un nuevo sueño. A veces, estábamos en escenarios familiares: nuestra cafetería favorita, la biblioteca donde estudiábamos juntos, el balcón de mi antiguo departamento. Pero otras veces, los sueños se tornaban extraños. Éramos desconocidos que se encontraban por casualidad en un tren. O compañeros de trabajo que compartían una conexión inexplicable.
En cada sueño, había algo constante: la sensación de que, en esos mundos alternos, nosotros habíamos encontrado una manera de estar juntos.
—¿Crees que en algún lugar, en algún universo, logramos ser felices? —le pregunté en uno de esos sueños.
Ella sonrió, melancólica, y respondió:
—Tal vez, pero lo importante no es lo que pudo ser. Es lo que hacemos con lo que tenemos aquí.
Al despertar, esas palabras resonaban en mi mente como un mantra. Pero durante el día, la obsesión por esos sueños crecía. Empecé a buscar respuestas en la literatura, en foros de internet, incluso en conversaciones casuales con amigos. ¿Era posible que existieran universos paralelos? ¿Que, en alguno de ellos, Astrid y yo todavía estuviéramos juntos?
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La delgada línea entre la esperanza y la obsesión
Lo que comenzó como un consuelo pronto se convirtió en un peso. Me encontraba ansioso por dormir, no para descansar, sino para volver a verla. Dejé de salir con amigos y descuidé mis proyectos. Mi vida se redujo a un ciclo interminable de trabajo y espera.
Fue entonces cuando decidí escribirle una carta. No una carta para enviar, sino una para desahogar mi alma.
"Querida Astrid,
Te sueño todas las noches, y aunque sé que nunca leerás esto, necesito decirte lo que siento. En esos sueños, somos todo lo que nunca pudimos ser aquí. Reímos, nos abrazamos, nos entendemos. Y cada vez que despierto, el vacío es más grande. ¿Será que algún día podré dejar de buscarte en esos mundos irreales? No lo sé. Pero si alguna vez lees esto, solo quiero que sepas que todavía te amo, en este universo y en todos los demás."
Esa noche, después de escribir la carta, dormí sin soñar. Fue la primera vez en semanas que desperté sintiéndome ligeramente en paz.
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Una nueva comprensión
Al reflexionar sobre mis sueños, entendí que no eran una puerta a universos alternos, sino un espejo de mi propio interior. Cada escenario, cada versión de Astrid, era una representación de mis esperanzas, mis miedos y mi incapacidad para soltar. Los sueños no eran un escape; eran un recordatorio de que aún tenía trabajo por hacer.
El siguiente paso estaba claro: debía enfrentarme a mi obsesión, a esa necesidad de aferrarme a lo que ya no podía ser. Pero ¿cómo hacerlo sin sentir que estaba traicionando lo que Astrid significaba para mí?