El amor tiene una forma peculiar de quedarse atrapado en los reflejos. En los charcos que brillan después de una tormenta, en las ventanas empañadas de una cafetería, en las pupilas de alguien que nunca se atreverá a decir lo que realmente siente. Astrid solía reírse cuando yo hablaba de estas cosas, diciendo que siempre buscaba poesía donde no había más que vidrios y agua.
—Eres como un espejo roto —me dijo una vez, mientras giraba su taza de café entre las manos.
—¿Roto? ¿Eso es bueno o malo? —pregunté, fingiendo ofenderme.
—Depende. A veces, un espejo roto refleja más cosas que uno perfecto.
Nunca entendí del todo a qué se refería con eso, pero ahora, mirando hacia atrás, creo que ella veía algo en mí que yo no podía ver. Tal vez mi reflejo estaba fracturado porque nunca me atreví a enfrentar mis propios temores, mis inseguridades. Y en esas grietas, Astrid encontró algo que la intrigó, algo que quizás quiso arreglar.
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Un viaje hacia el pasado
Había un lugar al que Astrid siempre insistía en llevarme. Era una playa pequeña y escondida, lejos de las rutas turísticas, donde las olas rompían contra las rocas con una fuerza que parecía casi violenta.
—Este es mi lugar favorito en el mundo —dijo, mientras me llevaba de la mano por el sendero que llevaba a la orilla.
El viento soplaba con fuerza, desordenando su cabello y llenando el aire con el aroma salado del mar.
—¿Por qué aquí? —le pregunté, mientras nos sentábamos en una roca.
Astrid se quedó en silencio por un momento, mirando las olas.
—Porque aquí puedo ser pequeña.
Sus palabras me tomaron por sorpresa.
—¿Eso es algo bueno? —pregunté.
—A veces lo es. El mundo nos obliga a ser grandes todo el tiempo, a cargar con cosas que no siempre podemos manejar. Aquí, frente al mar, puedo ser pequeña.
En ese momento, quise decirle que no necesitaba cargar nada sola, que yo estaría allí para sostener cualquier peso que la vida le pusiera encima. Pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta, como si algo me impidiera ser completamente honesto con ella.
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La grieta que se formaba
Con el tiempo, me di cuenta de que había algo en mí que siempre ponía distancia entre nosotros, incluso cuando estábamos más cerca que nunca. Tal vez era mi miedo a no ser suficiente, o tal vez era la idea de que un amor tan puro como el de Astrid no podía durar.
Había noches en las que me quedaba despierto, mirando el techo y preguntándome si realmente podía ser la persona que Astrid merecía. Su amor era como una luz cálida que iluminaba cada rincón oscuro de mi alma, pero en lugar de sentirme agradecido, me sentía expuesto.
—¿Qué pasa por tu cabeza? —me preguntó una noche, mientras estábamos acostados juntos, su cabeza apoyada en mi pecho.
Quise decirle la verdad, decirle que tenía miedo de que algún día se diera cuenta de que yo no era suficiente para ella. Pero en lugar de eso, mentí.
—Nada importante. Solo estoy cansado.
Astrid no dijo nada, pero sus dedos dejaron de dibujar círculos en mi pecho, y sentí que algo se rompía entre nosotros, algo que ni siquiera había notado que estaba ahí.
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El apodo que nació de una promesa
Fue durante uno de nuestros paseos por el parque que finalmente le dije lo que llevaba semanas pensando.
—¿Sabes quién me recuerdas? —le dije, mientras caminábamos por un sendero cubierto de hojas secas.
—¿A quién? —preguntó, con una sonrisa curiosa.
—A Eurídice.
Astrid frunció el ceño, claramente confundida.
—¿La del mito griego?
Asentí.
—Ella era el amor de Orfeo, alguien por quien él estaba dispuesto a desafiar al mismo Hades. Pero...
Me detuve, incapaz de terminar la frase.
—¿Pero qué? —insistió Astrid.
—Pero él la perdió porque no pudo confiar lo suficiente.
Astrid se quedó en silencio por un momento, como si estuviera procesando mis palabras.
—Eso es triste —dijo finalmente.
—Lo es. Pero también es hermoso, porque él la amó lo suficiente como para intentarlo.
En ese momento, supe que ella sería mi Eurídice. No porque quisiera repetir la tragedia de Orfeo, sino porque sentía que nuestro amor estaba destinado a ser algo inmenso, algo que desafiara incluso a los dioses.
Pero lo que no sabía era que, como Orfeo, mi falta de confianza sería mi perdición.
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El reflejo que no quiso ver
Con cada día que pasaba, sentía que el amor de Astrid era como un espejo que me mostraba todo lo que yo podía ser, pero también todo lo que me aterraba enfrentar. Y en lugar de aceptar esa luz, empecé a apartarme de ella, sin darme cuenta de que estaba apagando algo que nunca podría recuperar.