El momento en que la conocí no fue extraordinario. No hubo luces resplandecientes ni un violín invisible que tocara para anunciar su llegada. Pero ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que fue el instante en el que mi mundo comenzó a girar en una dirección completamente nueva, una que lo cambiaría todo.
Era una tarde cualquiera en un parque cualquiera. Las hojas caían en espirales lentas desde los árboles, y el aire olía a tierra mojada después de una ligera lluvia matutina. Yo estaba sentado en una banca, con un libro abierto entre mis manos, aunque no estaba leyendo. Mis ojos vagaban por el horizonte, atrapados en la monotonía de días que parecían no tener fin.
Entonces, la vi.
Astrid caminaba con una gracia tan natural que parecía no ser consciente de su propia belleza. Su cabello caía en cascadas suaves sobre sus hombros, y sus ojos, de un brillo cálido y sereno, parecían contener universos enteros. Había algo en su presencia que hacía que todo lo demás palideciera.
En ese instante, sin razón aparente, mi mente viajó al mito de Eurídice. La mujer que Orfeo amó tanto que se enfrentó al mismo inframundo para recuperarla. No tenía sentido, pero algo en Astrid, en su manera de existir, me hizo pensar que era mi propia Eurídice. Era una comparación absurda y prematura, pero no pude evitarlo. Había algo en ella que parecía destinado a cambiarme.
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El primer encuentro
No sé qué me llevó a hablarle. Tal vez fue el impulso repentino de llenar el vacío que había estado creciendo dentro de mí, o tal vez fue su sonrisa, pequeña y tímida, que me pareció una invitación. Caminé hacia ella con más nerviosismo del que estaba dispuesto a admitir.
—Perdón, ¿puedo sentarme aquí? —pregunté, señalando la banca en la que ella había tomado asiento.
Astrid levantó la vista de su cuaderno, y por un instante, pareció medir mis intenciones. Entonces, sonrió de nuevo, y algo en esa sonrisa me hizo sentir como si hubiera ganado una pequeña batalla.
—Claro —respondió con voz suave.
Nos sentamos en silencio por un tiempo. Yo no quería interrumpirla; ella parecía estar escribiendo algo, y no quería entrometerme. Pero luego, como si no pudiera evitarlo, pregunté:
—¿Qué escribes?
Astrid dudó un momento antes de cerrar su cuaderno y girarse hacia mí.
—Nada importante. Solo pensamientos que no quiero olvidar.
Esa respuesta fue suficiente para abrir un portal. Empezamos a hablar, primero con cautela y luego con una naturalidad que me sorprendió. Hablamos de libros, música, y del parque donde estábamos. Su risa era un sonido suave y contagioso, y cuanto más hablábamos, más me sentía atraído no solo por lo que decía, sino por cómo lo decía.
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El inicio de algo especial
A partir de ese día, comenzamos a vernos con frecuencia. Nunca planeábamos nuestros encuentros; simplemente sucedían, como si una fuerza invisible nos empujara hacia el mismo lugar. Descubrí que Astrid tenía una manera de ver el mundo que me fascinaba. Para ella, todo tenía un propósito, incluso las cosas más pequeñas.
—¿Alguna vez has pensado en cómo las hojas saben cuándo caer? —me preguntó un día, mientras caminábamos bajo un cielo grisáceo.
—Nunca —respondí, sonriendo por lo inesperado de su pregunta.
—Yo sí. Creo que caen porque saben que su trabajo está hecho. Han alimentado al árbol, han atrapado la luz del sol, y ahora es su turno de dejar ir.
Esa era Astrid: veía poesía en cosas que yo consideraba insignificantes. Y mientras más tiempo pasaba con ella, más me daba cuenta de que su visión del mundo comenzaba a influir en la mía.
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El amor florece
No sé en qué momento exacto me enamoré de ella. Quizá fue el día que me mostró sus poemas, o la noche que pasamos hablando bajo un cielo estrellado, cuando me confesó sus miedos y sus sueños. Astrid tenía la capacidad de hacer que lo ordinario pareciera extraordinario, y yo me encontré deseando ser parte de su mundo en cada forma posible.
Nuestro amor no fue inmediato ni apasionado desde el principio. Fue como una planta que crece lentamente, arraigándose en lo profundo antes de emerger a la superficie. Pero cuando finalmente floreció, lo hizo con una intensidad que me dejó sin aliento.
Astrid se convirtió en mi ancla y mi inspiración. Ella era mi razón para despertar cada día, mi refugio en un mundo que a menudo me parecía caótico y desalentador. Y aunque nunca se lo dije directamente, ella debía saberlo. Lo veía en la forma en que me miraba, como si pudiera leer todo lo que mi corazón quería decirle pero no encontraba las palabras.
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Un amor lleno de promesas
Hablábamos de nuestro futuro como si fuera algo seguro, algo inevitable. Soñábamos con viajes, con proyectos juntos, con días largos y tranquilos en los que nada importaría más que nuestra compañía mutua.
—¿Crees que el amor puede durar para siempre? —me preguntó una noche, mientras estábamos acostados en el césped, mirando las estrellas.
—Si es contigo, sí —respondí sin dudar.
Ella no respondió, pero su sonrisa, iluminada por la luz tenue de la luna, lo decía todo.
En ese momento, no sabía que estaba haciendo una promesa que no podría cumplir.