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Chapter 2 - El Despertar / The Awakening

Un sonido estridente rompió la quietud de la habitación. Era una alarma, un ruido insoportablemente agudo que se repetía una y otra vez, llenando el espacio con su irritante monotonía. Pero para el habitante de aquel lugar, era un sonido familiar, casi rutinario.

Como de costumbre, un brazo surgió lentamente de entre las cálidas mantas que cubrían el resto de su cuerpo. Moviéndose con pesadez, bajó hasta el suelo junto a la cama, donde comenzó a tantear a ciegas. Sus dedos rozaron el polvo acumulado en las tablas de madera desgastadas, tropezaron con una botella de agua vacía y, finalmente, encontraron lo que buscaban: el responsable de aquel ruido ensordecedor.

El celular, tirado en el piso, seguía reproduciendo la alarma sin piedad. Una vez en su mano, el joven apagó el sonido con un golpe seco y, sin siquiera molestarse en mirar la pantalla, lo arrojó de nuevo al suelo. Un gruñido bajo escapó de sus labios antes de que su brazo regresara a refugiarse bajo las sábanas. La habitación volvió a quedar en silencio, como si nada hubiera pasado.

Por un momento, todo se sumió en una extraña calma. Una quietud que duró apenas cinco minutos. Fue entonces cuando las mantas fueron apartadas de forma rápida y abrupta, revelando al ocupante de la cama.

El joven se incorporó con un movimiento brusco, quedándose un momento en la cama mientras sus ojos azules, aún entornados por el sueño, se fijaban en el techo manchado de humedad. Su respiración era lenta y pausada, como si en ese instante estuviera luchando con las ganas de volver a dormir. Soltó un largo suspiro, un sonido cargado de resignación, antes de mover los pies fuera de la cama, tocando el suelo frío.

Su cuerpo, bien definido, delataba a alguien que dedicaba tiempo al ejercicio. Sus abdominales marcados y los músculos de sus brazos no eran exagerados, pero sí lo suficientemente visibles como para notar el esfuerzo detrás de ellos. Se frotó el rostro con ambas manos, intentando despejarse.

—Otro maldito lunes... —murmuró con voz ronca, rompiendo el silencio de la habitación.

Con pasos pesados, se dirigió a la puerta del baño, abriéndola con un ligero chirrido. Dentro, la decoración era tan modesta como el resto de la casa: un pequeño lavabo con un espejo sobre él, un inodoro al fondo y una ducha cuyo azulejo blanco estaba opacado por manchas de humedad. Sin perder tiempo, se acercó a las llaves de la ducha y las giró. El sonido del agua corriendo llenó la habitación, el chorro caliente mezclándose con el frío hasta que un vapor denso comenzó a invadir el espacio, empañando el espejo en cuestión de segundos.

El joven dejó que el agua corriera por unos momentos mientras se despojaba de la ropa que llevaba puesta, arrojándola al suelo en un rincón. Solo cuando el vapor era lo suficientemente espeso como para envolverlo, decidió entrar bajo el flujo constante de agua. Cerró los ojos al sentir el primer contacto con el líquido caliente, permitiendo que el calor aliviara la tensión en sus músculos.

Suspiró profundamente, dejando que el sonido del agua y el confort de la ducha lo desconectaran del mundo exterior. Este era su momento favorito del día, su único refugio. Bajo el chorro de agua, podía olvidarse de todo: de su vida miserable, de su rutina vacía, de las elecciones que lo habían llevado a ser quien era. Durante esos pocos minutos no existían problemas, ni recuerdos, ni responsabilidades. Allí, en la soledad de aquella pequeña ducha, no había "él", no había un "yo". Solo había silencio y paz.

Pero incluso los buenos momentos tienen un final. Después de quince minutos, sintió cómo la calidez del agua comenzaba a disiparse. Con un suspiro resignado, cerró las llaves, deteniendo el flujo y dejando que el vapor persistente se disipara poco a poco. Tomó una toalla que había dejado preparada la noche anterior y comenzó a secarse, moviéndose con movimientos lentos y mecánicos.

Envolvió la toalla en su cintura y, como si fuera un acto reflejo, dirigió su mirada al espejo empañado frente a él. La opaca superficie reflejaba su silueta, apenas visible. Usó una mano para limpiar una parte del vapor, dejando al descubierto su rostro y parte de su torso.

Se observó en el espejo con detenimiento. Lo que vio le hizo fruncir el ceño. Allí estaba él: un joven de cabello rubio desordenado, aplastado y húmedo por el reciente baño. Sus ojos azules, que en otro contexto podrían considerarse hermosos, parecían vacíos, como si la chispa que alguna vez hubiera habitado en ellos se hubiera extinguido hacía mucho tiempo. Su rostro, bien proporcionado y atractivo, mostraba una mueca de desprecio.

"¿Qué demonios hay de bueno en mí?", pensó, mientras su mirada recorría cada detalle de su reflejo. Las personas a su alrededor tal vez lo habrían considerado afortunado por su físico, pero él no lo veía así. La imagen que el espejo le devolvía solo le recordaba todo lo que no era, todo lo que no había logrado ser.

Dejó escapar un suspiro pesado y apartó la mirada, como si no pudiera soportar observarse por más tiempo. Con pasos decididos, salió del baño, dejando atrás el espejo empañado y el vapor que comenzaba a disiparse.

Al entrar nuevamente a su habitación, abrió el armario para buscar su ropa. Era un ritual casi automático: tomaba siempre la misma combinación de prendas. Camisetas negras, pantalones oscuros y una chaqueta ligera. No es que no tuviera otras opciones; simplemente no le interesaba cambiar. Había comprado varias copias de las mismas prendas para evitarse problemas, y porque, en el fondo, le gustaba. Era algo práctico y le ahorraba tiempo.

Mientras se vestía, su mente seguía divagando. Sus movimientos eran mecánicos, una rutina que conocía de memoria. Pero en el fondo, había algo inquietante. Algo en el ambiente, tal vez en el silencio, que lo hacía sentir que ese día sería distinto. Aunque aún no lo sabía, ese lunes marcaría el inicio de algo que cambiaría su vida para siempre.

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Una vez listo y con su mochila al hombro, salió del departamento. Las escaleras chirriaron bajo sus pasos, como si protestaran por el peso, aunque él ya estaba acostumbrado a ese sonido. Apenas puso un pie fuera del edificio, el aire frío de la madrugada le golpeó el rostro. El cielo aún estaba teñido de un azul oscuro, con solo un tenue resplandor en el horizonte que anunciaba la inminente salida del sol.

Las calles de Gotham, normalmente bulliciosas y caóticas, se encontraban casi vacías a esa hora. Los pocos transeúntes que caminaban por las aceras lo hacían a paso acelerado, envueltos en sus abrigos para protegerse del frío. El protagonista avanzó con las manos en los bolsillos, mirando al suelo mientras caminaba. En cierto modo, agradecía vivir tan cerca de la escuela; el corto trayecto no le daba tiempo para que sus pensamientos se desviaran demasiado hacia los temas que intentaba evitar.

Al llegar a la entrada de la escuela, notó que, como siempre, estaba abierta. La silueta del guardia, sentado en su caseta, se distinguía apenas bajo la débil luz del poste cercano. Lo saludó con un leve movimiento de cabeza que no fue respondido, algo que no le molestó. Prefería ese anonimato.

La escuela aún estaba prácticamente vacía. El amplio patio, normalmente lleno de estudiantes corriendo o platicando, ahora parecía un enorme espacio abandonado, con solo unos cuantos grupos pequeños desperdigados. Algunos eran jugadores del equipo de baloncesto, que llegaban temprano para practicar; otros estaban sentados en las bancas, escribiendo apresuradamente en sus libretas. Seguro habían olvidado hacer la tarea el día anterior. Y luego estaba él. Su razón para llegar temprano no era tan evidente ni tan práctica como la de los demás, pero para él era igual de importante.

El motivo de sus madrugadas era la biblioteca. Ese espacio silencioso y apartado era su refugio. Siempre le había gustado. Allí encontraba tranquilidad, lejos del bullicio de los pasillos y de las risas estridentes de sus compañeros. A esas horas de la mañana, antes de que llegara la mayoría de los estudiantes, podía disfrutarla para él solo.

Entró al edificio y subió las escaleras que lo llevaban al segundo piso, donde se encontraba la biblioteca. Los pasos resonaban en el pasillo vacío, acompañados únicamente por el leve zumbido de las luces fluorescentes del techo. Al cruzar la puerta de madera, una ráfaga de aire frío y olor a papel envejecido lo recibió. Ese olor siempre le resultaba reconfortante, como si anunciara que estaba a punto de entrar en un mundo donde podía escapar, al menos por un rato.

Sin perder tiempo, se dirigió a los estantes y comenzó a seleccionar libros. Física, álgebra avanzada, anatomía, psicología. Sus manos se detuvieron brevemente sobre un libro de portada desgastada: "Introducción a la mecánica cuántica". Lo tomó también, aunque no estaba seguro de si realmente entendería algo de él. No importaba. Aprender todo lo que pudiera era parte de su objetivo. Su verdadera meta era escapar. Salir de esa ciudad y empezar de nuevo en un lugar tranquilo, lejos del caos, los villanos y los constantes desastres de Gotham. Su mente divagó brevemente. ¿Quizás un pueblo pequeño en algún lugar al norte? ¿Tal vez incluso otro país? Pero esos eran sueños para otro día.

Llevó los libros a una de las mesas más apartadas de la biblioteca y se sentó. El silencio del lugar lo envolvió como una manta, y pronto comenzó a leer, subrayando mentalmente los puntos importantes y repasando conceptos que ya había aprendido. Su concentración era total; las palabras en las páginas eran todo lo que existía en ese momento.

Un sonido metálico y distante lo sacó de sus pensamientos. La campana que indicaba el inicio de las clases resonó por todo el edificio. Cerró el libro que estaba leyendo con un suspiro y se levantó, recogiendo los volúmenes para devolverlos a sus estantes. Siempre lo hacía. No era un simple hábito, sino una muestra del respeto que sentía por ese lugar. Ordenó los libros exactamente como los había encontrado, y luego salió de la biblioteca para dirigirse a su salón de clases.

A esas horas, la escuela estaba llena de vida. Los pasillos vibraban con el murmullo de decenas de conversaciones simultáneas. Algunos estudiantes caminaban rápidamente, intentando no llegar tarde a sus salones; otros se detenían en los pasillos para reír y charlar en pequeños grupos. El ambiente era caótico pero familiar. Sin embargo, él no sentía nada al respecto. Solo quería llegar a su asiento y pasar el día lo más desapercibido posible.

Fue en uno de esos pasillos, justo antes de llegar a su salón, cuando los vio. A lo lejos, un pequeño grupo de estudiantes caminaba como si el mundo girara a su alrededor. Los populares. Los que siempre parecían tenerlo todo. Su presencia era imposible de ignorar: sus risas eran demasiado fuertes, sus movimientos demasiado seguros. Eran los que tenían las mejores calificaciones, las familias más ricas, o los talentos más sobresalientes. Todo lo que él jamás sería ni querría ser.

Miró brevemente a quienes encabezaban el grupo: un par de chicos con mochilas de marcas caras y sonrisas tan perfectas que parecían falsas. Detrás de ellos, varias chicas reían, probablemente por algún chiste que ni siquiera era gracioso. Sus movimientos, sus miradas, todo en ellos le parecía insoportablemente ensayado, como si estuvieran actuando en una obra de teatro en la que él no tenía interés en participar.

Sus pensamientos se oscurecieron por un momento mientras desviaba la mirada.

"No tienen ni idea de lo que es sufrir", pensó con amargura. "Nunca sabrán lo que es pasar hambre, perderlo todo o temer por tu vida cada vez que alguien con un disfraz decide que quiere jugar a ser dios en tu ciudad. Viven en una burbuja. Si alguna vez tuvieran que enfrentarse a la realidad, se romperían en mil pedazos."

Se obligó a sí mismo a apartar esas ideas y aceleró el paso, entrando finalmente al salón. Se sentó en su lugar, ignorando las voces de sus compañeros y deseando que las horas pasaran rápido.

Las clases transcurrieron como siempre. Profesores hablando sin mucho entusiasmo, tareas entregadas a última hora y nuevos trabajos asignados para hacer en casa. Entre clase y clase, sus compañeros hablaban sin parar, llenando el salón con risas y comentarios que le parecían insoportables. Cerró los ojos un momento, intentando no escuchar.

Cuando finalmente la campana sonó para indicar el fin de la jornada, un leve alivio recorrió su cuerpo. Se levantó rápidamente, recogió sus cosas y salió del aula. Para muchos, ese sonido era solo el final de un día escolar, pero para él significaba libertad. Era el momento de dejar atrás aquel lugar lleno de risas superficiales, niños mimados y problemas que no le interesaban. El bullicio de los pasillos lo acompañó mientras se dirigía hacia la salida, sus pasos rápidos y decididos.

No le importaba nada de lo que dejaba atrás. Lo único que deseaba era llegar a casa, refugiarse en su rutina y seguir trabajando en su plan. Cada día lo acercaba un poco más a su objetivo: dejar atrás Gotham y todo lo que representaba.

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Guardó todas sus cosas en la mochila con una rapidez sorprendente. Su cuerpo parecía actuar casi de forma automática, cada movimiento preciso y eficiente. Se levantó del asiento, se colgó la mochila al hombro y salió del salón a toda prisa, como si tuviera un objetivo claro que no podía retrasarse ni un segundo más. Aquella demostración de velocidad y coordinación debería haber pasado desapercibida, como siempre sucedía con él, pero esta vez no fue así.

En uno de los últimos asientos del aula, alguien lo había estado observando. Sasuke, con el codo apoyado sobre la mesa y la barbilla descansando en su mano, entrecerró los ojos mientras seguía con la mirada la puerta por la que su compañero acababa de salir. Algo en esa escena lo inquietó, aunque no sabía exactamente qué. El raro de la clase, como todos lo llamaban, no solía destacar, pero esa reacción… esa rapidez… algo era diferente.

Un grito lo sacó de sus pensamientos.

—¡Sasuke, vamos! Tenemos que alcanzar a los demás. Abrieron unas tiendas nuevas esta semana, y no quiero que Ino nos gane cuando se trata de estar a la moda. —Sakura, como de costumbre, lo llamaba con impaciencia, tirando de él para que se apurara.

Sasuke apenas reaccionó. Su mirada seguía fija en la puerta, y su mente aún trataba de procesar aquella extraña sensación.

—Claro… ya voy, Sakura —respondió al fin, aunque su tono no reflejaba ningún interés.

La chica suspiró con frustración y tiró de su brazo con más fuerza.

—¡Vamos, vamos! Si nos demoramos, nos ganarán las mejores ofertas.

—Ya sé, Sakura. Ya sé… —repitió, dejándose llevar mientras ella lo arrastraba hacia la salida.

Antes de cruzar el umbral, Sasuke lanzó una última mirada al asiento vacío del raro de la clase. Algo estaba a punto de cambiar, y aunque no sabía por qué lo sentía, tenía claro que ese chico sería el centro de todo.

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El camino de regreso a casa era rápido. Más rápido de lo que cualquier otro podría imaginar. Sus pasos eran precisos, ágiles, casi cronometrados. Para él, cada segundo contaba. Había aprendido que el tiempo era un recurso valioso; perder incluso un momento podía marcar la diferencia entre sobrevivir o morir. "Jamás volveré a fallar", pensó mientras mantenía su ritmo constante, sus ojos clavados en el camino.

Cuando finalmente llegó a su edificio, lo hizo incluso más rápido que en la mañana. Entró al vestíbulo sin detenerse y comenzó a subir las escaleras. Su departamento estaba en el tercer piso. No era un esfuerzo considerable, pero aun así lo hacía de forma metódica, subiendo de dos en dos escalones como si cada movimiento estuviera calculado. Al llegar, sacó las llaves de su bolsillo y entró rápidamente.

Lo primero que hizo al cruzar la puerta fue cerrarla tras de sí y poner todos los seguros. Giró las cerraduras una por una, un total de cinco, y luego bajó la tabla de madera que usaba para reforzar la puerta desde dentro. Después de asegurarse de que todo estaba en orden, soltó un suspiro. Esa rutina, aunque tardaba más de lo que le gustaría, le proporcionaba una tranquilidad que no tenía precio.

Desde fuera, algunos podrían considerar aquello un exceso. "Paranoico", era probablemente lo que dirían. Pero en Gotham, la paranoia era solo otro nombre para la supervivencia. No le importaba lo que pensaran. La seguridad de su pequeño refugio era lo único que importaba.

Dejó su mochila en el sillón, un mueble pequeño y desgastado que estaba frente a una televisión compacta, y se quitó la sudadera negra que siempre usaba para salir. A medida que se iba desvistiendo, pieza por pieza, empezó a despejar su mente. Cuando quedó en ropa interior, se acercó al centro de la sala y comenzó a mover los muebles. Arrastró el sillón y la mesa de centro, dejando un espacio libre en el suelo de madera, amplio y despejado. Después, fue a su habitación y regresó con unas cuantas pesas que colocó cuidadosamente en el centro.

Era hora de su rutina de ejercicio.

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Para él, este momento era sagrado. Mientras comenzaba con los primeros movimientos, sintió cómo cada repetición le ayudaba a liberar la tensión acumulada del día. El peso en sus manos, la fuerza requerida para levantarlo, la sensación de sus músculos ardiendo... todo lo hacía sentir vivo.

"Esto es todo lo que necesito", pensó mientras daba un golpe al aire, con una de las pesas aún sujetas en su mano. Había visto videos de boxeadores que utilizaban pesas para entrenar la velocidad de sus golpes, y aunque no era un experto, imitaba sus movimientos con la mayor precisión posible.

Una combinación de ejercicios básicos con movimientos improvisados se convirtió en su rutina diaria. Era una forma de mantenerse en forma, pero también de liberar algo más profundo. Cada golpe lanzado al aire era un intento de desterrar una emoción: ira, frustración, odio. Especialmente odio. Hacia sí mismo, hacia la ciudad, hacia el mundo que parecía empeñado en aplastarlo.

Tras dos horas de esfuerzo ininterrumpido, su cuerpo estaba cubierto de sudor. Sus brazos temblaban ligeramente, pero no le importaba. Había cumplido su objetivo, y eso era lo único que importaba. Con un último suspiro, dejó las pesas a un lado y comenzó a devolver todo a su lugar. Arrastró nuevamente los muebles hasta dejarlos en su posición original. Sin embargo, las marcas en el suelo de madera, producto del peso y el arrastre constante, eran imposibles de disimular.

Por un momento, observó las marcas con cierta indiferencia. Nadie visitaba su departamento, así que, ¿a quién podría importarle? Nadie entraría, y mucho menos alguien se tomaría la molestia de inspeccionar su suelo. "No soy nadie. Y nadie se preocupa por un don nadie", pensó, antes de ir a la cocina para servirse un vaso de agua.

El resto de la noche lo esperaba: su verdadera distracción, su preciado pasatiempo, aquello que hacía que la rutina valiera la pena. Mientras bebía, dejó que sus pensamientos divagaran, y por un instante, sintió algo extraño. No supo decir si era inquietud o simplemente cansancio. Pero fuera lo que fuera, lo ignoró. En su mente, solo importaba seguir adelante. Siempre adelante.

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Terminó rápidamente con la cena y, como hacía todos los lunes, se dedicó a preparar la comida para el resto de la semana. Era parte de su rutina; un sistema eficiente que le permitía maximizar el tiempo disponible para sus actividades. Sacó los ingredientes del frigorífico, colocándolos meticulosamente sobre la encimera de su modesta cocina, e inició el proceso con movimientos prácticos y automáticos.

La cocina era pequeña, con un fregadero algo oxidado, una hornilla que crujía cada vez que encendía el fuego y un frigorífico que emitía un zumbido constante. Para él, todo esto era suficiente. No necesitaba más. Ni menos.

Cocinó en silencio, el único sonido era el chisporroteo de los alimentos en la sartén y el ocasional golpe de los utensilios contra las ollas. Una vez que terminó, distribuyó la comida en varios recipientes de plástico, colocándolos ordenadamente en el frigorífico. Con eso hecho, suspiró con alivio.

"Listo. Un problema menos para esta semana."

El hecho de tener todo preparado le daba una sensación de control. Era casi un ritual: cada tarea planificada, cada minuto aprovechado al máximo. Sin embargo, no todo en su vida giraba en torno a la eficiencia. Sabía que necesitaba un equilibrio. Tenía claro que, por mucho que se esforzara en mantener todo en orden, una mente que nunca descansa puede romperse fácilmente. Y él no podía permitirse eso. No ahora.

Fue entonces cuando pensó en su refugio personal: su preciada computadora. Aquella máquina, ensamblada pieza por pieza con años de ahorro, era más que un aparato. Era su escape, su ventana a un mundo diferente. Para otros, las computadoras eran herramientas para trabajar, estudiar o comunicarse. Para él, era su mayor fuente de distracción, un medio para silenciar aquella voz en su cabeza que nunca se detenía.

Esa voz, aunque no la odiaba, tampoco la consideraba su amiga. No era el tipo de voz que te susurra locuras o deseos oscuros. Era, más bien, una compañera insistente. Un recordatorio constante de sus responsabilidades, de los pasos que debía seguir. Incluso cuando se atascaba con algún problema, la voz parecía sugerirle soluciones. Pero cada vez que jugaba, esa voz desaparecía. Los videojuegos lograban algo que nada más podía: acallarla. Y aunque sabía que escuchar voces no era del todo normal, no se preocupaba demasiado. Mientras no interfirieran en su vida, no eran un problema.

Con esos pensamientos en mente, lavó rápidamente su plato y sus cubiertos, secándolos con cuidado antes de guardarlos en su lugar. Luego, se dirigió a su habitación.

"Hora de disfrutar mi merecido descanso."

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Eran las siete de la noche cuando encendió su computadora. La luz azulada de la pantalla iluminó la habitación con un resplandor suave y tranquilizador. Se sentó en su silla, ajustándola a la altura perfecta, y colocó sus manos sobre el teclado como quien se prepara para una tarea importante. Pero esta vez, no había tareas ni obligaciones. Solo tiempo para él.

Perderse en sus juegos era algo que podía extenderse hasta las diez de la noche o, si rompía la rutina, hasta las once. Mientras navegaba entre los menús del juego, no podía evitar preguntarse si hoy valdría la pena quedarse un poco más tarde. Después de todo, necesitaba este momento. "Tal vez hoy me dé ese pequeño lujo", pensó mientras sonreía ligeramente.

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Un par de horas más tarde, se escuchó un crujido en su silla, seguido de un suspiro cargado de cansancio.

—Ya es hora… —murmuró, arrastrando las palabras mientras cerraba el juego y apagaba su computadora.

Se levantó y tomó su teléfono para verificar la hora: 10:30.

—Todavía tengo tiempo —se dijo a sí mismo mientras se dirigía al baño para una ducha rápida.

El agua caliente chocó contra su piel, relajando sus músculos tensos. Se quedó unos minutos bajo el chorro, disfrutando del calor que le ayudaba a despejar la mente. Luego, se secó con calma y se vistió con su ropa de dormir: una playera blanca sin mangas y un short negro. Ropa simple, pero lo suficientemente cómoda como para descansar y, al mismo tiempo, útil en caso de una emergencia. En Gotham, siempre había que estar preparado para lo inesperado.

Antes de acostarse, revisó nuevamente la hora, esta vez en el reloj de su mesita de noche. 10:55.

—Lo conseguí… —susurró, satisfecho de haber cumplido con su horario.

Se deslizó bajo las sábanas, cubriéndose por completo. Apenas su cuerpo tocó el colchón, el cansancio acumulado lo golpeó con fuerza. Cerró los ojos, dejando que el sueño lo envolviera lentamente. Mientras se hundía en el letargo, una idea cruzó su mente, tan fugaz como un destello: "Mañana será igual. La misma rutina. Todo hasta que finalmente pueda graduarme y largarme de esta maldita ciudad."

Gotham seguía siendo la prisión de la que quería escapar. Pero por ahora, estaba atrapado. Todo normal, todo tranquilo.

O eso creía.

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Él no lo sabía, pero su vida había dejado de ser normal la noche anterior. Y esta noche tampoco se quedaría atrás.

Las sombras de la habitación comenzaron a moverse, retorciéndose como si tuvieran vida propia. Desde cada rincón oscuro, las sombras convergieron hacia él, envolviendo su cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Extraños apéndices emergieron de sus antebrazos, como cuchillas formadas por pura oscuridad. Su cuerpo reaccionó de forma inconsciente, moviéndose ligeramente, y pequeños sonidos de molestia escaparon de sus labios.

Dentro de su mente, estaba atrapado en una pesadilla. Revivía el peor momento de su vida, aquel que lo había marcado para siempre. Una noche que preferiría olvidar, pero que siempre volvía en sus sueños. Esa noche fue la última vez que vio a sus padres. La última vez que tuvo una familia.

El recuerdo era vívido: el sonido de los disparos, los gritos, el miedo paralizante. La impotencia absoluta. Esa sensación de ser completamente inútil, de no poder hacer nada mientras todo lo que amaba se desmoronaba frente a sus ojos.

Ese evento había sido el motor de todo lo que era ahora: su paranoia, su obsesión por el control, su rutina estricta. Pero también había sembrado algo más profundo en su interior: una ira que siempre mantenía oculta. Una rabia feroz, enterrada bajo capas de racionalidad y disciplina. Siempre se había prometido que no sería como los monstruos que infestaban Gotham. No sería como ellos.

"Nunca cometeré sus crímenes. Nunca caeré tan bajo."

Pero, en lo más profundo de su ser, también sabía otra verdad. Una que apenas se atrevía a admitir: no tenía la fuerza para vengarse. No podía enfrentarse a ellos. No ahora. Quizás nunca.

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"Pero yo sí", pronunció una voz grave, resonando con un eco casi abrumador que parecía provenir de todas partes al mismo tiempo. Su tono era oscuro, denso, como si llevara consigo el peso de algo primigenio. "Yo lo haré por ti, invocador", volvió a decir, y esta vez, una sensación de miedo puro nació en su pecho, extendiéndose por todo su cuerpo como un veneno helado.

Algo estaba mal. Muy mal. Esa voz… no era la voz que siempre le había hablado en su mente. Era distinta. Se sentía como si fuera maldad en su forma más pura, como si aquella presencia no perteneciera a ningún lugar que él pudiera comprender. Su piel se erizó, y un frío casi tangible recorrió su espalda. Nunca antes había sentido un terror así, un miedo tan instintivo que lo hacía querer desaparecer, esconderse, como si enfrentarse a aquello fuera imposible.

"¿Qué es esto? ¿Qué es lo que está pasando?", pensó, mientras trataba de reunir fuerzas para calmarse. Pero el miedo, ese miedo abrumador, le impedía siquiera pensar con claridad. No podía imaginar quién —o qué— era el dueño de esa voz. Pero lo que sabía con certeza era que no quería enfrentarse a ello. No ahora. Quizás nunca.

No tenía idea de cuánto tiempo pasó sumido en aquel estado de parálisis. El tiempo parecía haberse detenido. Pero en algún punto, algo dentro de él, quizás un destello de orgullo o pura desesperación, lo hizo reaccionar. "No. No otra vez. No voy a quedarme sin hacer nada."

Se armó de valor y, con un grito de esfuerzo, golpeó el suelo de su sueño. Una y otra vez, sus puños chocaron contra la superficie que parecía irreal pero sólida bajo su cuerpo. Después, pateó las paredes del extraño lugar en el que estaba atrapado. "Tengo que salir de aquí. No voy a quedarme atrapado, no voy a ser inútil otra vez", se repetía mientras sus golpes se volvían más feroces, más desesperados.

Finalmente, todo comenzó a derrumbarse. El suelo bajo sus pies se resquebrajó primero, rompiéndose en mil pedazos. Después, las paredes comenzaron a colapsar como si fueran simples ilusiones, dejando que la oscuridad lo rodeara por completo. Cuando el suelo se desmoronó por completo, él cayó. Cayó hacia un vacío interminable, oscuro y opresivo, que parecía tragarlo con una voracidad infinita.

Mientras caía, su instinto le hizo mirar hacia arriba, y lo que vio lo dejó paralizado.

Flotando en el aire, envuelto en un resplandor de luz azul extraña, estaba "eso". Una criatura. Un ser de forma inhumana que parecía surgir directamente de una pesadilla. Su torso estaba cubierto por una armadura negra que brillaba débilmente bajo la luz, con extrañas hojas afiladas saliendo de sus antebrazos, como si fueran extensiones de su propio cuerpo. La armadura seguía hasta su cabeza, que tenía una forma angular y perturbadora, como si fuera diseñada para infundir miedo. Pero lo más desconcertante era lo que faltaba: no tenía piernas. En su lugar, una especie de humo oscuro y denso brotaba de su cuerpo, fluyendo como si fuera una extensión viva de su ser.

La criatura lo miraba. Sus ojos, si es que eran ojos, eran dos destellos fríos que parecían atravesar su alma. Durante un momento, creyó que aquello lo mataría. Que esa mirada sería suficiente para destruirlo por completo. Pero entonces, la voz grave volvió a sonar, envolviéndolo en su eco aterrador.

"Nos volveremos a ver, invocador."

Y después, la criatura desapareció. Él siguió cayendo, atrapado en la oscuridad.

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Supo que todo había sido un sueño cuando sintió un golpe en su cabeza. El dolor lo despertó de inmediato, obligándolo a abrir los ojos de golpe. Jadeaba, su respiración era errática, como si acabara de correr una maratón. Aún podía sentir el eco de la voz en su mente, la presencia de aquella cosa, la oscuridad del vacío. Todo parecía tan real que por un momento no pudo distinguir si todavía seguía soñando.

Se llevó una mano a la cabeza, frotando el lugar donde había sentido el impacto. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que algo estaba mal. Algo más. La luz del sol le daba directamente en la cara, cegándolo momentáneamente. "¿Qué…? ¿Cómo es posible?", pensó, confundido. Siempre se despertaba antes de que saliera el sol. Siempre. Y jamás dejaba las cortinas abiertas. Pero ahí estaba: una luz brillante inundaba la habitación, iluminando todo de una manera casi antinatural.

Lentamente, levantó el brazo para cubrir sus ojos y permitir que se adaptaran al resplandor. Cuando finalmente pudo abrirlos del todo, deseó no haberlo hecho.

Su corazón se detuvo por un instante, y luego comenzó a latir con tanta fuerza que creyó que podría romperle el pecho.

—No… no… no… no… —murmuró, una y otra vez, mientras el pánico comenzaba a apoderarse de él. Sus palabras eran como un intento desesperado de negar la realidad que tenía frente a sus ojos.

La habitación estaba completamente destrozada. Las cortinas, antes cuidadosamente cerradas, ahora colgaban desgarradas a un lado de la ventana. La mesa junto a su cama estaba volteada, su lámpara rota en el suelo. Las marcas en las paredes eran profundas, como si algo afilado las hubiera rasgado con furia. Y lo más aterrador de todo eran las sombras. Las sombras que no debían estar ahí, moviéndose de manera errática como si tuvieran vida propia, como si estuvieran tratando de regresar a algún lugar que no podían alcanzar.

—¿Qué fue lo que hice? —preguntó al aire, su voz temblando de puro terror. Nadie respondió. Solo el eco de su propio pánico resonó en la habitación vacía.

Todo su cuerpo temblaba. Sentía como si el suelo bajo él pudiera desaparecer en cualquier momento, arrastrándolo nuevamente a ese lugar oscuro.

Sabía que su vida nunca volvería a ser la misma. Que todo lo que había construido, su rutina, su tranquilidad, su plan para escapar de Gotham, había cambiado en ese instante. Había cruzado un umbral que no podía deshacer. Y lo peor era que no tenía idea de cómo, ni por qué, ni qué significaba todo esto.

En el fondo, sabía que algo lo estaba observando. Algo que había despertado. Y ahora, también él estaba despierto. Demasiado despierto.

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Hola, se que no han tenido un capitulo nuevo en un cierto tiempo pero me estoy tomando el tiempo de regresar a mis capítulos anteriores y corregir ciertas cosas, arreglar unas otras, alargar algunos capítulos o acortar otros, este seria el primer capitulo en ser corregido, espero les guste y si es así, espero me den tiempo para poder terminar los otros.

Gracias y próximamente les traeré mas capítulos nuevos.