Jor observaba la niebla que cubría las calles de su ciudad como una manta espesa. Desde su ventana en el segundo piso, veía los escasos coches cruzar, las luces perdidas entre la bruma. La ciudad,
normalmente fría, parecía aún más gélida bajo esa capa de neblina, y el
silencio era absoluto. Era de esos silencios que parecían tener un peso propio,
el tipo de silencio que se clavaba en la piel, como si tuviera intención de
quedarse.
Él estaba acostumbrado a la soledad, eso era cierto, pero
en noches como esa, cuando su madre había salido hace ya varios días y no había
llamado, no podía evitar un sentimiento que no sabía muy bien cómo describir.
Era como si alguien hubiera dejado una puerta abierta en su mente, una puerta
que llevaba a recuerdos que prefería mantener cerrados. Podía sentir el vacío
de esa casa y, más que vacío, una especie de carga, como si las paredes
guardaran sus propios secretos y él fuera el único en escucharlos.
Con la mirada perdida en la ventana, Jor notó su reflejo
en el vidrio. Sus ojos grises, tan pálidos que parecían casi transparentes,
devolvieron la mirada. Ese era otro de los motivos por los que había aprendido
a evitar el contacto visual con los demás; el modo en que lo observaban siempre
era el mismo: una mezcla de curiosidad y temor. No era ciego, aunque todos
parecían asumirlo al principio, hasta que se encontraban con su mirada fija,
distante, y luego él veía cómo sus expresiones cambiaban, cómo sus palabras se
volvían incómodas. Como si sus ojos supieran algo que ellos desconocían.
Cerró las cortinas y caminó hacia el corredor oscuro de
la casa. Las paredes parecían respirar bajo el papel tapiz descolorido. Todo
estaba quieto, demasiado. Era consciente del eco de sus pasos, de su
respiración en la penumbra. Al fondo del corredor, se encontraba la habitación
de su madre, cerrada como siempre, pero no pudo evitar que sus ojos se
dirigieran hacia esa puerta. No había entrado ahí desde que ella lo había
dejado solo por primera vez, cuando tenía apenas ocho años. Ese era otro de
esos recuerdos que se filtraban en su mente sin pedir permiso.
No sabía si el sonido que escuchaba en las noches
provenía realmente de la habitación o si simplemente era su imaginación, pero
había algo ahí, algo que le producía escalofríos. A veces sentía como si
hubiera una presencia detrás de esa puerta, algo que lo observaba desde las
sombras, algo que sabía más de él de lo que él mismo podía entender. Pero, de
nuevo, siempre estaba solo.
Jor apartó la mirada de la puerta, intentando sacudirse
esos pensamientos. Caminó hasta su cuarto, donde las paredes estaban casi
desnudas, salvo por una vieja fotografía de cuando era niño. Su madre le había
tomado esa foto en uno de esos pocos momentos en los que parecían una familia
normal. Él tendría seis o siete años. A veces, miraba esa foto buscando algún
rastro de ese niño, preguntándose en qué momento había cambiado tanto, en qué
momento había comenzado a cargar con esa especie de tristeza sin nombre que se
aferraba a él.
Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Pero la oscuridad
no le traía consuelo. Era como si las voces que no escuchaba en la realidad lo
alcanzaran allí, en el silencio de su mente. Ecos de discusiones, palabras que
no recordaba haber escuchado, pero que parecían grabadas en algún rincón de su
cerebro. Escuchaba la voz de su madre, distante, fría, diciéndole que no
hiciera ruido, que no hablara con los vecinos, que fuera invisible. Y entonces,
siempre surgía aquella última imagen de su padre: un hombre de rostro
desdibujado por el tiempo, alguien que parecía más un recuerdo borroso que una
persona real.
A medida que el sueño lo alcanzaba, imágenes inconexas se
mezclaban en su mente. La casa, su madre, su padre, y él, siempre en medio,
siempre solo. Sentía algo que nunca había compartido con nadie: la sospecha de
que había algo fundamentalmente equivocado en él. Algo que lo hacía diferente,
ajeno. Como si todos sus recuerdos fueran sólo piezas incompletas de un
rompecabezas que nunca lograría armar. Como si todos supieran algo que él
ignoraba y estuvieran esperando que se diera cuenta.
Esa noche, como tantas otras, la inquietud fue más fuerte
que el sueño. Jor se sentó en la cama, escuchando el silencio de la casa.
Sentía algo extraño en su interior, una especie de presión, una necesidad de
entender, aunque no supiera el qué. Por alguna razón, miró hacia la puerta de
su habitación, la misma que daba al corredor y, al final, a la habitación de su
madre. ¿Qué había ahí que le provocaba tanto miedo? ¿Qué era lo que sus propios
recuerdos parecían evitar?
Antes de poder detenerse, ya estaba de pie. La madera del
suelo crujió bajo sus pies. Se detuvo un momento frente a la puerta, y por un
instante creyó escuchar algo, un sonido lejano, como si alguien respirara al
otro lado del corredor. Tragó saliva y abrió la puerta lentamente. La penumbra
del corredor lo recibió con los brazos abiertos, y Jor sintió cómo el aire se
volvía denso, pesado.
Avanzó con pasos lentos hacia el final del pasillo, donde
la puerta de su madre lo esperaba. Su mano tembló al extenderla hacia el
picaporte. Sabía que, si la abría, no habría nada ahí, solo una habitación
vacía. Pero en el fondo, una parte de él temía descubrir que, después de todo,
no estaba tan solo como siempre había creído.