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Chapter 24 - 024. Dolor y ritual

En el santuario de Alfonso, la calma finalmente parecía reinar. Amelia, sin embargo, mantenía su distancia de Duncan, quien, tras varios intentos de acercamiento, sólo recibía su espalda y un desplazamiento silencioso hacia otro rincón de la sala.

El santuario de Alfonso era la antítesis del de Inmaculada. En lugar de la opresiva penumbra de una mazmorra, se erguía una majestuosa biblioteca con techos abovedados que superaban los diez metros. Una bóveda de cristal bañaba la sala con luz natural, otorgando a cada rincón un aura casi sagrada.

La sala tenía forma rectangular, de veinticinco metros de largo por diez de ancho. Las paredes más extensas estaban cubiertas de estanterías que alcanzaban hasta el techo, abarrotadas de libros. A media altura, una pasarela de madera corría paralela a ambas paredes, accesible por escaleras móviles que conectaban los niveles inferiores y superiores.

Las paredes cortas, revestidas de piedra, ofrecían detalles llamativos: en la pared sur, un rosetón presidía la parte alta, mientras que la pared norte albergaba una imponente chimenea.

Bajo el rosetón se alzaba una figura demoníaca, imponente, como un dios oscuro venerado en aquel lugar. Frente a la estatua, un escritorio que bien podía ser un altar.

En el centro de la sala se dibujaba un pentagrama de unos dos metros y medio de radio. Junto a la chimenea, cinco sillones formaban un círculo, evocando los vértices de una estrella de cinco puntas. Cada sillón contaba con una mesita y una lámpara.

A la derecha de la chimenea, una nevera con vinos y un mueble bar; a la izquierda, un armario repleto de leña y utensilios para avivar el fuego.

Amelia recorría la habitación, atrapada entre la admiración y la cautela. Su necesidad de evitar a Duncan quedaba eclipsada por los detalles que llenaban el santuario: las estanterías rebosantes de libros, la majestuosa chimenea, y, sobre todo, la ominosa figura demoníaca que parecía observarla desde su pedestal. Era la primera vez que accedía al santuario de Alfonso, y no podía negar que la atmósfera imponía. Los sillones parecían invitar a largas horas de lectura con una copa de vino en la mano, mientras las pasarelas y escaleras de caoba, talladas con exquisito detalle, daban un aire solemne al lugar. Pero lo que realmente atrapaba su mirada era el inmenso demonio que presidía la sala, causando un nudo en su estómago.

—Nekrathis —murmuró Alfonso al oído de Amelia, con un tono reverencial. —El Guardián del Velo, el conocedor de los secretos y el atesorador de todo el conocimiento.

Las palabras de Alfonso enviaron un escalofrío por la columna de Amelia. La figura tenía alas que recordaban a un ángel, pero la máscara y las garras no dejaban lugar a dudas: aquello era un demonio.

—¿Tu demonio sirve a Nekrathis? —preguntó Amelia, con la mirada fija en cada detalle de la escultura.

—No, un familiar no necesariamente debe servir al demonio al que rindes culto. Puede ser un gato, un espíritu... —Alfonso lanzó una mirada significativa hacia Lucy— o cualquier ser con el que establezcas un pacto. Este vínculo une ambas vidas, hechicera y familiar, para siempre. Por eso muchos buscan demonios poderosos, aunque no todos tienen la habilidad para subyugarlos. —Su mirada se desvió hacia Inmaculada y su diminuta diablilla.

Amelia siguió la mirada de Alfonso hacia la diablilla de Inmaculada. Comparada con el imponente demonio de su hermano, aquella criatura resultaba mucho menos intimidante. Pero entonces se preguntó: ¿en qué radicaba realmente el poder de un demonio? —¿La diablilla de la señora Montalbán no es poderosa?

—Todo depende de cómo se utilice. Ella considera a su diablilla más útil que a mi demonio. En su caso, la criatura sí sirve a Nekrathis, lo que supone una ventaja... pero también un riesgo. Como su maestro, todos sus servidores son expertos en la mentira, el engaño y las medias verdades.

Amelia fijó su mirada en Alfonso. Si todos sus servidores eran expertos en la mentira, el engaño y las medias verdades, ¿cómo podía confiar en él?

La puerta se abrió, captando de inmediato la atención de todos. Amelia sonrió al ver entrar a Daniel, seguido de Luis, Marina y Rosa. Sin embargo, su sonrisa se desvaneció al notar cómo Luis y Daniel se acercaban a Inmaculada, mientras Marina y Rosa corrían hacia Duncan con una efusividad que le resultó incómoda.

Duncan recibió a Marina y Rosa con una amplia sonrisa, abrazándolas con una familiaridad que no pasó desapercibida. —¿Me extrañaron tanto después de pasar toda la noche juntos?

La pregunta no fue pronunciada muy alta, pero fue suficiente para llegar hasta Amelia, pero le sentó escuchar la respuesta de Rosa.

—Fue la mejor noche desde que somos mujeres. Estuviste genial en la cama.

Amelia apretó los puños, sintiendo cómo la rabia y la humillación le subían al rostro. ¿Cómo podía Duncan, que la había golpeado por salvarse, pavonearse ahora tan cercano a Marina y Rosa? La ironía la quemaba por dentro, pero fue la mención casual de "la mejor noche" lo que terminó de quebrarla. Sin pensarlo, avanzó hacia él con pasos firmes, ignorando las miradas de las otras dos. Las cuales le saludaron de forma animada.

—¡Callaos, zorras! —Amelia avanzó como una tormenta, ignorando las miradas de Marina y Rosa mientras sus ojos se clavaban en Duncan. —¿Te has acostado con ellas?

Mientras esas palabras salían de sus labios, sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

—No es lo que crees. —Contestó Duncan, viéndose acorralado y sin encontrar una verdadera salida.

Rosa abrió la boca para responder, pero Marina le sujetó el brazo con fuerza, deteniéndola. Sabían que sus destinos pendían de las palabras que Duncan pudiera pronunciar.

—¿Qué creo? Rosa acaba de decir: "Oh, Duncan, anoche fue el mejor polvo de mi vida."

Duncan posó su mirada en Marina y Rosa; estaban asustadas ante su posible reacción.

—No ha dicho eso.

—Oh, tal vez no fueron sus palabras exactas, pero capté el mensaje. —Amelia desvió su mirada hacia Rosa y Marina, con los ojos llenos de desprecio. —Habéis tardado poco en convertiros en unas verdaderas zorras. Y yo que me preocupaba por vosotras.

—¿Preocupadas por nosotras? Desde que te salvaste no has vuelto a visitarnos. Un verdadero amigo hubiera intentado vernos sabiendo cuál iba a ser nuestro destino.

Las palabras de Marina fueron puñales en el corazón de Amelia. Si había preguntado por ellas, había estado preocupada, pero no hizo realmente nada por conseguir visitarlas o salvarlas.

—Mi vida tampoco ha sido sencilla desde nuestra transformación en mujeres. He sido acosada, humillada, manoseada, obligada a ser una aprendiz sumisa y a un matrimonio. —Se mordió la lengua; había querido también hablar de los demonios o de las cosas desagradables obligadas a realizar por Inmaculada.

—¿De verdad crees que lo tuyo es peor? Por Dios, Amelia, nos entrenan para ser prostitutas. Cada día soportamos miradas que nos devoran como si ya fuéramos de ellos. Ayer, Duncan fue el único que nos trató con humanidad. Ni siquiera sabíamos que estaba prometido contigo —mintió Marina, su voz cargada de falsa inocencia—. Enseñarle cómo complacer a una mujer fue nuestra única forma de evitar algo peor.

—Él era una mujer, sabe complacer a una mujer mejor que tú o yo. —Gruñó Amelia, conteniéndose las ganas de golpearla.

Duncan sonrió, satisfecho. Amelia estaba celosa, y eso sólo confirmaba lo que sospechaba: ella sentía algo por él. ¿De qué otra forma se explicaba su reacción tan intensa? Duncan dio un paso hacia ella y la abrazó, asegurándose de atrapar sus brazos en el abrazo para evitar una bofetada o puñetazo.

—Déjame explicarlo. No he tenido sexo con ellas, pero si mi hermana se entera, ellas serán las que paguen el precio. Hablaremos de esto cuando estemos a solas. —Susurró al oído, fingiendo besarle la oreja y el cuello en un gesto calculado.

—¡Aléjate de mí! —gritó Amelia, empujándolo con todas sus fuerzas. —No vuelvas a hablarme de fidelidad, pedazo de mierda.

El ambiente en el santuario de Alfonso se había tensado hasta romperse. La reconciliación entre Amelia y Duncan parecía ahora un sueño lejano. Amelia sentía una mezcla de ira y frustración al verse atrapada con él, aquel ser despreciable al que, para su desgracia, estaba destinada.

Inmaculada observaba la escena con frialdad calculadora. Sabía que esto dificultaría aún más sus intentos de recuperar a su hermana. Quizás la única solución sería que Duncan desviara su atención hacia Rosa o Marina, y que alguna de ellas correspondiera a sus sentimientos.

Alfonso se acercó para abrazar a Amelia, sintiendo una punzada de empatía. Duncan había destrozado su corazón, pero en medio de aquel caos, él al menos ganaba una hermana a la que proteger para siempre.

Duncan permaneció junto a Rosa y Marina, perdido en sus pensamientos. Amaba a Amelia más que a nada, pero no podía permitirse ser tan cruel como para sacrificar a las otras dos. Además, no estaba seguro de poder confiar en que Rosa y Marina respaldarían su versión si Inmaculada llegaba a interrogarlas.

Marina y Rosa fingían una cercanía afectuosa con Duncan, conscientes de que su futuro dependía de ello. Para Marina, romper la relación entre Amelia y Duncan era un precio insignificante si eso le aseguraba escapar del club. Rosa, en cambio, buscaba desesperadamente una solución que les permitiera salir indemnes a todos, incluida Amelia. Tal vez, pensaba Rosa, podría aspirar a un destino similar al de Amelia: ser vendida a un matrimonio con alguien como Duncan, que al menos no parecía un monstruo.

Daniel y Luis intercambiaban miradas nerviosas mientras observaban los rostros tensos de Duncan, Amelia, Rosa y Marina. Sabían que, si esta relación terminaba de romperse, alguien pagaría las consecuencias. Y ambos tenían claro que no querían ser los chivos expiatorios.

El tejedor de ilusiones rompió el tenso silencio del santuario. Su voz era grave y ceremoniosa, como si cada palabra llevara consigo un peso arcano.

—Creo que todo está listo. Podemos comenzar cuando queráis. Por favor, tomad asiento. Cuando empiece a tejer, es posible que experimentéis mareos... o incluso desmayos. —Su mirada se detuvo, intencionada, en Amelia.

Amelia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La idea de que su mente sería despojada y reconstruida la llenaba de un terror silencioso. Con pasos vacilantes, se dirigió hacia el altar. Se sentó en el suelo, cruzando las piernas, y notó una mancha oscura en su falda. La sangre seca del golpe que le había dado a Duncan aún estaba allí, un recordatorio amargo de lo que había pasado. Cuando él se sentó a su lado, ella apartó la mirada y suspiró con resignación.

Elías, el tejedor, inspeccionó el altar con movimientos lentos, como si estuviera calibrando un instrumento delicado. Finalmente, se decidió por el centro del pentagrama. Con una daga ritual que relucía bajo la bóveda de cristal, se acercó a Amelia. Ella contuvo la respiración y apartó la mirada cuando sintió el filo frío abrir su piel. La sangre fluyó con rapidez, llenando un cuenco de madera que Elías sujetaba con manos firmes.

Alfonso observaba la escena desde un rincón, su expresión tranquila pero cargada de un peso emocional que no mostraba. Cuando Elías regresó al altar, Alfonso dirigió una mirada a Inmaculada y esbozó una media sonrisa.

—Siempre prefieres métodos modernos, ¿no? —comentó Alfonso con cierto sarcasmo.

Inmaculada no respondió, aunque su desdén hacia la "antigüedad" de los rituales era evidente. Sin embargo, sabía que ciertos entes requerían tributos específicos, y la sangre, con todo su simbolismo, era un precio casi universal.

—¿Por qué usáis sangre para la magia? —preguntó Amelia con un hilo de voz, incapaz de reprimir su curiosidad, incluso en un momento tan crítico.

Elías no dejó de trabajar mientras respondía: —No siempre es necesario. Pero algunos entes exigen este pago para conceder su poder. Es un vínculo primigenio, imposible de eludir. —Con movimientos precisos, cerró las heridas de Amelia con un leve susurro mágico.

Amelia observó, impresionada. Incluso en medio de su temor, no podía evitar reconocer la habilidad de Elías.

El tejedor colocó el cuenco en el centro del pentagrama y encendió los cinco quemadores dispuestos en las puntas. Una espiral de humo rojo comenzó a elevarse mientras él entonaba cánticos en una lengua olvidada por el tiempo. La sangre, bajo su control, empezó a brotar del cuenco en forma de finos hilos carmesíes. Elías movía las manos con delicadeza, como si estuviera tejiendo una tela invisible.

Entonces, llegó el primer impacto. Un dolor profundo, como si le arrancaran una parte de sí misma, la atravesó cuando el recuerdo de su abuela se desvaneció en un vacío abrumador. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, pero no tuvo tiempo de asimilarlo antes de que otro rostro comenzara a desvanecerse en su mente. A medida que los cantos continuaban, uno a uno, los rostros de su familia y sus amigos comenzaron a desdibujarse. Cada rostro que desaparecía de su mente dejaba un vacío desgarrador, como si le arrancaran pedazos de su alma. Quiso resistirse, aferrarse a esos fragmentos de lo que una vez fue, pero el dolor era demasiado.

El objetivo de Elías era claro y cruel: borrar a Roberto sin dejar rastro, mientras conservaba intacta a Amelia. Cada recuerdo arrancado debía ser sustituido por otro equivalente, aunque protagonizado por rostros ajenos, cuidadosamente entrelazados para mantener la coherencia en su nueva vida. Pero el proceso era brutal, y Amelia no tardó en desplomarse, inconsciente por el sufrimiento.

Mientras tanto, Alfonso, Rosa, Marina y Duncan también experimentaban los efectos del tejido. Sus memorias eran alteradas para borrar cualquier rastro de Roberto. En su lugar, un nuevo hermano para Alfonso, ficticio pero creíble, ocupaba ese lugar en sus mentes.

Elías continuó sin detenerse. Incluso cuando Amelia quedó inconsciente, los hilos seguían trenzándose, arrancando y reescribiendo recuerdos con precisión quirúrgica. Para Amelia, todos los eventos antes de la fatídica noche del crimen fueron sustituidos, salvo por algunos fragmentos inalterados, como su relación con María o la amistad con Diego y Martín. Sin embargo, todo lo que vino después fue tejido para crear una narrativa en la que siempre había sido Amelia.

Finalmente, Elías pasó a redefinir la realidad externa. Una legión de personas ajenas al ritual comenzó a recibir el influjo de su magia, ajustando sus recuerdos y percepciones para aceptar la existencia de Amelia como una mujer real. La fachada se extendía a toda su vida: documentos, fotografías, interacciones... Todo lo necesario para que la ilusión se convirtiera en verdad.

Cuando el tejido de Amelia terminó, Elías se enfocó en Duncan. Aunque sus propios recuerdos permanecerían intactos, el resto de los involucrados lo recordarían como un hombre desde el principio. La estructura de la realidad debía sostenerse, incluso si algunos conocían la verdad.

El ritual pareció extenderse por una eternidad, y cuando Elías finalmente bajó las manos, el santuario se llenó de un silencio pesado. Era como si las piedras mismas hubieran presenciado un acto prohibido, cargado de una oscuridad que jamás se disiparía. El aire cargado parecía contener el eco de los recuerdos que habían sido arrancados y los hilos que los reemplazaron. Amelia seguía inconsciente en el suelo, mientras Alfonso se inclinaba para cubrirla con una manta. Duncan permanecía en silencio, observando su rostro con una mezcla de culpa y deseo.

—Cuando despierte, lo sabrá todo —anunció Elías con voz cansada pero firme—. La cuestión es cómo decidirá enfrentarlo.

El silencio se apoderó de la sala, cargado de incertidumbre.