"Que tu alma descanse en paz."
Esas fueron las últimas palabras que oí antes de que todo terminara.
Ahora estoy aquí, contemplando mi propio cuerpo.
Una bolsa cubre mi cabeza, de la que aún se desprenden humo y vapor. Estoy sentado en una silla, inmóvil, salvo por los espasmos que recorren mis extremidades.
Lo observo.
No siento nada.
Absolutamente nada.
Quizá solo un leve alivio.
El alivio de saber que, al fin, todo ha terminado.
Esta existencia fue una carga insoportable y ahora, por fin, me he liberado de las cadenas invisibles que siempre me ataron.
Ya no hay nada que me retenga.
Paz… o algo parecido.
Hoy, 29 de octubre de 2024, a mis 27 años, he muerto.
He cumplido mi condena.
Tiempo atrás…
Mis muñecas, tobillos y torso están sujetos con correas firmes.
Frente a mí, tres figuras completan la escena:
El guardia, que camina de un lado a otro, supervisando cada detalle con la apatía de quien ha visto lo mismo demasiadas veces.
El sacerdote, murmurando plegarias como si fueran a marcar alguna diferencia.
Y el verdugo, de pie junto a la palanca, su rostro oculto tras una máscara.
Los cargos en mi contra son claros: homicidio con circunstancias agravantes.
Es decir, asesinato y tortura.
No voy a justificarme. No voy a pedir perdón.
Aquel desgraciado se lo merecía.
No me arrepiento de nada.
Por un instante, cierro los ojos y la imagen de mi pequeña aparece en mi mente.
Su sonrisa.
El sonido de la lluvia golpeando la ventana.
El viento azotando la calle aquella noche.
Ahí empezó todo.
—¿Quieres decir unas últimas palabras? —pregunta el guardia.
Levanto la mirada.
Pero no respondo.
No tengo nada que decir.
El silencio se alarga unos segundos antes de que el guardia se gire hacia el cristal de la sala de observación. Al otro lado, varios testigos bien vestidos observan la escena con expresión impasible. Unos diez, quizá más. Entre ellos, un médico con su bata blanca.
"Podríais fingir un poco, al menos."
Frunzo el ceño.
Algunos de ellos sonríen de vez en cuando. En sus ojos hay algo que no logro describir.
Emoción.
Como si estuvieran viendo un espectáculo.
Un entretenimiento que no se vive todos los días.
"Hijos de puta."
Aprieto los puños con rabia, pero no hay nada que pueda hacer.
El guardia coloca un paño oscuro sobre mi cabeza y lo ajusta firmemente al cuello.
Oscuridad.
Apenas un destello de luz se filtra a través de la tela.
Mi respiración se vuelve pesada.
El aire se siente denso.
Puedo notar cómo me colocan algo en la cabeza y en las piernas.
Está frío.
No necesito verlo para saber qué es.
También revisan las correas una última vez.
"Que tu alma descanse en paz."
El sacerdote pronuncia la frase mientras se aleja. Sus pasos resuenan en la sala.
Aquellas palabras se clavan en mi mente.
—De acuerdo con la sentencia del tribunal, por la autoridad del Estado, se procederá con la ejecución.
La voz del guardia apenas me suena real.
Oigo el sonido de la palanca al ser accionada.
Un chasquido metálico.
Luego, el zumbido de un generador activándose.
El ruido crece.
Me tenso.
Todos los músculos de mi cuerpo se contraen.
Pero no puedo moverme.
Mi respiración se acelera.
Mi corazón golpea el pecho con fuerza.
El sonido sigue subiendo.
"Estoy listo."
"Estoy preparado."
Eso creía.
Pero la realidad es otra.
El zumbido aumenta.
"No quiero morir."
"No así."
¡AUMENTA!
"Esto es una jodida injusticia."
Aprieto los dientes con tanta fuerza que el sabor metálico de la sangre llena mi boca.
El sonido desaparece.
—Mierda, esto de verdad…
No termino la frase.
El dolor es inmediato.
Un fuego invisible recorre mi cuerpo.
Mi piel arde. Centímetro a centímetro.
Desde la punta de los pies hasta la cabeza.
Es como si mi cráneo estuviera a punto de estallar.
Y, de pronto…
Estoy ahí.
Frente a mi propio cuerpo.
Miro cómo se sacude violentamente, desgarrándose en un intento inútil por liberarse.
El proceso apenas dura unos segundos.
Luego, queda inmóvil.
Solo algunos espasmos ocasionales.
Mi piel está negra, carbonizada. El humo y el vapor siguen saliendo de mi cuerpo.
Mi brazo derecho ha quedado en un ángulo antinatural, con el codo separado del cúbito y el radio, una imagen grotesca e irreconocible.
La puerta de la sala se abre.
El guardia y el médico entran con mascarillas.
Mientras los observo, una luz cegadora inunda mi visión.
Y en un instante…
Oscuridad.
Solo oscuridad.
No puedo ver mis manos.
No puedo respirar.
No sé si me estoy moviendo.
No siento mi cuerpo.
He perdido toda sensación.
No queda nada.
Nada…
Excepto mi conciencia.
Una lucidez aterradora me invade.
Un miedo primitivo se apodera de mí.
Y solo una pregunta resuena en mi mente:
—¿Esto es la muerte?