Hace 10.000 años - Jardín del palacio de los monarcas de Hyrule, durante el crepúsculo
Sonia estaba de pie en el jardín del palacio, con la luz del atardecer tiñendo su cabello de un dorado cálido. Su semblante reflejaba una mezcla de bondad y sabiduría, como si la serenidad misma la rodeara. Fue entonces cuando Zelda, desde la distancia, la vio: una figura que se acercaba, su silueta oscura y sus movimientos cautelosos.
La figura tomó forma a medida que se acercaba. Era una réplica de Zelda, pero su sonrisa era un demasiado amplia, sus ojos demasiado vacíos.
—¿Zelda? —preguntó Sonia, con la voz teñida de confusión, pero no de miedo.
Cuando la copia no respondió, Sonia bajó ligeramente la guardia y soltó una pequeña risa, cargada de incredulidad.
—Esto es un truco burdo —murmuró para sí misma, y giró su cabeza hacia el horizonte, ignorando a la réplica.
Ese instante fue suficiente. Desde las sombras, Ganondorf emergió, su daga brillando como una lengua de serpiente al sol. Antes de que Sonia pudiera girarse por completo, la hoja se hundió en su espalda.
Sonia arqueó el cuerpo, soltando un grito ahogado que resonó como un eco en el jardín. El filo de la daga atravesó carne y hueso, robándole el aliento y dejándola caer al suelo como una flor cortada antes de florecer por completo.
—¡No! —gritó Zelda, corriendo hacia ella desde la distancia, pero sus pies parecían atados al suelo, su voz tragada por el viento.
Ganondorf, con una sonrisa retorcida, alzó la piedra secreta que colgaba del cuello de Sonia, arrancándosela con un tirón brutal.
—Tu bondad fue tu mayor debilidad —susurró Ganondorf al oído de Sonia mientras el brillo de la piedra reflejaba la vida que abandonaba los ojos de la reina.
Ganondorf sostuvo la piedra frente a su rostro, sus ojos encendidos de ambición.
—Y este poder será mi ascenso.
Con un movimiento preciso, incrustó la piedra en su frente. La reacción fue inmediata. Un aura oscura se expandió, consumiendo el jardín en un torbellino de energía maligna. Ganondorf gritó, un sonido gutural y visceral, mientras su cuerpo se contorsionaba bajo el peso del poder que lo transformaba.
Zelda cayó de rodillas, viendo cómo las extremidades de Ganondorf se alargaban, su piel se oscurecía, y su rostro se deformaba en una máscara de malicia. El Rey Demonio había nacido.
Rauru no dudó. Con un gesto rápido y decidido, invocó un escudo de energía que envolvió a Zelda y a él mismo, bloqueando la devastadora ola de malicia que emanaba del recién transformado Ganondorf. Su rostro, aunque marcado por el dolor, no mostraba duda alguna. Con un movimiento urgente, activó el teletransporte, llevándose consigo a Sonia, que yacía en sus brazos, fría e inmóvil.
Ganondorf, embriagado por el poder que recorría sus venas, observó sus propias manos con admiración. La fuerza absoluta se manifestaba en cada fibra de su ser. Dio un giro sobre sí mismo, alzando sus brazos hacia el cielo mientras una risa ominosa brotaba de su garganta.
De repente, un viento oscuro comenzó a soplar, arrastrando consigo la paz del reino. El cielo, otrora claro, se oscureció con una neblina roja que lo envolvía todo. Una luna carmesí, enorme y amenazante, ascendió, presidiendo el apocalipsis que estaba por desatarse. Ganondorf alzó su brazo derecho y, con un grito de satisfacción, liberó oleadas de malicia que comenzaron a formar hordas de monstruos. Criaturas deformes y sedientas de destrucción emergieron de las sombras, listas para cumplir su voluntad.
—¡Avanzad, mis súbditos! —vociferó, su voz resonando como un trueno—. ¡Usad el poder que os concedo para arrasar con Hyrule! ¡Destruid todo a vuestro paso y no dejéis nada en pie!
Con un gesto grandilocuente, invocó a Phantom, su montura fantasmal, una criatura imponente que parecía surgir de las pesadillas más oscuras. Montado en ella, comenzó a extender su malicia por el reino, como un dios oscuro reclamando su dominio.
Hace 10.000 años - Templo Olvidado de Hyrule
Rauru se encontraba de rodillas junto al cuerpo inerte de Sonia, sus manos temblorosas acariciando su rostro, ahora pálido y desprovisto de vida. Su mente se negaba a aceptar lo que veía, como si en cualquier momento ella pudiera abrir los ojos y sonreírle como siempre había hecho. La piedra secreta que colgaba de su cuello, ahora arrancada por Ganondorf, dejaba un vacío tangible, como si el mundo entero hubiera perdido parte de su equilibrio.
—¡Sonia! —gimió Rauru, su voz quebrada por la desesperación. Se inclinó hacia adelante, presionando su frente contra la suya, mientras las lágrimas caían libremente por sus mejillas y se mezclaban con la sangre que manchaba su ropa. —¡Cómo permití que esto ocurriera! Perdóname... —murmuró con un tono que era casi un susurro.
Detrás de él, Zelda se mantenía en silencio, con las manos apretadas contra su pecho, incapaz de contener sus propias lágrimas mientras contemplaba la escena.
Rauru alzó lentamente la cabeza, sus ojos llenos de una furia contenida que brillaba como brasas. Su rostro, normalmente calmado y noble, estaba deformado por una mezcla de dolor y rabia. Se levantó con dificultad, sus movimientos torpes y lentos, como si el peso de su pesar lo arrastrara hacia el suelo.
—¡Maldito seas, Ganondorf! —rugía, su voz reverberando en el recinto como un trueno. Sus puños se cerraron con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos. —¡Acabaré contigo, aunque me cueste la vida! Pagarás por cada lágrima derramada, por cada vida que has destruido.
El brillo de su piedra secreta, que colgaba de su cuello, comenzó a intensificarse, reflejando la intensidad de su emoción. La luz dorada envolvió su figura, creando un contraste casi celestial con la oscuridad que lo rodeaba. Zelda dio un paso adelante, queriendo consolarlo, pero también temiendo la intensidad de su dolor.
—Rauru... —murmuró Zelda, su voz temblando. Pero no encontró palabras que pudieran aliviar su pesar.
Hace 10.000 años. La Guerra del Destierro.
Rauru, Zelda y Mineru se encontraban al frente de los cuatro ejércitos de Hyrule, cada uno comandado por un sabio elegido entre los mejores de su raza. Las piedras secretas que les habían sido otorgadas brillaban intensamente, amplificando sus poderes y encendiendo la moral de sus soldados. El rugido del viento, mezclado con los cánticos de guerra y el sonido de los tambores, resonaba como un preludio al enfrentamiento que definiría el destino del reino.
Del pueblo Gerudo, la Sabia del Trueno, una matriarca imponente y orgullosa, lideraba a las guerreras de su tribu. Su cabello ondeaba al viento mientras lanzaba rayos que partían en dos a las legiones de monstruos a su paso. Cada una de sus palabras era una declaración de desafío hacia Ganondorf.
—¡Nadie ensucia el nombre de las Gerudo! —exclamó, y su voz resonó como un trueno que sacudió el campo de batalla. Su ejército, con las lanzas en alto, respondió con un grito ensordecedor y cargaron con la fuerza de una tormenta desatada.
Desde la región de los Zora, la princesa heredera y Sabia del Agua lideraba a sus soldados con gracia y determinación. Blandía su tridente ceremonial, que destellaba con un azul profundo, y con cada movimiento convocaba torrentes de agua que arrasaban con los enemigos.
—¡No permitiré que ensucien nuestras aguas con su maldad! —declaró, mientras su pueblo, alineado con precisión, avanzaba como una marea imparable, inundando y purificando la corrupción que dejaban los engendros del Rey Demonio.
Desde los cielos, el Sabio del Viento, un Orni con plumas relucientes y ojos afilados, lideraba a los arqueros de su tribu. Sus alas creaban potentes corrientes aéreas que desviaban proyectiles enemigos y desestabilizaban a las criaturas voladoras.
—¡Protegeremos los cielos con nuestras flechas! —gritó mientras disparaba una andanada de flechas imbuidas de poder divino, perforando las filas de monstruos alados que se cernían sobre el ejército. Su pueblo, con precisión y destreza, desató una lluvia de flechas que cubría el horizonte.
Finalmente, al frente del ejército de Eldin, el Sabio del Fuego, un Goron colosal con una fuerza descomunal, lideraba a su tribu en una embestida devastadora. Sus puños de roca golpeaban la tierra con tal fuerza que abrían grietas que tragaban a los enemigos.
—¡Sabrán lo que es enfrentarse a los Goron! —rugió, riendo con estruendo mientras embestía a una horda de monstruos, pulverizándolos. Sus guerreros, inspirados por su valentía, chocaban sus armas contra las rocas, generando un estruendoso tamborileo que resonaba en todo el campo de batalla.
Zelda observaba desde la retaguardia, sintiendo cómo la esperanza y el temor se entrelazaban en su corazón. A su lado, Mineru permanecía imperturbable, aunque sus ojos reflejaban la preocupación que albergaba por el resultado de esta guerra. Rauru, al frente de todos, levantó su brazo, su piedra secreta irradiando una luz dorada que atravesó la penumbra.
—¡Por Hyrule! ¡Por Sonia! ¡Por nuestras familias! —rugió, su voz amplificada por el poder de su piedra, y con un gesto lideró la carga.
El campo de batalla estalló en un caos controlado, una mezcla de magia, estrategia y sacrificio. Las líneas de soldados avanzaban con valor, cada raza aportando su fuerza única al enfrentamiento. El aire se llenó de gritos de guerra y rugidos de monstruos, mientras la esperanza de Hyrule se enfrentaba a la oscuridad más absoluta.
Los días pasaban, pero la moral de los ejércitos comenzaba a desmoronarse. Por cada victoria obtenida con esfuerzo y sacrificio, una nueva luna carmesí surgía en el horizonte, trayendo consigo un ejército renovado de monstruos. Las fuerzas de Hyrule luchaban con valentía, pero el ciclo interminable de resurrección agotaba su esperanza y su fuerza. Las caras de los soldados, una vez llenas de determinación, ahora mostraban el peso del cansancio y la desesperación.
Las noticias no eran mejores. Uno tras otro, los ejércitos fueron cayendo. Las defensas de las Gerudo fueron arrasadas por un ataque sorpresa durante una tormenta de arena. En el este, los Orni, acorralados en sus nidos, luchaban desesperadamente por mantener su territorio mientras las criaturas voladoras los superaban en número. En Eldin, las fuerzas de los Goron resistían con obstinación, pero cada vez se veían más mermadas. Incluso las aguas de los Zora no eran un refugio seguro; la malicia contaminaba los ríos, debilitando sus líneas defensivas.
Hace 10.000 años. Palacio de Rauru, primer monarca de Hyrule. Dormitorio de Zelda.
Zelda, en su dormitorio, repasaba las comunicaciones que llegaban de los distintos frentes con el corazón encogido. Las derrotas se acumulaban y el peso de las decisiones que debía tomar se hacía cada vez más insoportable.
Antes de acostarse, se acercó al balcón, buscando un respiro, pero lo que encontró fue una escena de pesadilla. La niebla rojiza se extendía como un velo infernal sobre el cielo nocturno, mientras la luna carmesí brillaba como un ojo maligno en el horizonte. En la lejanía, las hordas del ejército de la oscuridad se reunían, sus movimientos acompasados por el retumbar de los tambores de guerra y los ecos de los cuernos. Cada sonido hacía vibrar el espacio, como si el mundo mismo anticipara la llegada de la destrucción.
El aire olía a oscuridad, a malicia, a muerte inminente. Zelda sintió un escalofrío recorrerle la piel, pero antes de que pudiera apartar la vista, algo la detuvo. Una presencia invisible, una fuerza que no podía ver pero que podía sentir, se encontraba junto a ella.
Su respiración se agitó, y retrocedió un paso, su cuerpo tenso y su mente atrapada entre el miedo y el desconcierto. El aire parecía vibrar con esa presencia, como si la realidad misma estuviera a punto de desgarrarse.
—¿Quién eres? —preguntó, su voz temblorosa.
Zelda escuchó una voz femenina, una vibración que no articulaba palabras, pero que, sin saber por qué, lograba transmitir un mensaje a su mente.
—Extended vuestra mano, princesa del tiempo.
Por alguna razón, notó la presencia de la Espada Maestra. Zelda tragó saliva, reuniendo el valor para hablar.
—No puede ser... está a diez mil años en el futuro.
Escuchó de nuevo la vibración y otro mensaje se dibujó en su mente:
—Por favor, princesa, el anterior amo Link la requiere, venid conmigo.
Zelda se sobresaltó al escuchar el nombre. Finalmente, la curiosidad le pudo y extendió la mano. Algo metálico, parecido al filo de una espada, la rozó. Cuando sintió el metal, el vértigo golpeó a Zelda como una ola inesperada. Cerró los ojos por un instante, pero al abrirlos, el mundo había cambiado.
El cielo ardía con un rojo abrasador, y la luna carmesí se alzó una vez más, bañando el paisaje con su luz siniestra y opresiva. Ante ella, se extendía un Hyrule irreconocible, consumido por el caos y la devastación. Los campos, antes verdes y llenos de vida, eran ahora llanuras marchitas, cubiertas de cenizas y cicatrices de destrucción. Las ciudades y aldeas yacían en ruinas, y criaturas deformes avanzaban sin descanso, arrasando todo a su paso.
Zelda contuvo el aliento al darse cuenta de que estas imágenes eran distintas de las visiones anteriores: más claras, más personales, como si el destino se empeñara en mostrarle lo que estaba en juego. Reconoció los paisajes de su era, los lugares que había amado y protegido. Su corazón se hundió cuando la visión la llevó a la aldea de Hatelia. La escuela que había construido junto a Link ardía ferozmente, y el cálido recuerdo de sus esfuerzos se desvaneció entre los ecos de gritos y el estruendo de las llamas. Hordas de monstruos recorrían las calles, arrasándolo todo sin piedad.
La escena cambió de repente, llevándola a Fuerte Vigía. Prunia, agotada y rodeada de heridos, intentaba organizar el caos con un esfuerzo desesperado. Su rostro, marcado por la preocupación y el cansancio, reflejaba la abrumadora tarea de mantener la esperanza frente a la catástrofe.
Zelda buscó a Link en esas imágenes, pero él no estaba allí. Una ausencia opresiva llenó su pecho, como si el destino la estuviera dejando sola frente a la tormenta.
La visión cambió de nuevo, llevándola al abismo cerca del castillo de Hyrule. Allí, en la penumbra, justo donde Link y ella habían caído tiempo atrás, vio al Rey Demonio sentado en un trono imponente. Su risa resonaba como un eco macabro, una sinfonía de triunfo sobre la devastación de Hyrule. Cada carcajada era un recordatorio cruel de su poder y del sufrimiento que causaba.
De repente, el Rey Demonio alzó la mirada, y algo cambió. Sus rasgos se desvanecieron, dejando al descubierto un Stalfos, su armadura ajada reflejando siglos de batalla y derrota. Sus ojos huecos parecían llenos de conocimiento mientras la observaba fijamente.
—Este será el final, si no actúas, princesa —dijo, su voz profunda y grave como un eco de advertencia—. Con tu poder, es posible cambiar esto.
Zelda sintió cómo esas palabras se grababan en su mente como un recordatorio doloroso de la responsabilidad que cargaba.
La visión terminó, lanzándola de golpe a la penumbra de su habitación. Zelda jadeó; su pecho subía y bajaba como si acabara de despertar de una pesadilla. Su piel aún hormigueaba con el eco de la energía que la había envuelto, y su mente bullía, una tormenta de imágenes superpuestas. Todo encajaba... pero la revelación la asfixiaba. Era como si el destino hubiera cerrado su puño alrededor de su garganta.
La certeza la golpeó con una intensidad devastadora: aquello no era el pasado ni un eco lejano de su presente. Era su hogar, su futuro, al borde del colapso. Y la respuesta a su pregunta no estaba en el horizonte, sino en ella misma.
"No puede ser... No...", pensó, apretando los dientes. Su mente la obligó a revivirlo: la espada quebrándose, reducida a esquirlas bajo el peso de la malicia. El sonido del metal sagrado desgarrándose la atravesó de nuevo, clavándose en su pecho como un puñal invisible.
"¡Era indestructible! "¿Cómo... cómo pudo suceder?" Las respuestas bailaban ante ella, burlándose, incompletas. Pero ahora entendía algo más. Aquella momia... su presencia había estado persiguiéndola en sus visiones desde el principio. Siempre había estado ahí, oculta entre las sombras de su destino.
Un escalofrío helado recorrió su espalda. "Ganondorf..." Sus pensamientos se detuvieron en seco. No eran solo advertencias vagas, fragmentos desconectados de un futuro incierto. No. Era un mensaje. Un aviso desesperado de lo que estaba por venir. Y ella había tardado demasiado en comprenderlo.
El miedo la paralizó por un segundo. La sensación de inevitabilidad la envolvió como una sombra sofocante. "¿Y si ya es demasiado tarde?" Pero el eco de una voz dentro de ella, tenue pero firme, se alzó contra su duda. "No. Todavía hay tiempo. Aún puedo detenerlo".
Apretó los puños, clavando las uñas en sus palmas. El terror seguía allí, devorándola. Pero debajo de él, una llama comenzó a arder. Su respiración seguía siendo irregular, pero esta vez no era solo miedo lo que la estremecía. Era determinación.
—¿Cómo...? —murmuró, con la voz temblorosa mientras su desesperación crecía—. ¿Cómo puedo cambiar esto?
La voz que antes le guió durante la visión le habló de nuevo, esta vez con una claridad tan palpable que le estremeció el corazón. Volvió a escuchar la vibración y un mensaje llenó su mente.
"Princesa, debéis dirigiros al Templo del Tiempo, donde se encuentra el altar".
Zelda, con un temblor en las manos, cogió su tableta y se teletransportó al Templo. Al llegar, la brisa cargada de polvo antiguo le acarició el rostro mientras avanzaba hacia el altar, el eco de sus pasos resonando como un presagio. La voz la guió hasta el centro, donde le indicó que activara su poder de Tiempo. Una esfera de luz dorada iluminó la zona, abarcando el patio entero y proyectando sombras danzantes sobre las paredes del templo.
El aire a su alrededor parecía contener la respiración mientras el resplandor dorado comenzó a extenderse, acariciando las piedras antiguas con una calidez solemne, como si el tiempo mismo despertara de su letargo. Zelda cerró los ojos, permitiéndose un momento para absorberlo todo: el peso de la historia, la esperanza de Hyrule y la promesa de redención.
Entonces lo vio: Link avanzaba hacia el altar, sus pasos pesados y cargados de agotamiento. Estaba ataviado con una túnica Zonnan, desgastada y rasgada por el tiempo, que apenas cubría su torso marcado por heridas recientes. Zelda contuvo el aliento al reconocer algo que la llenó de horror: su brazo derecho, envuelto en un resplandor tenue, no era el suyo, sino el de Rauru y estaba además cubierto por una prótesis Zonnan.
Zelda sintió el peso de la desesperación cuando su mirada recorrió las cicatrices en el cuerpo de Link. No solo el tiempo lo había castigado; la malicia lo devoraba lentamente. Quiso gritar su nombre, alcanzarlo de alguna manera, pero él no la escuchaba. La distancia entre ellos era más que física: era un abismo de siglos.
"No... Link... Tú no..."
La voz se le quebró antes de poder pronunciar su nombre en voz alta. Cada cicatriz, cada herida en su cuerpo contaba una historia de dolor. No podía alcanzarlo. No podía ayudarlo. Estaba atrapado en un destino que no podía cambiar... a menos que... No. Aún había tiempo.
Zelda escuchó, al lado de Link una voz femenina susurrándole con calma:
—Amo Link, ruego que me dejéis en el altar.
Link obedeció a la voz, a pesar de no ver su procedencia. Sacó la espada de su vaina y la colocó suavemente sobre el altar.
La misma voz que había hablado a Link se dirigió a ella con un tono firme y solemne:
—Princesa, usad vuestro don para traerme a vuestra era.
Zelda cerró los ojos y se concentró en activar su poder. Tal y como le había dicho Sonia, visualizó la Espada Maestra en sus manos, no solo como un arma, sino como un símbolo de todo lo que Hyrule había sacrificado para llegar a este momento.
El resplandor dorado se intensificó, envolviendo la Espada Maestra en un torbellino de luz. Zelda sintió cómo el aire vibraba a su alrededor, su piel erizándose con la energía atemporal. De pronto, la luz se contrajo y, en un parpadeo, la espada apareció en sus manos con un destello abrasador, como si el pasado mismo hubiera atravesado el tejido del tiempo para alcanzarla.
No era solo el peso del acero lo que sentía, sino el de la historia, el de cada sacrificio hecho en nombre de la paz. La espada no solo era un arma: era una promesa, una carga, y ahora, suya.
Zelda abrió los ojos, y con ellos, abrió un nuevo camino para Hyrule.
—Gracias, princesa. La senda ha sido restaurada. Ahora, completad lo que ha comenzado. Solo con vuestra luz, la hoja podrá recuperar su verdadera esencia... y estar lista cuando mi amo la necesite para el enfrentamiento final.
Zelda se quedó de piedra. Antes era solo un eco. Ahora, era una voz tangible, firme, serena... pero ¿por qué? ¿Había cambiado algo en ella? ¿O era la espada la que despertaba... la que al fin aceptaba su presencia?
"Qué ha cambiado? ¿Por qué ahora puedo entenderla tan claramente?"
Antes de que pudiera responder, aquella presencia se desvaneció, y Zelda quedó sola con la espada en sus manos. El eco de sus palabras resonó en su mente: "Lo dejo en vuestras manos".
La voz de Zelda apenas fue un susurro cuando extendió sus manos sobre la espada. Sintió un latido irregular, como si su propio corazón estuviera en dos tiempos distintos. Un vértigo la arrastró, el aire tembló a su alrededor y su piel se erizó con una electricidad desconocida. Era como si el tiempo mismo se desgarrara en un torbellino de luz dorada.
El eco de un pasado olvidado se deslizó entre sus pensamientos: la imagen de la Espada Maestra viajando a través del tiempo, como un hilo dorado que conectaba generaciones de héroes y sacrificios. En ese instante, Zelda sintió el peso de todas las batallas libradas en su nombre, como si cada eco de las promesas hechas y cada lágrima derramada por Hyrule resonaran dentro de ella.
El sacrificio de aquellos que habían luchado antes la envolvió como una marea de recuerdos, susurrándole que su misión era mucho más que devolver un arma: era restaurar su poder. La Espada Maestra no solo debía regresar al futuro; debía renacer en las manos de Link, como el faro que guiaría la victoria final.
Con determinación, cogió la tableta de Prunia y tecleó las coordenadas para regresar a palacio, a su habitación. El dispositivo comenzó a activarse, emitiendo un zumbido que vibró en perfecta sintonía con su resolución, como si el mismo tiempo estuviera esperando su llamada. En su mente, unas últimas palabras brillaron con fuerza, mientras el primer rayo del amanecer deslizaba su luz dorada sobre el horizonte. Su corazón palpitaba con calor y una voluntad inquebrantable.
"No permitiré que Hyrule caiga. No, mientras mi luz siga ardiendo."
Fuera del palacio, el viento traía consigo el murmullo distante de tambores de guerra y el crujir de las botas avanzando sobre la tierra, como un eco del destino acercándose. Desde lo alto de la torre, Rauru observaba el horizonte teñido de rojo, donde los ejércitos de Hyrule se reunían en formación, sus armaduras reflejando la última chispa de esperanza en un reino al borde del abismo. El aire cargado de tensión era como una respiración contenida antes del grito.
De repente, notó la presencia de Zelda y Mineru a su lado.
—Rey Rauru... —dijo Zelda, tragando saliva para evitar que la voz le temblara. Su mirada, aunque firme, revelaba el peso de cada duda que había cargado hasta ese momento—. Esta guerra está perdida.
Rauru apretó los dientes, sus manos cerrándose en puños.
—¿Qué estás diciendo, Zelda? ¡No te rindas ahora!
—Rauru, escucha lo que tiene que decirte —lo calmó Mineru, colocando una mano en su brazo—. Zelda, muéstrale lo que traes.
Con un gesto solemne, Zelda sacó su espada, carcomida por la malicia. El filo, otrora brillante, estaba oscuro y roto, como un recordatorio de lo que habían perdido.
—Escuchad con atención... ¿Recordáis la momia que sostenía mi piedra secreta y que nos atacó a Link y a mí? Era el mismísimo Rey Demonio.
Rauru dio un paso atrás, el impacto de las palabras cayendo sobre él como una lámina invisible, pero su orgullo le impidó aceptar la gravedad de lo que escuchaba. Su respiración se entrecortó por un instante antes de endurecer la mirada y apretar los dientes, como si pudiera desterrar la desesperación con su mera voluntad.
—¿Cómo... cómo lo has sabido? —gruñó, más como una acusación que como una pregunta.
Zelda relató, con la voz temblorosa pero firme, las visiones de la noche anterior: el templo, la malicia y el Rey Demonio alzándose con su poder desbordante.
—Entonces... ¿todo está perdido? ¿Estoy mandando a mis tropas a una lucha sin sentido? —Su voz se quebró al final. Se tapó los ojos con la mano, pero no logró ocultar las lágrimas que escapaban y recorrían sus mejillas. —¿Y cómo... piensas que paremos esto? ¿No podemos usar esa espada tuya, que dices que tanto poder tiene y que has recuperado?
—Ahora mismo está inutilizada por la misma malicia que cubre el reino entero —explicó Zelda, su corazón acelerado.
—Rauru... tienes que parar esto... —intentó razonar Zelda, desesperada—. Si sigues por este camino, podríamos perderlo todo.
—¡No! —gritó Rauru, su voz retumbando en la torre como un trueno—. Venceremos a costa de lo que sea necesario. No nos rendiremos ante el Rey Demonio.
Los ojos de Zelda se llenaron de lágrimas, pero antes de que pudiera replicar, el rugido de batalla llenó el aire, como una sentencia anunciada.
—No hay marcha atrás —murmuró Rauru, su voz rota entre la arrogancia y la desesperación—. Lucharemos ahora para que haya un mañana.
El primer rugido de batalla sacudió el aire, retumbando como un trueno que anunciaba el fin o el renacimiento. Las fuerzas de Hyrule avanzaron hacia la oscuridad, y con ellas, la esperanza de quebrar el destino mismo.