10.000 años en el pasado, Palacio de los extintos monarcas de Hyrule, noche.
Al llegar a su habitación, Zelda se dirigió hacia el tocador, donde la esperaba Impa, su dama de compañía, con la calma habitual que siempre parecía irradiar. En el aire flotaba un aroma nuevo, desconocido para ella, que pronto identificó como procedente de una infusión que Impa había ordenado traer.
—Os he preparado algo para relajaros, majestad —dijo Impa con una leve inclinación de cabeza mientras vertía el líquido humeante en una taza de cerámica.
Zelda tomó la taza entre sus manos, dejando que el calor reconfortante se extendiera por sus dedos mientras se sentaba frente al espejo. Observó su reflejo un instante, su mirada perdida, antes de dar un sorbo lento.
—Bebed, os sentará bien —dijo Impa mientras comenzaba a desabrochar el vestido de Zelda con movimientos ágiles y meticulosos.
Zelda asintió en silencio, dejando que la calidez del té la envolviera mientras Impa continuaba. La dama soltó con cuidado los broches que sostenían el tocado de Zelda y, con un gesto delicado, empezó a deshacer el trenzado de su cabello. El cepillo se deslizó con suavidad por sus mechones dorados, cada movimiento acompañado por la voz serena de Impa.
—Majestad, los sheikah siempre hemos servido a la familia regente de Hyrule —murmuró mientras seguía peinándola—. Nuestro entrenamiento incluye conocimientos arcanos y antiguos que podrían seros útiles. Sé que buscáis respuestas... y quiero que sepáis que siempre estaré aquí para ayudaros a encontrarlas.
Zelda la miró con los ojos enrojecidos, su cuerpo temblando de cansancio y dolor mientras se quitaba el vestido, ahora arrugado y manchado de polvo, para ponerse el camisón que Impa había preparado cuidadosamente.
—¿Cómo...? —comenzó Zelda con un hilo de voz, pero Impa, con su habitual serenidad, la interrumpió suavemente mientras le ajustaba los lazos del camisón.
—Alguien que os ha seguido durante toda vuestra vida se pondrá en contacto con vos. Pero ahora, debéis descansar. —Impa tomó la taza de té de las manos de Zelda, la dejó en el tocador y la guió con suavidad hacia la cama.
Zelda quería protestar, decirle que no podía permitirse descansar con tantas preguntas y decisiones pesando sobre ella, pero el agotamiento era un peso insuperable que tiraba de todo su cuerpo. Con movimientos lentos, se recostó en la cama, el suave tejido de las mantas rodeándola como un refugio. El cansancio la venció rápidamente, y el abrazo del sueño la envolvió casi al instante.
Mientras la calidez del té la envolvía y sus párpados comenzaban a cerrarse, pensó en Rauru, en Mineru, y en la promesa que les había hecho. No podían verla fracasar. No permitiría que su sacrificio quedara en el olvido. La Espada Maestra brillaría de nuevo, y Hyrule tendría su oportunidad
Desde un rincón de la habitación, en la penumbra, Impa observaba a la princesa. Sus manos descansaban sobre su regazo, pero su postura era firme, como una guardiana siempre alerta. Con un susurro apenas audible, dejó salir una promesa que se perdió entre las sombras:
—Hyrule necesita de tu fortaleza, princesa. Las respuestas llegarán...muy pronto.
Impa permaneció allí, inmóvil, velando por el sueño de Zelda mientras la luna se alzaba en el cielo, llenando la habitación de una luz tenue y plateada.
Cuando estuvo segura de que Zelda estaba profundamente dormida, sacó de su uniforme el amuleto Sheikah que llevaba escondido: una lupa de la verdad, cuyo cristal violeta se activó al contacto con su energía vital. Al apuntarla hacia la pared, la lente reveló de inmediato inscripciones ocultas y figuras etéreas que flotaban más allá del velo visible. El destello azulado pulsaba suavemente, como el eco de un susurro olvidado, proyectando visiones que solo alguien con el conocimiento adecuado podría interpretar.
Fijó la vista a través de la lente y su respiración se entrecortó al ver una sombra alargada, espectral, que se proyectaba sobre la pared: el Guardián del Tiempo. Era más que una sombra; era la huella viviente de un héroe que una vez llevó la luz y ahora vagaba atrapado entre eras, condenado a proteger el flujo del tiempo tras fracasar en su misión de enseñar a su sucesor. El eco de su presencia llenó la habitación, y durante un instante, el aire parecía vibrar con el peso de secretos enterrados.
Con una expresión solemne y las manos ligeramente temblorosas, Impa inclinó la cabeza con reverencia, dirigiéndose directamente al Guardián del Tiempo, cuya figura etérea danzaba al ritmo del destello azulado de la lente. La esencia del héroe perdido se agitó ante su invocación, como si reconociera la gravedad de ese momento.
—Guardián del Tiempo, éste es tu turno. Háblale a Zelda de su misión, de los peligros que enfrenta y de lo que debe hacer para salvar Hyrule. —Su voz era firme, pero baja, como un susurro que viajaba más allá de la realidad visible, dirigido a un alma que conocía el peso del sacrificio.
La luz del cuarto pareció volverse aún más tenue, y un leve escalofrío recorrió la estancia, como si algo o alguien hubiese respondido a la invocación de Impa.
Zelda abrió los ojos, pero ya no estaba en su cama. Estaba de nuevo en aquel extraño lugar, rodeada de nubes que parecían susurrar secretos olvidados. Ante ella, el joven de la visión de Birova apareció una vez más, pero esta vez había algo distinto en él, algo que la hizo retroceder instintivamente.
El joven se giró hacia ella y le habló con voz suave, pero antes de que pudiera responder, algo extraño comenzó a suceder. Ante sus ojos, el joven empezó a cambiar. Primero, su cabello dorado adquirió mechones grises que rápidamente se expandieron hasta volverse completamente blancos. Su rostro, antes juvenil, se llenó de arrugas profundas, y su postura firme se encorvó bajo el peso de los años. Zelda retrocedió, horrorizada, cuando vio cómo su piel comenzaba a desgastarse, descomponiéndose hasta revelar un esqueleto marchito.
Zelda sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. La figura frente a ella, con sus ojos vacíos y su armadura desgastada, parecía cargar con el peso de incontables eras.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temblorosa, incapaz de apartar la mirada de aquel ser esquelético.
El stalfos inclinó la cabeza, sus movimientos rígidos, pero no desprovistos de una extraña dignidad.
—Una vez se me conoció como el Héroe del Tiempo —respondió con una voz que parecía resonar desde las profundidades del pasado—. Pero, debido a la fractura temporal que causaron mis acciones, fui condenado a este estado... A sufrir el eterno retorno, reviviendo las eras una y otra vez.
Levantó su mano huesuda, acercándola con cautela al rostro de Zelda. Sus dedos, desgastados por el tiempo, temblaron ligeramente, como si el simple acto de tocarla fuera un sacrilegio. Cuando estuvo a punto de rozar su mejilla, se detuvo abruptamente. Su cuerpo rígido retrocedió, y bajó la mano con torpeza, como si hubiera cometido un error imperdonable.
—Tus ojos, princesa... —susurró, su voz arrastrando siglos de tristeza—. Tienen la misma luz que me guió una vez. La misma que debe guiar ahora a Hyrule.
Hizo una pausa, su postura encorvada bajo el peso de una emoción que parecía casi insoportable.
—Ella... —continuó, su tono quebrado—. Se fue hace tanto tiempo... A pesar de que la veo en cada retorno... Os parecéis tanto.
Zelda sintió un nudo en la garganta. Las palabras del stalfos, impregnadas de un dolor profundo, la conmovieron más allá de lo que podía expresar. Quiso responder, pero su voz se le quedó atrapada.
Tras un instante de silencio, el stalfos enderezó su postura con esfuerzo, como si intentara recordar quién era. Alzó su escudo oxidado, como si volviera a aferrarse a su propósito.
—Perdona mi debilidad, princesa. —Su voz, aunque firme, llevaba un matiz de disculpa—. Mi deber como Guardián del Tiempo no es recordar lo que fue, sino ayudarte a construir lo que puede ser.
Se giró hacia ella, sus ojos brillando con una determinación renovada.
—En ti reside el poder para detener esto, todo este mal, este eterno retorno de tragedia. —Hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas—. Esa es la razón por la que estás aquí. Yo me encargué de traerte cuando tocaste la gema. Tenías que comprender el inicio de todo.
El stalfos avanzó un paso, tambaleante pero decidido, y señaló el vacío que los rodeaba con un movimiento lento.
—Así es como termina todo cuando el ciclo no se rompe. —Su mirada se hundió en la de Zelda, profunda y desgarradora—. No permitas que mi destino sea el tuyo.
Zelda apretó los puños, sus emociones desbordándose, pero también sintió una chispa de determinación encenderse en su interior.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, apenas encontrando la fuerza para hablar.
El stalfos inclinó la cabeza hacia ella, su voz adoptando un tono más urgente.
—Coge esto.
De repente, el stalfos volvió a transformarse. Esta vez, su cuerpo comenzó a rejuvenecer hasta convertirse en un niño pequeño, de unos diez años, con una cabellera rubia como el sol y ojos tan azules como el cielo en su plenitud.
Cuando la miró, una sonrisa infantil y pura iluminó su rostro. Su vestimenta consistía en una sencilla túnica y un gorro verde que parecía casi fundirse con el entorno. El niño sacó una pequeña ocarina de un azul oscuro profundo. Su superficie parecía brillar tenuemente bajo la luz inexistente que envolvía aquel extraño espacio.
Con un movimiento deliberado, la lanzó hacia Zelda. Mientras volaba por el aire, la ocarina comenzó a transformarse, girando y emitiendo un resplandor dorado, hasta convertirse en otra piedra secreta que flotó suavemente hasta las manos de la princesa.
Mientras la piedra ascendía, el niño volvió a envejecer y el stalfos reapareció en su lugar.
—Debes entregársela a aquel con quien construirás el nuevo Hyrule. Él es mi descendiente, aunque aún no lo sepa. Está destinado, como tú, a ser un sabio del tiempo. Pero primero debes probar su corazón. No aceptaré que quien me suceda no esté dispuesto a crear ese nuevo mundo contigo.
Zelda sostuvo la piedra entre sus manos, sintiendo su calor y su peso, no solo físico, sino también emocional.
—¿Probar su corazón? No lo entiendo... —su voz estaba teñida de duda y desesperación.
El Stalfos inclinó la cabeza.
—Sí. Link debe pasar tres pruebas: de fortaleza, lealtad y compromiso. Solo así sellaréis finalmente el vínculo que os completará a ambos y despertará el poder completo de la Espada Maestra.
—Pero... —Zelda apretó la piedra contra su pecho, sus pensamientos enredados como un torbellino—. No sé cómo hacer eso. Incluso si logro llevarle la Espada Maestra, ¿cómo le haré pasar esas pruebas?
El Stalfos cerró los ojos. En su mente, la imagen era clara: Hyrule devastado. La llanura ennegrecida, los pueblos reducidos a cenizas, y las hordas de monstruos avanzando sin oposición. Fuerte Vigía ardiendo mientras los gritos de los últimos defensores se desvanecían en el aire.
Si no logra que Link cierre el vínculo, este será el final...
Miró hacia la piedra secreta, sabiendo lo que en realidad era. No era una piedra secreta... era la ocarina oculta bajo su forma mágica, la clave para el bucle temporal que había creado en secreto. Tres horas. Tres horas para que Zelda y Link completaran la prueba del vínculo.
Pero Zelda no debía saberlo. No ahora.
Zelda apretó la piedra secreta contra su pecho, sus pensamientos enredados como un torbellino. La incertidumbre seguía latente, pero la determinación comenzaba a imponerse.
El stalfos volvió a retroceder, su cuerpo proyectando una sombra más grande de lo que parecía posible.
—Ahora, Zelda, es tu turno. Debes poner fin al ciclo. —Sus ojos brillaron una última vez antes de que su figura comenzara a desvanecerse en la penumbra—. Confío en ti.
Zelda cerró los ojos, aferrando la piedra con fuerza. Sabía que el peso de su decisión determinaría el destino de Hyrule, y aunque el miedo seguía presente, sintió que, por primera vez, no estaba sola.
—¿Cómo...? —susurró, su voz apenas un hilo de sonido—. ¿Cómo puedo hacerlo?
El stalfos inclinó ligeramente la cabeza, como si sonriera con melancolía a pesar de su rostro sin carne.
—Esa respuesta yace en tu corazón, princesa del tiempo.
La figura del stalfos comenzó a desmoronarse, su cuerpo cayendo en fragmentos que se desvanecían como polvo al viento. Sin embargo, sus palabras finales resonaron con una claridad inquietante.
—Busca la llave que une el tiempo y el destino. Ese ser eterno te ayudará a cumplir tu misión. Solo entonces, Hyrule podrá encontrar la paz que tanto anhela.
Zelda parpadeó, y de repente, la escena se desvaneció, dejándola de pie en una oscuridad insondable. Miró a su alrededor, su respiración acelerada por el miedo.
Apretó la piedra entre sus manos, sintiendo su calor envolverla como un abrazo. Las palabras del stalfos seguían resonando en su mente: "Busca la llave que une el tiempo y el destino." La sensación de vacío comenzó a disiparse lentamente, dejando paso a un suave resplandor azul que iluminó su entorno
¿Qué estaba ocurriendo ahora? La incertidumbre la envolvía como un manto sofocante.
Entonces, algo llamó su atención. Frente a ella, una figura comenzó a emerger de la penumbra. Era una mujer etérea, flotando con gracia en el aire. Su piel tenía un tono azulado, y su capa, de colores púrpura y azul profundo, se unía a su pecho con un brillante diamante de un azul resplandeciente. Zelda dio un paso atrás, su cuerpo tenso y sus ojos llenos de alarma.
Por alguna razón, aquella figura le resultaba extrañamente familiar, como si de algún modo estuviera conectada con la Espada Maestra. Su voz, temblorosa pero inquisitiva, rompió el silencio.
—¿Quién eres?
La figura no respondió de inmediato. En su lugar, comenzó a moverse con una elegancia casi sobrenatural, girando lentamente como si bailara al compás de una melodía inaudible. Sus movimientos eran fluidos, hipnóticos, y Zelda no pudo apartar la vista. Finalmente, la figura se detuvo frente a ella, inclinando su cabeza en una reverencia solemne.
—Princesa... debéis decidiros pronto, el tiempo apremia. Tenéis que emprender el viaje que me dotará de nuevo de un poder renovado para que Link consiga su objetivo de derrotar a la oscuridad y juntos podáis construir un Hyrule ausente de sombras.
Zelda retrocedió un paso, sus manos temblando ligeramente.
—Pero, ¿cómo que juntos? Link y yo no somos... ni creo que lo seamos nunca —dijo Zelda, sintiendo un pinchazo en su corazón mientras lo asimilaba—. "Nunca seremos... eso."
La figura la observó con la calma propia de alguien que ya conocía la respuesta.
—¿Por qué albergáis tantas dudas, princesa? ¿El tiempo aquí no os ha hecho reflexionar? Estoy segura al 80% de que el actual amo Link os reclamaría sin ninguna duda.
El aire pareció detenerse. Zelda sintió cómo esa posibilidad resonaba en su interior, abriéndose paso entre sus miedos. "¿Y si Link no está preparado? ¿Y si su corazón no me reclama?"
El miedo se agitó en su interior como una tormenta. La figura, sin embargo, no se inmutó. Tras unos segundos de silencio, hizo un ademán sutil, como si escuchara a alguien.
Luego, alzó su mano con una suavidad etérea, extendiéndola hacia Zelda con una elegancia que parecía desafiar el tiempo. La luz suave que emanaba de su figura se agitó levemente, como un susurro del viento que solo ella podía escuchar.
—A petición del Amo Link, le ruego que me acompañe —dijo la figura, su voz melodiosa y serena resonando como una melodía olvidada en el vacío.
Zelda vaciló. Sus ojos se posaron en aquella mano extendida, como si temiera que el simple contacto pudiera desatar algo mucho más grande de lo que ella comprendía. Pero algo en la mirada de la figura, en la dulzura familiar de su voz, la envolvió como un abrazo reconfortante. Lentamente, levantó su propia mano y la unió a la de la figura. Pero lo que sintió no fue la calidez de una mano, sino el filo vibrante de la Espada Maestra.
—Así que las leyendas son ciertas —musitó Zelda con una sonrisa trémula—. Hay un espíritu dentro de la Espada Maestra.
En el instante en que sus manos se tocaron, la oscuridad a su alrededor se cerró como una cortina pesada, arrastrándola a un vacío total. Todo desapareció, dejando solo una sensación de movimiento, como si el tiempo y el espacio se deslizaran bajo sus pies, llevándola a un lugar desconocido.
—Te voy a enseñar lo que necesitas saber para emprender tu viaje —susurró la figura, su voz tan suave como el roce de una pluma.
Mientras la voz se desvanecía en su mente, sus palabras seguían latiendo en su pecho, como un eco constante del destino que llevaba consigo.
La oscuridad se partió en dos, abriéndose ante Zelda un camino de luz. Durante un instante, dudó. Pero entonces, recordó las palabras de Rauru, de Mineru, y la mirada de Link cuando luchaba contra la malicia. Lo único que podía hacer era avanzar.
De repente, le envolvió el perfume de una princesa de la calma, un aroma suave y reconfortante que parecía llevar consigo la esencia misma de la esperanza. Pero antes de que pudiera perderse en ese respiro de paz, un sonido cortó el aire. Lejos, en el fondo, escuchó el llanto de alguien.
Agudizó el oído, su corazón acelerado.
—¿Link...? —murmuró, incapaz de evitar que el miedo y la esperanza se entrelazaran en su voz.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su habitación. No podía verse a sí misma, pero sabía que estaba volando, observándolo todo desde las alturas. Con un estremecimiento, se dio cuenta de que estaba en el Hyrule de su era y se dirigía directa hacia el abismo. A medida que descendía, una extraña sensación la invadió, una familiaridad que no podía comprender del todo: sentía la voz de Link, su cercanía, como si estuviera a su lado, respirando con ella. El aroma sutil de la princesa de la calma llenó sus sentidos, y en un susurro, escuchó su nombre. Las palabras de Link flotaban en el aire, dulces y melancólicas, dirigidas solo a ella.
Zelda se estremeció cuando la voz de Link se quebró repentinamente, un sollozo apenas reprimido en sus palabras. Aunque no podía verle, ya que su mirada estaba obligada a seguir adelante, algo en su pecho se aceleró al imaginar la vulnerabilidad que transmitía en ese instante. El dolor en su voz la golpeó como un mazazo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al comprender el peso de sus palabras. ¿Sonia había tenido razón? ¿Link albergaba en su corazón algo más profundo de lo que jamás se había atrevido a mostrar?
Intentó enfocar su vista, desesperada por descubrir qué criatura la llevaba. Su cuerpo no respondía a su voluntad, como si estuviera atrapada en un sueño que no podía controlar. "¿Qué me está guiando? ¿Quién está intentando enviarme este mensaje?"
Súbitamente, la imagen ante Zelda comenzó a disolverse. Por un momento, la nada fue todo lo que pudo percibir. Pero lentamente, como si despertara de un profundo letargo, las imágenes comenzaron a formarse de nuevo.
Se dio cuenta de que ahora se encontraba en un nido o cubil, un espacio cerrado donde las paredes rugosas reflejaban la tenue luz que entraba por un agujero en la parte inferior. Desde allí, un haz de claridad se filtraba, iluminando lo que parecía un pasillo a sus pies. Zelda sintió un estremecimiento al escuchar un llanto ahogado que resonaba en el aire, un sonido cargado de un dolor tan profundo que le atravesó el alma.
"¿Quién está llorando?", pensó, su corazón acelerándose. Se concentró en su poder de sabia de nuevo, proyectando su conciencia hacia la criatura que la transportaba. Pero al adentrarse en su mente, notó algo extraño: no estaba sola. Había una presencia más, una voz que no le era familiar, y que parecía susurrar en un rincón de la conciencia del dragón.
Desesperada por descubrir quién o qué la llevaba, cerró los ojos y concentró su poder sobre el tiempo, proyectando su voluntad hacia la conciencia de la criatura.
—Muéstrame lo que está pasando abajo —ordenó con firmeza, concentrándose en cada palabra.
Súbitamente, la criatura obedeció. Su cabeza giró con lentitud hacia el suelo, y Zelda notó cómo su visión se enfocaba en lo que la luz revelaba. No estaban a mucha altura, pero la insondable oscuridad del abismo mantenía a la criatura oculta. Aun así, para Zelda, la escena era tan clara como un amanecer.
Lo que vio la dejó petrificada. Era Link, arrodillado, con los hombros temblando por los sollozos. Sus ojos estaban anegados en lágrimas mientras sostenía algo en sus manos. Zelda sintió un nudo en la garganta cuando se dio cuenta de lo que era: su clip dorado, la pareja del que ella guardaba como un tesoro.
Sidon apareció en la escena, tocándole el hombro, despertándolo de su trance. Zelda observó cómo Link, con movimientos cuidadosos, guardaba el clip con una delicadeza que hablaba de su valor inestimable. Era como si estuviera protegiendo el tesoro más importante del mundo.
Entonces, Link desenfundó la Espada Maestra restaurada, y Zelda sintió una oleada de alegría mezclada con alivio. Su propósito, al menos en parte, parecía que se cumpliría. Pero lo que ocurrió después la desarmó por completo.
Link rozó la hoja con su dedo, y en ese instante, Zelda sintió como si él la estuviera acariciando a ella. La calidez de su tacto, la delicadeza de la acción, le transmitieron una oleada de amor puro que la inundó. Cerró los ojos, aferrándose a esa sensación, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
Zelda, en su sueño, comenzó a llorar. Cada lágrima que caía resonaba en el suelo del nido donde se encontraba. Una tristeza insondable, una mezcla de pérdida y esperanza, se apoderó de ella. Pero no podía rendirse.
Con el poco control que aún tenía sobre la conexión, Zelda ordenó a la criatura que girara la cabeza. Necesitaba saber quién o qué la estaba llevando consigo.
La criatura obedeció, y finalmente Zelda lo vio. Frente a ella, el reflejo en un charco la reveló: un dragón de ojos esmeralda y escamas blancas como la nieve. La criatura la miró con una sabiduría antigua y una tristeza insondable. Era imposible negar la conexión que sentía.
La voz que habitaba dentro del dragón habló súbitamente. "Te he mostrado las respuestas que buscabas. Ahora debes ser tú quien tome la decisión final."
10.000 años en el pasado, Palacio de los extintos monarcas de Hyrule. Amanecer.
Zelda se despertó lentamente, con la luz del amanecer filtrándose por la ventana y acariciando su rostro. Intentó ordenar los fragmentos de las visiones que la noche había traído, pero las imágenes se agolpaban en su mente, caóticas y confusas, difíciles de descifrar. Entre ellas, un eco persistente: un ciclo de eterno retorno... y algo más. Recordó brevemente el toque de Link, sus lágrimas derramadas por ella, y una pregunta le atenazó: ¿Había sido real o solo un sueño?
Sin embargo, una imagen destacaba con claridad: un dragón, majestuoso y aterrador, grabado en su memoria como un símbolo indeleble. ¿Era una advertencia, un presagio... o su destino? Mientras reflexionaba, un destello en su mesilla de noche llamó su atención. Allí reposaba la piedra secreta que el Stalfos le había entregado, el objeto que debía confiar al elegido para restaurar el reino junto a ella.
Las palabras del Stalfos resonaron en su mente: "Tendrás que probar su corazón". Aunque no mencionó su nombre, Zelda sabía perfectamente quién sería. Pero aún faltaban piezas en el rompecabezas: cómo regresaría a su tiempo, cómo restauraría la Espada Maestra y, lo más importante, cómo estabilizaría la línea temporal para garantizar una paz duradera.
Mientras buscaba respuestas, recordó las palabras del árbol Deku: "Cuanto más tiempo esté en contacto con el poder sagrado, más fuerte será". Esa revelación encendió una chispa en su interior, un indicio de lo que debía hacer.
Con los pies descalzos y envuelta en su camisón, Zelda se levantó como si una fuerza invisible la guiara. Caminó hasta el balcón y salió al exterior. La brisa fresca de la mañana despejó los últimos vestigios de sueño, y su mirada, casi por instinto, se fijó en las montañas lejanas.
Entonces los vio, y lo comprendió. Su corazón dio un vuelco al verlos surcar el cielo con una gracia majestuosa, los dragones, los guardianes eternos. En ese instante supo cuál sería el receptáculo que albergaría su alma durante los siguientes diez mil años. Era una decisión cargada de dolor y pesar, pero inevitable.
La imagen del dragón de su sueño, aunque borrosa, se impuso con fuerza en su conciencia. Su figura, imponente y envolvente, parecía haber estado esperando este momento, guiándola hacia la respuesta que tanto buscaba.
Según las leyendas, el poder sagrado que habitaba en su interior era una herencia directa de la diosa Hylia, un eco divino similar al suyo propio. En ellos encontró la solución: su conciencia podía vincularse al dragón, sosteniendo la Espada Maestra a su lado durante diez mil años. De esa manera, no solo restauraría su poder, sino que lo potenciaría con una energía sagrada que superaría cualquier límite imaginable.
Era el único camino. Pero también el más desgarrador.
Las semanas que siguieron estuvieron llenas de incertidumbre y búsqueda. Zelda recorría Hyrule con el corazón apesadumbrado, observando a los dragones desde la distancia, buscando entre ellos aquel que pudiera ser su guardián. Finalmente, lo encontró.
A lo lejos, surcando los cielos con un movimiento majestuoso, un dragón llamó su atención. Su piel, blanca como la luz del alba, reflejaba el resplandor de los primeros rayos del día. Sus ojos esmeralda, profundos y brillantes, parecían mirarla directamente, como si reconocieran su esencia. Y su melena, dorada como un río de oro líquido, ondeaba al viento como si perteneciera a un ser divino.
Zelda se quedó inmóvil, con las lágrimas rodando por sus mejillas. Ese dragón no solo reflejaba el poder sagrado que buscaba; parecía un eco de sí misma, un reflejo divino de lo que estaba destinada a ser.
—Eres tú —susurró, su voz quebrada por la emoción y el miedo—. Mi guardián, mi destino. Si Link me ve... —susurró con labios temblorosos—, sabrá que sigo aquí. Que no me fui del todo.
El sacrificio que estaba a punto de realizar le pesaba como una losa. Pero también sabía que este era el único camino. Por Hyrule, por la Espada, por Link... estaba dispuesta a enfrentarlo, aunque significara perderlo todo.
"Si decides seguir adelante... —las palabras de Mineru eran un filo helado que calaba hasta lo más profundo—, no olvides quién eres. Mantén firmes en tu corazón los recuerdos de lo que amas, de lo que te define. Si el instinto del receptáculo te devora, jamás lograrás enviar tu mensaje."
Zelda miró al dragón, que flotaba en el horizonte como un guardián eterno. Su figura irradiaba una majestuosidad que contrastaba con el caos en su interior. Mientras lo contemplaba, sus pensamientos se volvieron oscuros.
—¿Y si no funciona? —murmuró para sí misma, su voz apenas un susurro perdido en el viento.
El peso de las dudas se acumulaba en su pecho. Había hecho todo lo posible para asegurarse de que el plan funcionara, pero el riesgo seguía siendo aterrador. ¿Y si la Espada no recuperaba su poder? ¿Y si su sacrificio no lograba cambiar el ciclo? ¿Y si Link... fallaba? Su pecho se comprimió al imaginar a Link enfrentándose al Rey Demonio solo, sin la fuerza suficiente para prevalecer.
En ese momento, el dragón giró su cabeza, como si la hubiera escuchado. Sus ojos esmeralda se clavaron en ella, y Zelda sintió una extraña oleada de calma que la recorrió. Era como si el dragón compartiera sus temores y al mismo tiempo intentara apaciguarlos. Dio un paso adelante, extendiendo su mano hacia él.
—¿Tú también lo sientes, verdad? —preguntó, su voz temblorosa.
El dragón inclinó ligeramente su cabeza, acercándose a Zelda. Su aliento cálido acarició su rostro, y en ese momento, Zelda supo que no estaba sola. Había algo en el dragón, algo que reflejaba su propio espíritu. Como si ambos fueran dos mitades de un mismo destino.
Una lágrima resbaló por su mejilla mientras colocaba suavemente su mano en el hocico del dragón. Una corriente sutil recorrió su cuerpo, una conexión indescriptible que la llenó de una certeza tranquila.
—Te necesito tanto como tú a mí —dijo Zelda, con un hilo de voz.
El dragón cerró los ojos por un instante, y Zelda sintió que compartían el mismo dolor y la misma esperanza. Era como si el dragón le diera permiso, aceptando el destino que ambos compartían.
10.000 años en el pasado, El Templo del Tiempo.
El altar ceremonial estaba bañado por una luz dorada que parecía respirar, pulsando al ritmo de los grabados en las paredes del Templo. Cada símbolo emitía un resplandor tenue, como si respondiera a la presencia de Zelda. Impa, con las manos juntas y los ojos llenos de preocupación, observaba en silencio, mientras el golem mayordomo permanecía inmóvil, una figura imponente de lealtad y propósito.
Zelda respiró hondo, sosteniendo la tableta de Prunia entre sus manos temblorosas. Había pasado horas ajustando las runas en el altar central, asegurándose de que cada trazo coincidiera con las instrucciones de los textos antiguos. No podía permitirse un error. No ahora.
—¿Estáis segura, Alteza? —preguntó Impa, con un susurro que parecía temer romper el solemne silencio.
Zelda asintió lentamente, sin apartar la mirada del altar.
—Es la única manera —dijo, con un tono que mezclaba determinación y miedo—. Si este es el precio para proteger Hyrule, lo pagaré.
El golem dio un paso al frente, el eco de sus mecanismos llenando el espacio. Zelda levantó la tableta con cuidado, entregándosela con reverencia. Antes de que el compartimento del golem se cerrara, Zelda ajustó con ternura la estola de Mineru que cubría la tableta, como si con ese gesto sellara no solo un legado, sino también un adiós.
—Asegúrate de que esto llegue a las manos correctas. A Link.—dijo, su voz quebrándose al pronunciar su nombre.
El golem inclinó la cabeza, guardando la tableta en su compartimento herméticamente.
—Así se hará, princesa —respondió, su tono mecánico cargado de solemnidad.
Zelda giró lentamente hacia el altar, dejando que la energía la envolviera como un sudario vivo. La luz dorada subía por sus brazos como llamas danzantes, pero no quemaban; eran el eco de una fuerza antigua y despiadada, una advertencia y una esperanza entrelazadas. El aire se volvió denso, cargado de poder. El mundo alrededor parecía contener la respiración, como si incluso el tiempo temiera lo que estaba a punto de suceder.
Impa dio un paso adelante, y su mirada, llena de tristeza y determinación, capturó el peligro y la promesa de aquel instante.
—Cuida de los hijos de Rauru y Sonia... por favor —susurró Zelda, con las lágrimas surcando su rostro, como si cada gota llevase consigo un pedazo de su corazón.
Impa asintió, su firmeza rota solo por el temblor de su voz.
—Tenéis mi promesa. Los protegeré con mi vida y guardaré vuestro legado, pase lo que pase.
Zelda le tomó las manos con suavidad, y con un gesto tembloroso, sacó el colgante de la lupa de la verdad. La reluciente joya pareció captar cada rayo de la luz dorada que la envolvía. Impa retrocedió un instante, sorprendida, mientras un rubor leve cruzaba su rostro.
—Tranquila. Sé lo que significa este objeto. Al principio no lo recordaba, pero investigué en la biblioteca y encontré su significado. Sabías quién era yo desde el principio... y también sabes quién es Link. Por favor, Impa, protege este lugar. Guarda los registros en un sitio seguro. Link necesitará saberlo todo dentro de diez mil años: de mí, de nosotros.
Impa, sin poder contenerse, se arrodilló ante ella, y su voz se rompió en un susurro tembloroso.
—No hacía falta, Impa... —intentó decir Zelda, pero su dama de confianza ya hablaba.
—Serviros ha sido el mayor honor de mi vida, Princesa de Hyrule, reencarnación de la diosa Hylia. Perdonadme si alguna vez actué en secreto, pero... debía proteger la misión. Ganondorf es un maestro en leer mentes. Si llegaba a reconoceros antes de tiempo... todo habría terminado.
Zelda frunció el ceño, con el corazón latiendo frenéticamente ante sus palabras.
—¿Es? —preguntó, sintiendo cómo el miedo le trepaba por la garganta—. ¿No es mejor decir "era"?
El tono de Impa se oscureció. Se levantó lentamente, como si cada movimiento la acercara a una verdad ineludible.
—El sello de Rauru no es perfecto, Alteza. Ya habéis visto las visiones del Guardián. Koume y Kotake intentarán resucitarlo una y otra vez. Podrán invocar fragmentos de su poder. Pero su objetivo siempre será el mismo: violar la entrada al Reino Sagrado y reclamar la Trifuerza.
Zelda sintió que el suelo bajo sus pies se tambaleaba. Su mente intentaba comprenderlo todo, pero una sospecha terrible se aferraba a su pecho.
—El Reino Sagrado... está entre el cielo y la tierra, ¿verdad? Ahí es donde lo ocultaron los legítimos monarcas de Hyrule.
—Exacto —confirmó Impa, su voz como una sentencia—. Es también donde descansaréis vos durante diez mil años. Un lugar fuera del tiempo, donde se decidirá el destino de Hyrule. Allí es donde Link probará su valía.
El aire pareció congelarse entre ambas. Zelda sintió cómo cada respiración se convertía en una lucha. Sabía que este momento llegaría, pero oírlo en voz alta era como enfrentarse a una verdad inescapable.
—Gracias, Impa —dijo finalmente, con la voz entrecortada y los ojos brillantes por las lágrimas—. Ahora debo proceder. Adiós... mi querida dama. Adiós, Impa. Te veré desde el firmamento.
Impa, incapaz de responder, observó cómo Zelda cerraba los ojos y se entregaba al flujo de la luz dorada. La Espada Maestra, envuelta en un torbellino de energía, comenzó a resonar suavemente, como si respondiera a la plegaria muda de la Princesa.
Y mientras la luz se intensificaba, Impa se quedó allí, inmóvil, susurrando:
—Que Hyrule siempre recuerde tu sacrificio.
Con un último vistazo al golem mayordomo y a su dama de compañía, Zelda comenzó a recitar las palabras de los textos antiguos, su voz resonando como un eco que parecía atravesar las eras.
El ritual se intensificó, y la Espada Maestra, rota y desgastada, vibró al unísono con las runas. Desde los cielos, el dragón de piel blanca y crines doradas descendió majestuoso, con sus ojos esmeralda fijos en Zelda. La luz del altar la envolvió por completo, fría y abrasadora a la vez, y el dragón inclinó su cabeza en señal de aceptación.
El dolor que la recorrió fue indescriptible, como si cada fibra de su ser se desgarrara. Zelda, temblando, aseguró la Espada Maestra en la crin del dragón con un nudo improvisado.
Entonces, sintió el abismo abrirse bajo sus pies. La enormidad de lo que había hecho la golpeó: el miedo de no regresar, de perderse. Al mirar al dragón, vio que sus ojos brillaban con tristeza, reflejo de su propia agonía, mientras lágrimas puras caían de sus ojos. El dragón lloraba con ella, sus lágrimas resonando como ecos en el vacío.
Cada lágrima resonaba como un eco en el vacío, una melodía de promesa y luto. Sintiendo cómo la última chispa de su consciencia se desvanecía, susurró al viento:
—Link... por favor... encuéntrame.
Y con esas palabras, dejó atrás su cuerpo, sus días como princesa, y todo lo que conocía. La figura del dragón, con la Espada Maestra brillando en su crin y las lágrimas de luz cayendo a su alrededor, se alzó majestuosa en la noche, como un guardián silencioso de un sacrificio inmenso.
Una lágrima rodó por la mejilla de Zelda, mientras su cuerpo caía al suelo, inmóvil pero intacto.
Impa corrió hacia ella, levantándola con cuidado. Con lágrimas en los ojos, la llevó a la pila de resurrección, sumergiéndola en sus aguas purificadoras. Mientras el líquido sagrado la envolvía, una tenue luz pareció abrazar a Zelda, como si Hylia misma la protegiera.
Un monje, con la cara tapada con un pañuelo con el emblema Sheikah salió del Templo del Tiempo. Entre los dos arrastraron la pila hacia el interior del sótano del Templo, donde se hallaba la barrera que ocultaba el Reino Sagrado.
Oculto en las profundidades de la pila de resurrección, en el Reino Sagrado, el cuerpo de Zelda estaría esperando, a la llegada de Link y los sabios. Pero su alma... Su alma ascendió hacia el dragón, fundiéndose con la de él.
Un lugar entre el pasado y el presente, El Reino Sagrado.
Cuando llegaron al Reino Sagrado, el monje aguardaba en silencio. Impa, con voz firme, entregó la piedra secreta.
—Makkosh, prepara la prueba. Link debe estar listo cuando llegue el momento.
El monje inclinó la cabeza, pero al levantarla, sus ojos cubiertos por el pañuelo parecieron reflejar una duda que trascendía el tiempo.
—¿Y si fracasa? —preguntó en voz baja, señalando un gran panel en la pared. Los grabados en relieve mostraban instrucciones detalladas para un contrarritual. Figuras que representaban el sacrificio de la princesa y el heroico ascenso del guerrero se entrelazaban con símbolos que hablaban de redención, pero también de pérdida.
Impa miró el panel, su rostro endurecido por la emoción.
—Hemos hecho todo lo que podíamos. Ahora solo queda confiar... confiar en él y en su fuerza.
El monje asintió lentamente, girándose hacia el altar donde la pila de resurrección descansaba. De un bolsillo de su túnica extrajo una pequeña llave de aspecto antiguo y la usó para cerrar el compartimento que protegía la pila. Una vez hecho, colocó la llave dentro de un cofre de madera adornado con inscripciones Sheikah. Cerró el cofre y lo ocultó tras una pared móvil, camuflada con los mismos grabados que adornaban el templo.
—El tiempo la guardará —dijo Makkosh, mientras empujaba la pared para sellar el escondite—. Y cuando llegue el momento, Hyrule deberá demostrar que su sacrificio no fue en vano. . Ahora debes partir, Impa, debes dejar preparados los registros para Link.
Impa, con las manos cruzadas, observó en silencio cómo las puertas del templo se cerraban con un eco pesado. Las paredes resonaban con el murmullo de los grabados, como si el lugar mismo lamentara la separación.