Chapter 26 - Eternidad

Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su habitación. No podía verse a sí misma, pero sabía que estaba volando, observándolo todo desde las alturas. Con un estremecimiento, se dio cuenta de que estaba en el Hyrule de su era y se dirigía directa hacia el abismo. A medida que descendía, una extraña sensación la invadió, una familiaridad que no podía comprender del todo: sentía la voz de Link, su cercanía, como si estuviera a su lado, respirando con ella. El aroma sutil de la princesa de la calma llenó sus sentidos, y en un susurro, escuchó su nombre. Las palabras de Link flotaban en el aire, dulces y melancólicas, dirigidas solo a ella.

Zelda se estremeció cuando la voz de Link se quebró repentinamente, un sollozo apenas reprimido en sus palabras. Aunque no podía verle, ya que su mirada estaba obligada a seguir adelante, algo en su pecho se aceleró al imaginar la vulnerabilidad que transmitía en ese instante. El dolor en su voz la golpeó como un mazazo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al comprender el peso de sus palabras. ¿Sonia había tenido razón? ¿Link albergaba en su corazón algo más profundo de lo que jamás se había atrevido a mostrar?

Intentó enfocar su vista, desesperada por descubrir qué criatura la llevaba. Su cuerpo no respondía a su voluntad, como si estuviera atrapada en un sueño que no podía controlar. "¿Qué me está guiando? ¿Quién está intentando enviarme este mensaje?"

Súbitamente, la imagen ante Zelda comenzó a disolverse. Por un momento, la nada fue todo lo que pudo percibir. Pero lentamente, como si despertara de un profundo letargo, las imágenes comenzaron a formarse de nuevo.

Se dio cuenta de que ahora se encontraba en un nido o cubil, un espacio cerrado donde las paredes rugosas reflejaban la tenue luz que entraba por un agujero en la parte inferior. Desde allí, un haz de claridad se filtraba, iluminando lo que parecía un pasillo a sus pies. Zelda sintió un estremecimiento al escuchar un llanto ahogado que resonaba en el aire, un sonido cargado de un dolor tan profundo que le atravesó el alma.

"¿Quién está llorando?", pensó, su corazón acelerándose. Se concentró en su poder de sabia de nuevo, proyectando su conciencia hacia la criatura que la transportaba. Pero al adentrarse en su mente, notó algo extraño: no estaba sola. Había una presencia más, una voz que no le era familiar, y que parecía susurrar en un rincón de la conciencia del dragón.

Desesperada por descubrir quién o qué la llevaba, cerró los ojos y concentró su poder sobre el tiempo, proyectando su voluntad hacia la conciencia de la criatura.

—Muéstrame lo que está pasando abajo —ordenó con firmeza, concentrándose en cada palabra.

Súbitamente, la criatura obedeció. Su cabeza giró con lentitud hacia el suelo, y Zelda notó cómo su visión se enfocaba en lo que la luz revelaba. No estaban a mucha altura, pero la insondable oscuridad del abismo mantenía a la criatura oculta. Aun así, para Zelda, la escena era tan clara como un amanecer.

Lo que vio la dejó petrificada. Era Link, arrodillado, con los hombros temblando por los sollozos. Sus ojos estaban anegados en lágrimas mientras sostenía algo en sus manos. Zelda sintió un nudo en la garganta cuando se dio cuenta de lo que era: su clip dorado, la pareja del que ella guardaba como un tesoro.

Sidon apareció en la escena, tocándole el hombro, despertándolo de su trance. Zelda observó cómo Link, con movimientos cuidadosos, guardaba el clip con una delicadeza que hablaba de su valor inestimable. Era como si estuviera protegiendo el tesoro más importante del mundo.

Entonces, Link desenfundó la Espada Maestra restaurada, y Zelda sintió una oleada de alegría mezclada con alivio. Su propósito, al menos en parte, parecía que se cumpliría. Pero lo que ocurrió después la desarmó por completo.

Link rozó la hoja con su dedo, y en ese instante, Zelda sintió como si él la estuviera acariciando a ella. La calidez de su tacto, la delicadeza de la acción, le transmitieron una oleada de amor puro que la inundó. Cerró los ojos, aferrándose a esa sensación, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.

Zelda, en su sueño, comenzó a llorar. Cada lágrima que caía resonaba en el suelo del nido donde se encontraba. Una tristeza insondable, una mezcla de pérdida y esperanza, se apoderó de ella. Pero no podía rendirse.

Con el poco control que aún tenía sobre la conexión, Zelda ordenó a la criatura que girara la cabeza. Necesitaba saber quién o qué la estaba llevando consigo.

La criatura obedeció, y finalmente Zelda lo vio. Frente a ella, el reflejo en un charco la reveló: un dragón de ojos esmeralda y escamas blancas como la nieve. La criatura la miró con una sabiduría antigua y una tristeza insondable. Era imposible negar la conexión que sentía.

La voz que habitaba dentro del dragón habló súbitamente. "Te he mostrado las respuestas que buscabas. Ahora debes ser tú quien tome la decisión final."

10.000 años en el pasado, Palacio de los extintos monarcas de Hyrule. Amanecer.

Zelda se despertó lentamente, con la luz del amanecer filtrándose por la ventana y acariciando su rostro. Intentó ordenar los fragmentos de las visiones que la noche había traído, pero las imágenes se agolpaban en su mente, caóticas y confusas, difíciles de descifrar. Entre ellas, un eco persistente: un ciclo de eterno retorno... y algo más. Recordó brevemente el toque de Link, sus lágrimas derramadas por ella, y una pregunta le atenazó: ¿Había sido real o solo un sueño?

Sin embargo, una imagen destacaba con claridad: un dragón, majestuoso y aterrador, grabado en su memoria como un símbolo indeleble. ¿Era una advertencia, un presagio... o su destino? Mientras reflexionaba, un destello en su mesilla de noche llamó su atención. Allí reposaba la piedra secreta que el Stalfos le había entregado, el objeto que debía confiar al elegido para restaurar el reino junto a ella.

Las palabras del Stalfos resonaron en su mente: "Tendrás que probar su corazón". Aunque no mencionó su nombre, Zelda sabía perfectamente quién sería. Pero aún faltaban piezas en el rompecabezas: cómo regresaría a su tiempo, cómo restauraría la Espada Maestra y, lo más importante, cómo estabilizaría la línea temporal para garantizar una paz duradera.

Mientras buscaba respuestas, recordó las palabras del árbol Deku: "Cuanto más tiempo esté en contacto con el poder sagrado, más fuerte será". Esa revelación encendió una chispa en su interior, un indicio de lo que debía hacer.

Con los pies descalzos y envuelta en su camisón, Zelda se levantó como si una fuerza invisible la guiara. Caminó hasta el balcón y salió al exterior. La brisa fresca de la mañana despejó los últimos vestigios de sueño, y su mirada, casi por instinto, se fijó en las montañas lejanas.

Entonces los vio, y lo comprendió. Su corazón dio un vuelco al verlos surcar el cielo con una gracia majestuosa, los dragones, los guardianes eternos. En ese instante supo cuál sería el receptáculo que albergaría su alma durante los siguientes diez mil años. Era una decisión cargada de dolor y pesar, pero inevitable.

La imagen del dragón de su sueño, aunque borrosa, se impuso con fuerza en su conciencia. Su figura, imponente y envolvente, parecía haber estado esperando este momento, guiándola hacia la respuesta que tanto buscaba.

Según las leyendas, el poder sagrado que habitaba en su interior era una herencia directa de la diosa Hylia, un eco divino similar al suyo propio. En ellos encontró la solución: su conciencia podía vincularse al dragón, sosteniendo la Espada Maestra a su lado durante diez mil años. De esa manera, no solo restauraría su poder, sino que lo potenciaría con una energía sagrada que superaría cualquier límite imaginable.

Era el único camino. Pero también el más desgarrador.

Las semanas que siguieron estuvieron llenas de incertidumbre y búsqueda. Zelda recorría Hyrule con el corazón apesadumbrado, observando a los dragones desde la distancia, buscando entre ellos aquel que pudiera ser su guardián. Finalmente, lo encontró.

A lo lejos, surcando los cielos con un movimiento majestuoso, un dragón llamó su atención. Su piel, blanca como la luz del alba, reflejaba el resplandor de los primeros rayos del día. Sus ojos esmeralda, profundos y brillantes, parecían mirarla directamente, como si reconocieran su esencia. Y su melena, dorada como un río de oro líquido, ondeaba al viento como si perteneciera a un ser divino.

Zelda se quedó inmóvil, con las lágrimas rodando por sus mejillas. Ese dragón no solo reflejaba el poder sagrado que buscaba; parecía un eco de sí misma, un reflejo divino de lo que estaba destinada a ser.

—Eres tú —susurró, su voz quebrada por la emoción y el miedo—. Mi guardián, mi destino. Si Link me ve... —susurró con labios temblorosos—, sabrá que sigo aquí. Que no me fui del todo.

El sacrificio que estaba a punto de realizar le pesaba como una losa. Pero también sabía que este era el único camino. Por Hyrule, por la Espada, por Link... estaba dispuesta a enfrentarlo, aunque significara perderlo todo.

"Si decides seguir adelante... —las palabras de Mineru eran un filo helado que calaba hasta lo más profundo—, no olvides quién eres. Mantén firmes en tu corazón los recuerdos de lo que amas, de lo que te define. Si el instinto del receptáculo te devora, jamás lograrás enviar tu mensaje."

Zelda miró al dragón, que flotaba en el horizonte como un guardián eterno. Su figura irradiaba una majestuosidad que contrastaba con el caos en su interior. Mientras lo contemplaba, sus pensamientos se volvieron oscuros.

—¿Y si no funciona? —murmuró para sí misma, su voz apenas un susurro perdido en el viento.

El peso de las dudas se acumulaba en su pecho. Había hecho todo lo posible para asegurarse de que el plan funcionara, pero el riesgo seguía siendo aterrador. ¿Y si la Espada no recuperaba su poder? ¿Y si su sacrificio no lograba cambiar el ciclo? ¿Y si Link... fallaba? Su pecho se comprimió al imaginar a Link enfrentándose al Rey Demonio solo, sin la fuerza suficiente para prevalecer.

En ese momento, el dragón giró su cabeza, como si la hubiera escuchado. Sus ojos esmeralda se clavaron en ella, y Zelda sintió una extraña oleada de calma que la recorrió. Era como si el dragón compartiera sus temores y al mismo tiempo intentara apaciguarlos. Dio un paso adelante, extendiendo su mano hacia él.

—¿Tú también lo sientes, verdad? —preguntó, su voz temblorosa.

El dragón inclinó ligeramente su cabeza, acercándose a Zelda. Su aliento cálido acarició su rostro, y en ese momento, Zelda supo que no estaba sola. Había algo en el dragón, algo que reflejaba su propio espíritu. Como si ambos fueran dos mitades de un mismo destino.

Una lágrima resbaló por su mejilla mientras colocaba suavemente su mano en el hocico del dragón. Una corriente sutil recorrió su cuerpo, una conexión indescriptible que la llenó de una certeza tranquila.

—Te necesito tanto como tú a mí —dijo Zelda, con un hilo de voz.

El dragón cerró los ojos por un instante, y Zelda sintió que compartían el mismo dolor y la misma esperanza. Era como si el dragón le diera permiso, aceptando el destino que ambos compartían.

10.000 años en el pasado, Palacio de los extintos monarcas de Hyrule. Amanecer.

Zelda se despertó lentamente, con la luz del amanecer filtrándose por la ventana y acariciando su rostro. Intentó ordenar los fragmentos de las visiones que la noche había traído, pero las imágenes se agolpaban en su mente, caóticas y confusas, difíciles de descifrar. Entre ellas, un eco persistente: un ciclo de eterno retorno... y algo más. Recordó brevemente el toque de Link, sus lágrimas derramadas por ella, y una pregunta le atenazó: ¿Había sido real o solo un sueño?

Sin embargo, una imagen destacaba con claridad: un dragón, majestuoso y aterrador, grabado en su memoria como un símbolo indeleble. ¿Era una advertencia, un presagio... o su destino? Mientras reflexionaba, un destello en su mesilla de noche llamó su atención. Allí reposaba la piedra secreta que el Stalfos le había entregado, el objeto que debía confiar al elegido para restaurar el reino junto a ella.

Las palabras del Stalfos resonaron en su mente: "Tendrás que probar su corazón". Aunque no mencionó su nombre, Zelda sabía perfectamente quién sería. Pero aún faltaban piezas en el rompecabezas: cómo regresaría a su tiempo, cómo restauraría la Espada Maestra y, lo más importante, cómo estabilizaría la línea temporal para garantizar una paz duradera.

Mientras buscaba respuestas, recordó las palabras del árbol Deku: "Cuanto más tiempo esté en contacto con el poder sagrado, más fuerte será". Esa revelación encendió una chispa en su interior, un indicio de lo que debía hacer.

Con los pies descalzos y envuelta en su camisón, Zelda se levantó como si una fuerza invisible la guiara. Caminó hasta el balcón y salió al exterior. La brisa fresca de la mañana despejó los últimos vestigios de sueño, y su mirada, casi por instinto, se fijó en las montañas lejanas.

Entonces los vio, y lo comprendió. Su corazón dio un vuelco al verlos surcar el cielo con una gracia majestuosa, los dragones, los guardianes eternos. En ese instante supo cuál sería el receptáculo que albergaría su alma durante los siguientes diez mil años. Era una decisión cargada de dolor y pesar, pero inevitable.

La imagen del dragón de su sueño, aunque borrosa, se impuso con fuerza en su conciencia. Su figura, imponente y envolvente, parecía haber estado esperando este momento, guiándola hacia la respuesta que tanto buscaba.

Según las leyendas, el poder sagrado que habitaba en su interior era una herencia directa de la diosa Hylia, un eco divino similar al suyo propio. En ellos encontró la solución: su conciencia podía vincularse al dragón, sosteniendo la Espada Maestra a su lado durante diez mil años. De esa manera, no solo restauraría su poder, sino que lo potenciaría con una energía sagrada que superaría cualquier límite imaginable.

Era el único camino. Pero también el más desgarrador.

Las semanas que siguieron estuvieron llenas de incertidumbre y búsqueda. Zelda recorría Hyrule con el corazón apesadumbrado, observando a los dragones desde la distancia, buscando entre ellos aquel que pudiera ser su guardián. Finalmente, lo encontró.

A lo lejos, surcando los cielos con un movimiento majestuoso, un dragón llamó su atención. Su piel, blanca como la luz del alba, reflejaba el resplandor de los primeros rayos del día. Sus ojos esmeralda, profundos y brillantes, parecían mirarla directamente, como si reconocieran su esencia. Y su melena, dorada como un río de oro líquido, ondeaba al viento como si perteneciera a un ser divino.

Zelda se quedó inmóvil, con las lágrimas rodando por sus mejillas. Ese dragón no solo reflejaba el poder sagrado que buscaba; parecía un eco de sí misma, un reflejo divino de lo que estaba destinada a ser.

—Eres tú —susurró, su voz quebrada por la emoción y el miedo—. Mi guardián, mi destino. Si Link me ve... —susurró con labios temblorosos—, sabrá que sigo aquí. Que no me fui del todo.

El sacrificio que estaba a punto de realizar le pesaba como una losa. Pero también sabía que este era el único camino. Por Hyrule, por la Espada, por Link... estaba dispuesta a enfrentarlo, aunque significara perderlo todo.

"Si decides seguir adelante... —las palabras de Mineru eran un filo helado que calaba hasta lo más profundo—, no olvides quién eres. Mantén firmes en tu corazón los recuerdos de lo que amas, de lo que te define. Si el instinto del receptáculo te devora, jamás lograrás enviar tu mensaje."

Zelda miró al dragón, que flotaba en el horizonte como un guardián eterno. Su figura irradiaba una majestuosidad que contrastaba con el caos en su interior. Mientras lo contemplaba, sus pensamientos se volvieron oscuros.

—¿Y si no funciona? —murmuró para sí misma, su voz apenas un susurro perdido en el viento.

El peso de las dudas se acumulaba en su pecho. Había hecho todo lo posible para asegurarse de que el plan funcionara, pero el riesgo seguía siendo aterrador. ¿Y si la Espada no recuperaba su poder? ¿Y si su sacrificio no lograba cambiar el ciclo? ¿Y si Link... fallaba? Su pecho se comprimió al imaginar a Link enfrentándose al Rey Demonio solo, sin la fuerza suficiente para prevalecer.

En ese momento, el dragón giró su cabeza, como si la hubiera escuchado. Sus ojos esmeralda se clavaron en ella, y Zelda sintió una extraña oleada de calma que la recorrió. Era como si el dragón compartiera sus temores y al mismo tiempo intentara apaciguarlos. Dio un paso adelante, extendiendo su mano hacia él.

—¿Tú también lo sientes, verdad? —preguntó, su voz temblorosa.

El dragón inclinó ligeramente su cabeza, acercándose a Zelda. Su aliento cálido acarició su rostro, y en ese momento, Zelda supo que no estaba sola. Había algo en el dragón, algo que reflejaba su propio espíritu. Como si ambos fueran dos mitades de un mismo destino.

Una lágrima resbaló por su mejilla mientras colocaba suavemente su mano en el hocico del dragón. Una corriente sutil recorrió su cuerpo, una conexión indescriptible que la llenó de una certeza tranquila.

—Te necesito tanto como tú a mí —dijo Zelda, con un hilo de voz.

El dragón cerró los ojos por un instante, y Zelda sintió que compartían el mismo dolor y la misma esperanza. Era como si el dragón le diera permiso, aceptando el destino que ambos compartían.

10.000 años en el pasado, El Templo del Tiempo.

El altar ceremonial estaba bañado por una luz dorada que parecía respirar, pulsando al ritmo de los grabados en las paredes del Templo. Cada símbolo emitía un resplandor tenue, como si respondiera a la presencia de Zelda. Impa, con las manos juntas y los ojos llenos de preocupación, observaba en silencio, mientras el golem mayordomo permanecía inmóvil, una figura imponente de lealtad y propósito.

Zelda respiró hondo, sosteniendo la tableta de Prunia entre sus manos temblorosas. Había pasado horas ajustando las runas en el altar central, asegurándose de que cada trazo coincidiera con las instrucciones de los textos antiguos. No podía permitirse un error. No ahora.

—¿Estáis segura, Alteza? —preguntó Impa, con un susurro que parecía temer romper el solemne silencio.

Zelda asintió lentamente, sin apartar la mirada del altar.

—Es la única manera —dijo, con un tono que mezclaba determinación y miedo—. Si este es el precio para proteger Hyrule, lo pagaré.

El golem dio un paso al frente, el eco de sus mecanismos llenando el espacio. Zelda levantó la tableta con cuidado, entregándosela con reverencia. Antes de que el compartimento del golem se cerrara, Zelda ajustó con ternura la estola de Mineru que cubría la tableta, como si con ese gesto sellara no solo un legado, sino también un adiós.

—Asegúrate de que esto llegue a las manos correctas. A Link.—dijo, su voz quebrándose al pronunciar su nombre.

El golem inclinó la cabeza, guardando la tableta en su compartimento herméticamente.

—Así se hará, princesa —respondió, su tono mecánico cargado de solemnidad.

Zelda giró lentamente hacia el altar, dejando que la energía la envolviera como un sudario vivo. La luz dorada subía por sus brazos como llamas danzantes, pero no quemaban; eran el eco de una fuerza antigua y despiadada, una advertencia y una esperanza entrelazadas. El aire se volvió denso, cargado de poder. El mundo alrededor parecía contener la respiración, como si incluso el tiempo temiera lo que estaba a punto de suceder.

Impa dio un paso adelante, y su mirada, llena de tristeza y determinación, capturó el peligro y la promesa de aquel instante.

—Cuida de los hijos de Rauru y Sonia... por favor —susurró Zelda, con las lágrimas surcando su rostro, como si cada gota llevase consigo un pedazo de su corazón.

Impa asintió, su firmeza rota solo por el temblor de su voz.

—Tenéis mi promesa. Los protegeré con mi vida y guardaré vuestro legado, pase lo que pase.

Zelda le tomó las manos con suavidad, y con un gesto tembloroso, sacó el colgante de la lupa de la verdad. La reluciente joya pareció captar cada rayo de la luz dorada que la envolvía. Impa retrocedió un instante, sorprendida, mientras un rubor leve cruzaba su rostro.

—Tranquila. Sé lo que significa este objeto. Al principio no lo recordaba, pero investigué en la biblioteca y encontré su significado. Sabías quién era yo desde el principio... y también sabes quién es Link. Por favor, Impa, protege este lugar. Guarda los registros en un sitio seguro. Link necesitará saberlo todo dentro de diez mil años: de mí, de nosotros.

Impa, sin poder contenerse, se arrodilló ante ella, y su voz se rompió en un susurro tembloroso.

—No hacía falta, Impa... —intentó decir Zelda, pero su dama de confianza ya hablaba.

—Serviros ha sido el mayor honor de mi vida, Princesa de Hyrule, reencarnación de la diosa Hylia. Perdonadme si alguna vez actué en secreto, pero... debía proteger la misión. Ganondorf es un maestro en leer mentes. Si llegaba a reconoceros antes de tiempo... todo habría terminado.

Zelda frunció el ceño, con el corazón latiendo frenéticamente ante sus palabras.

—¿Es? —preguntó, sintiendo cómo el miedo le trepaba por la garganta—. ¿No es mejor decir "era"?

El tono de Impa se oscureció. Se levantó lentamente, como si cada movimiento la acercara a una verdad ineludible.

—El sello de Rauru no es perfecto, Alteza. Ya habéis visto las visiones del Guardián. Koume y Kotake intentarán resucitarlo una y otra vez. Podrán invocar fragmentos de su poder. Pero su objetivo siempre será el mismo: violar la entrada al Reino Sagrado y reclamar la Trifuerza.

Zelda sintió que el suelo bajo sus pies se tambaleaba. Su mente intentaba comprenderlo todo, pero una sospecha terrible se aferraba a su pecho.

—El Reino Sagrado... está entre el cielo y la tierra, ¿verdad? Ahí es donde lo ocultaron los legítimos monarcas de Hyrule.

—Exacto —confirmó Impa, su voz como una sentencia—. Es también donde descansaréis vos durante diez mil años. Un lugar fuera del tiempo, donde se decidirá el destino de Hyrule. Allí es donde Link probará su valía.

El aire pareció congelarse entre ambas. Zelda sintió cómo cada respiración se convertía en una lucha. Sabía que este momento llegaría, pero oírlo en voz alta era como enfrentarse a una verdad inescapable.

—Gracias, Impa —dijo finalmente, con la voz entrecortada y los ojos brillantes por las lágrimas—. Ahora debo proceder. Adiós... mi querida dama. Adiós, Impa. Te veré desde el firmamento.

Impa, incapaz de responder, observó cómo Zelda cerraba los ojos y se entregaba al flujo de la luz dorada. La Espada Maestra, envuelta en un torbellino de energía, comenzó a resonar suavemente, como si respondiera a la plegaria muda de la Princesa.

Y mientras la luz se intensificaba, Impa se quedó allí, inmóvil, susurrando:

—Que Hyrule siempre recuerde tu sacrificio.

Con un último vistazo al golem mayordomo y a su dama de compañía, Zelda comenzó a recitar las palabras de los textos antiguos, su voz resonando como un eco que parecía atravesar las eras.

El ritual se intensificó, y la Espada Maestra, rota y desgastada, vibró al unísono con las runas. Desde los cielos, el dragón de piel blanca y crines doradas descendió majestuoso, con sus ojos esmeralda fijos en Zelda. La luz del altar la envolvió por completo, fría y abrasadora a la vez, y el dragón inclinó su cabeza en señal de aceptación.

El dolor que la recorrió fue indescriptible, como si cada fibra de su ser se desgarrara. Zelda, temblando, aseguró la Espada Maestra en la crin del dragón con un nudo improvisado.

Entonces, sintió el abismo abrirse bajo sus pies. La enormidad de lo que había hecho la golpeó: el miedo de no regresar, de perderse. Al mirar al dragón, vio que sus ojos brillaban con tristeza, reflejo de su propia agonía, mientras lágrimas puras caían de sus ojos. El dragón lloraba con ella, sus lágrimas resonando como ecos en el vacío.

Cada lágrima resonaba como un eco en el vacío, una melodía de promesa y luto. Sintiendo cómo la última chispa de su consciencia se desvanecía, susurró al viento:

—Link... por favor... encuéntrame.

Y con esas palabras, dejó atrás su cuerpo, sus días como princesa, y todo lo que conocía. La figura del dragón, con la Espada Maestra brillando en su crin y las lágrimas de luz cayendo a su alrededor, se alzó majestuosa en la noche, como un guardián silencioso de un sacrificio inmenso.

Una lágrima rodó por la mejilla de Zelda, mientras su cuerpo caía al suelo, inmóvil pero intacto.

Impa corrió hacia ella, levantándola con cuidado. Con lágrimas en los ojos, la llevó a la pila de resurrección, sumergiéndola en sus aguas purificadoras. Mientras el líquido sagrado la envolvía, una tenue luz pareció abrazar a Zelda, como si Hylia misma la protegiera.

Oculto en las profundidades de la pila de resurrección, su forma física estaría esperando, pero su alma... Su alma ascendió hacia el dragón, fundiéndose con la de él.

Un lugar entre el pasado y el presente, El Reino Sagrado.

Cuando llegaron al Reino Sagrado, el monje aguardaba en silencio. Impa, con voz firme, entregó la piedra secreta.

—Makkosh, prepara la prueba. Link debe estar listo cuando llegue el momento.

El monje inclinó la cabeza, pero al levantarla, sus ojos cubiertos por el pañuelo parecieron reflejar una duda que trascendía el tiempo.

—¿Y si fracasa? —preguntó en voz baja, señalando un gran panel en la pared. Los grabados en relieve mostraban instrucciones detalladas para un contrarritual. Figuras que representaban el sacrificio de la princesa y el heroico ascenso del guerrero se entrelazaban con símbolos que hablaban de redención, pero también de pérdida.

Impa miró el panel, su rostro endurecido por la emoción.

—Hemos hecho todo lo que podíamos. Ahora solo queda confiar... confiar en él y en su fuerza.

El monje asintió lentamente, girándose hacia el altar donde la pila de resurrección descansaba. De un bolsillo de su túnica extrajo una pequeña llave de aspecto antiguo y la usó para cerrar el compartimento que protegía la pila. Una vez hecho, colocó la llave dentro de un cofre de madera adornado con inscripciones Sheikah. Cerró el cofre y lo ocultó tras una pared móvil, camuflada con los mismos grabados que adornaban el templo.

—El tiempo la guardará —dijo Makkosh, mientras empujaba la pared para sellar el escondite—. Y cuando llegue el momento, Hyrule deberá demostrar que su sacrificio no fue en vano.

Impa, con las manos cruzadas, observó en silencio cómo las puertas del templo se cerraban con un eco pesado. Las paredes resonaban con el murmullo de los grabados, como si el lugar mismo lamentara la separación.