Presente, Subsuelo del castillo de Hyrule, cubil del dragón blanco.
Finalmente, mientras el cansancio cedía y la conciencia iba dejando atrás el sueño, el dragón tuvo un último recuerdo, guiado por la Voz. Era un recuerdo de hacía diez mil años.
Se encontraba en una isla, frente a un templo imponente que los humanos llamaban "El Templo del Tiempo". En él, los veía realizar rituales y ceremonias solemnes. Aunque no entendía completamente la razón de su presencia allí, algo profundo, un extraño instinto, lo había llevado hasta ese lugar.
Cuando llegó, vio sobre el altar una espada deteriorada, consumida por el tiempo y la malicia. Dos mujeres estaban presentes: una frente al altar y otra más atrás, junto a una figura metálica. La más cercana al altar comenzó a recitar un conjuro. La luz lo envolvió todo, y en ese instante, la Voz le dio su primera orden: proteger la espada. Con manos trémulas, la mujer la ajustó en su crin. Una calidez desesperada lo recorrió, como si el destino entero dependiera de ese gesto.
De repente, la humana frente al altar cedió ante el agotamiento: su cuerpo se desplomó como una flor marchita bajo el peso de la lluvia. Durante un instante eterno, el dragón no supo si se había desmayado o si su último aliento había escapado silencioso entre sus labios. El viento apenas rozaba el campo, como si el mismo aire temiera interrumpir aquel momento. Algo dentro de él le gritó que huyera, pero sus patas no se movieron. La calidez de la espada en su crin lo mantenía anclado, obligándolo a observar.
Entonces la vio. Una llama azul se desprendió del pecho de la mujer como un último suspiro convertido en luz. Se elevó despacio, danzando con una belleza trágica antes de posarse suavemente en su cabeza. Cuando la llama se hundió en su interior, el dragón se agitó, moviendo la cola y las alas con nerviosismo. Quería escapar, sacudir aquella presencia que le desgarraba algo más profundo que el cuerpo. Pero la llama, en lugar de abrasarlo, lo envolvió con una melodía: un arrullo suave y triste que se deslizó dentro de su mente, acariciando cada rincón herido. Era como una nana, pero no una que calmara por completo, sino una que le recordaba todo lo que acababa de perder.
Intentó volar, escapar de aquel lugar donde el eco del sacrificio aún vibraba en el aire. Pero entonces, la voz le dio una última orden: mirar hacia abajo. Lo que vio lo destrozó. La figura consciente, tambaleándose, arrastraba a la que yacía inerte en el suelo. Con cada paso, parecía cargar no solo con el peso del cuerpo, sino con la carga del destino que se habían impuesto. Al llegar a la cavidad de agua, la sumergió con una delicadeza dolorosa, como quien entrega un tesoro al abismo y la arrastró dentro del Templo del Tiempo.
La cadencia de la nana cambió. Lo que antes era un consuelo sutil se transformó en una tristeza aguda y penetrante. Cada nota era una punzada en su pecho, un recordatorio de lo irreversible. El dragón inclinó la cabeza hacia el suelo y lloró. Grandes lágrimas de luz cayeron de sus ojos, trazando líneas delicadas y efímeras sobre la tierra, como si el propio suelo quisiera conservar por un momento aquel lamento. Cada lágrima era un adiós, un deseo incumplido, una promesa rota.
Finalmente, alzó el vuelo, pero su ascenso no fue majestuoso ni triunfal. El aire cortaba su cuerpo, pero no podía deshacerse del peso de lo que había presenciado. La voz, esa presencia persistente, seguía allí. Durante el día se desvanecía en susurros, como si supiera que necesitaba tiempo. Pero por la noche... Oh, por la noche. Durante los sueños, regresaba con fuerza. No era una voz que diera órdenes, sino una que repetía lo mismo una y otra vez: una canción para el alma perdida.
Poco tiempo después de aquel acontecimiento en el Templo del Tiempo, sucedió algo extraordinario. Mientras sobrevolaba aquel reino devastado por la guerra que había azotado sus tierras meses atrás, el dragón fue testigo de un espectáculo que desafió todo lo que creía conocer: enormes fragmentos de tierra se alzaron lentamente hacia los cielos, como si una fuerza invisible los reclamara. Con ellos, los pocos supervivientes de la raza hyliana que habían logrado escapar del conflicto fueron elevados, obligados a aprender a sobrevivir en el escaso terreno que les quedaba.
Donde antes se erigía el Templo del Tiempo, ahora solo quedaban los vestigios de su existencia. En su lugar, una colosal estatua de la diosa Hylia se alzó sobre las nubes, guardando en su interior un artefacto envuelto en misterio.
Sin embargo, lo que realmente desconcertó al dragón fue la repentina desaparición de los Zonnan. Su legado, su civilización y su avanzada tecnología parecían haber sido barridos de la faz de la tierra. O al menos, eso creyó. Una raza, que hasta entonces había permanecido en la sombra, la había adoptado y transformado, llenándola con su propia simbología y finalidad: los Sheikah.
Estos, elegidos por la diosa Hylia según las antiguas leyendas, tomaron el conocimiento Zonnan y lo moldearon a su manera. Su misión trascendía el simple dominio de la tecnología: eran los guardianes del equilibrio, los protectores de la familia regente y la última línea de defensa contra quienes codiciaban la Trifuerza. Un deber sagrado que, si fallaba, significaba la ruina del reino.
Pasaron los días y luego los años. Al dragón le costaba cada vez más escuchar aquella Voz, como si la propia eternidad intentara borrar la memoria de su existencia. Pero en lo más profundo de sus sueños, cuando la brisa nocturna era lo único que acariciaba sus escamas, volvía a sentirla. Y con ella, regresaban las lágrimas, invisibles para el mundo, pero tan reales como la espada atada a su crin.
Liberado, o eso creía, el dragón continuó observando el paso de las eras con la paciencia que solo diez mil años podían otorgar. Su vuelo, solitario y eterno, era testigo de un ciclo inquebrantable: héroes nacían, enfrentaban al mal y se convertían en leyendas. Entre estos héroes y princesas, una conexión profunda e inmutable brillaba como un hilo dorado, uniendo historias a través del tiempo.
Uno de esos momentos quedó grabado en su memoria con particular nitidez. Un joven, vestido de verde y montando un pelícaro rojo, rescató a una chica rubia de las garras de un demonio. La imagen de aquella joven le evocó con intensidad a la mujer que había visto junto al altar en el Templo del Tiempo. Aquella visión no sólo le llenó de asombro, sino que también despertó en él una melancólica añoranza, como si vislumbrara fragmentos de un destino que no podía comprender del todo.
Con el paso de las eras, fue testigo de cómo los humanos abandonaban las islas del cielo para descender definitivamente a la tierra firme. En ese nuevo mundo, otro héroe surgió, criado entre las hadas del bosque, para enfrentarse a un avatar del Rey Demonio invocado por las hechiceras.
El dragón siguió inquieto en su sueño, envuelto en las visiones de un pasado fragmentado por las líneas del tiempo. Las tres grandes bifurcaciones, nacidas de los destinos divergentes del héroe y su lucha contra el avatar del Rey Demonio, eran un eco constante en su mente, una maraña que parecía imposible de desenredar.
En la primera bifurcación, el héroe había fracasado en su intento de derrotar a Ganondorf. El reino, desprovisto de esperanza, cayó lentamente en la decadencia. Los vasallos del Rey Demonio, hechiceros como Yuga y Agahnim, extendieron el caos por Hyrule, secuestrando princesas y debilitando la luz del reino. Cada era parecía terminar con el héroe reencarnado enfrentando un destino aún más oscuro.
En la segunda, el héroe venció, pero al regresar a su tiempo para devolver un artefacto mágico, la Trifuerza del Valor desapareció de esa línea temporal. Con el reino desprotegido, el rey de Hyrule tomó la desesperada decisión de inundar la tierra para evitar que Ganondorf la reclamara. Las reencarnaciones posteriores del héroe y la princesa lucharon por reconstruir el reino desde las profundidades del océano, en un mundo donde el agua había borrado casi todo rastro de lo que una vez fue Hyrule.
La tercera bifurcación había comenzado con esperanza: el héroe, tras vencer a Ganondorf, alertó a la princesa y al rey sobre el peligro. Ganondorf fue detenido antes de alcanzar el Reino Sagrado, pero, en su intento de ejecución, desató una fuerza final que mató a uno de los sabios encargados del ritual. Esto llevó a los sabios restantes a optar por desterrarlo al Reino del Crepúsculo, en lugar de destruirlo. Centenares de años después, el reino fue sumido en una era de sombras, donde el héroe, transformado en lobo, tuvo que aliarse con la legítima princesa del Crepúsculo para restaurar el equilibrio.
El dragón sintió un escalofrío al recordar cómo esos eventos no solo fragmentaron el tiempo, sino también los destinos de Hyrule. Pero entonces llegó la Voz, grave y poderosa, que le habló desde las profundidades de su ser.
—Tengo el poder sobre el tiempo —dijo, sus palabras resonando con una autoridad inquebrantable—. Yo puedo ayudarte a unir las fracturas, a restaurar lo que se ha perdido.
Guiado por la Voz, el dragón había logrado lo imposible. Las bifurcaciones se habían entrelazado nuevamente, convergiendo en una sola línea temporal que fluía hacia el presente. Pero ese presente, aunque unificado, seguía impregnado de oscuridad. Ganondorf, el eterno catalizador del caos, aguardaba en el subsuelo, acumulando poder.
La Voz volvió a hablar, más fuerte que nunca, cada palabra cargada de una certeza helada que hizo vibrar las escamas del dragón.
—Rauru y Sonia, los guardianes de la era de las leyendas, buscaron una paz duradera, pero el cruel destino les dio solo una paz efímera. Las guerras han arrasado este reino durante milenios, héroes y princesas luchando contra la oscuridad, en un ciclo interminable que siempre vuelve. Pero eso cambiará... eso terminará conmigo. Cuando regrese, lucharé para que la paz no sea solo un sueño pasajero. Yo traeré una paz eterna, sin fronteras, sin final.
Una centuria antes del presente, el dragón percibió cómo el sello del verdadero Rey Demonio comenzaba a agrietarse. No era una simple amenaza como las invocaciones anteriores de las hechiceras, sino una agitación genuina que rompía su confinamiento. Se preguntó dónde estaban el héroe y la princesa. Vio a un joven con la Espada Maestra, pero percibió que no poseía toda el alma del héroe, y el poder de la princesa también estaba ausente.
Cuando finalmente ambos poderes se unieron, ya era demasiado tarde. La oscuridad se había extendido rápidamente, derrotando al héroe y confinando la luz de la princesa durante cien años. Con el tiempo, Hyrule cayó en la desesperanza: las tierras se marchitaron y el cielo se tornó gris. Pero en medio del caos, una chispa de esperanza brilló cuando el héroe reencarnado logró levantarse y, junto con la princesa, enfrentaron la maldad una vez más.
Su vuelo continuó, arrastrándolo hacia una verdad más amarga: aunque el héroe y la princesa lograron detener el avance inicial, el daño ya estaba hecho. El sello se había roto por completo, y las emanaciones de malicia, ahora desatadas, empezaron a infectar lentamente el corazón del reino. Los habitantes caían enfermos, uno tras otro, como si una plaga invisible se extendiera por el aire. Nadie entendía la causa, pero el dragón sí: el reino estaba muriendo, consumido desde dentro.
Entonces, una explosión sacudió el aire. El dragón alzó la mirada y vio cómo el Castillo de Hyrule se elevaba, envuelto en una nube de oscuridad que lo arrastraba hacia el cielo. Por todo el reino, grietas profundas se abrían en la tierra, y de ellas emergían criaturas deformes, engendros de malicia que se extendían como una marea negra, devorando todo a su paso. Sintió algo más que el terror del momento; percibió un aura antigua y conocida. Esta vez, no había duda: el verdadero Rey Demonio caminaba de nuevo sobre la tierra.
Sin embargo, algo en ese caos llamó su atención. Poco después de la explosión, el mismo joven que había luchado junto a la princesa para sofocar temporalmente la malicia, apareció en el Templo del Tiempo. Pero ahora estaba solo. Se movía con paso lento, sus ropas desgarradas y su cuerpo marcado por heridas recientes. Llevaba consigo algo más que cicatrices; llevaba el peso de la desesperación, de la lucha constante y del vacío que deja la pérdida. Y entonces, la Voz, que había permanecido en silencio durante tanto tiempo, despertó con una fuerza renovada dentro del dragón.
—Él es el portador del cambio —susurró la Voz, con un tono solemne que reverberó en su mente como una profecía—. Su valentía y la unidad de los sabios serán la clave para romper el ciclo.
Pero una pregunta atravesó el pensamiento del dragón como un rayo. ¿Dónde estaba la princesa? Aquella que siempre luchaba al lado del héroe, aquella que debía ser su ancla y su luz. Por mucho que buscara, no podía verla en ninguna parte. La inquietud se convirtió en angustia, hasta que un recuerdo doloroso lo golpeó como una flecha certera: la mujer ante el altar, la que se había desplomado mientras él observaba impotente desde las alturas. Ella... está a diez mil años de distancia. Su mente se retorció ante la imposibilidad de aquello. ¿Cómo podía ser posible?
De repente, algo lo sacó de su confusión: en las manos del joven, volvió a ver la espada. No estaba nueva ni restaurada como antes; estaba rota, destrozada por el mismo poder oscuro que había visto en el altar del Templo del Tiempo hace diez mil años. Era la misma espada que, en un momento desesperado, había atado a su crin serpentina mientras las lágrimas de una mujer moribunda manchaban la tierra. ¿Cómo había regresado esa espada a las manos de este joven?
Desde las alturas, vio como aquel joven avanzaban hacia el altar, cada paso cargado de dolor y determinación. Allí, en el corazón del Templo del Tiempo, la princesa se comunicaba con él a través del tiempo, guiándolo para recoger la espada maltrecha. El dragón sintió cómo su crin vibraba ligeramente, como si la espada reconociera la conexión entre el pasado y el presente.
Y entonces, lo comprendió. Todo encajó como un rompecabezas que había tardado milenios en completarse. Él no era solo el portador de la espada; era el portador del destino que ella había sellado con su sacrificio. Habían pasado diez mil años, pero sus actos, su lucha, seguían resonando en el presente.
El dragón sintió cómo su cuerpo serpentino temblaba con una mezcla de gratitud y tristeza. Había sido parte de un propósito mucho mayor de lo que jamás imaginó. La esperanza no estaba perdida; había sido sembrada y ahora florecía en el destino de aquel joven.
Entonces, en medio de la confusión, una voz, nítida emergió en su mente. Esta vez no era un susurro constante. Su tono se tornó más claro, más íntimo, y cuando volvió a hablar, su cuerpo serpentino se estremeció, reconociendo con claridad la voz de la princesa en ella. Era como si el tiempo hubiera esperado ese instante para revelarle la verdad.
—Mi querido dragón, hemos navegado juntos por los aires para traer a Hyrule la esperanza de resurrección, sanando la Espada Maestra que ahora deberás entregarle, cuando llegue el momento preciso. Por ahora, tenemos que dejar que se prepare, que recupere su fuerza vital.
La calidez de sus palabras lo envolvió, como si su esencia aún viajara junto a él a través de cada brisa que acariciaba su cuerpo serpentino. El dragón cerró los ojos y dejó que el peso de aquellas palabras lo recorriera, llenando cada rincón de su ser con una mezcla de alivio y melancolía. Comprendió, entonces, que no había estado solo; que incluso en sus vuelos solitarios por el vasto cielo, había sido guiado por algo más grande que el destino: el amor inquebrantable de la princesa y la misión que ambos habían asumido en silencio.
Abrió sus ojos serpenteantes y observó la espada, que descansaba aún en su crin como un símbolo sagrado. La había custodiado todo este tiempo, y ahora entendía por qué. La esperanza no solo había estado en la espada, sino en el vínculo invisible que unía su viaje con el del joven héroe.
"He sido yo", pensó una vez más, mientras su espíritu, antes quebrado por la soledad, se llenaba de determinación. "A través de ella, he llevado la llama del destino. Ahora, él está listo."
Y, con esas palabras reverberando en su mente, el dragón alzó su mirada al cielo. Navegó entre las corrientes de aire, su cuerpo ondulante dibujando líneas de luz sobre el firmamento, como si la misma eternidad se inclinara para despedirlo.
Entonces, unas semanas después, ocurrió lo inesperado. Siguiendo la sabia guía del antiguo árbol que se erguía imponente en el corazón del bosque de Hyrule, el joven guerrero, recuperado completamente de sus heridas, realizó lo que ningún humano había osado antes: logró convencer al dragón de permitirle posarse sobre su espalda. Fue un acto de pura confianza y respeto mutuo, una muestra de la conexión más profunda entre dos seres, tan distintos en su naturaleza, pero unidos por un destino compartido.
Cuando el joven, con una mirada decidida y serena, pronunció su petición, el dragón experimentó algo que no había sentido en siglos: una fuerza invisible, casi divina, se desplegó a su alrededor. Era como si la misma diosa Hylia hubiera tocado su alma, aprobando este gesto sagrado, un símbolo de que este encuentro no era una mera coincidencia. El dragón, sorprendido, sintió que algo trascendental se estaba forjando en ese preciso instante, una conexión que iba más allá de lo terrenal y tocaba las fibras más profundas del destino. Era un momento que había aguardado sin saberlo, un destino sellado en las lágrimas y los susurros del tiempo.
El joven subió con cautela, recorriendo el imponente lomo del dragón con pasos firmes pero reverentes, como si cada uno de ellos fuese una plegaria silenciosa. El aire vibraba con una tensión sagrada, y el dragón sintió cómo su crin serpenteante se estremecía bajo el peso de aquella emoción contenida. Pero antes de tomar la Espada, el joven se inclinó ante su crin y empezó a acariciarla suavemente, sus dedos temblorosos rozando las fibras doradas como si temiera romperlas. Con voz rota, comenzó a hablar:
—Mi querida Zelda... —susurró, su voz temblando como una vela al borde de apagarse—. Aunque Mineru dice que probablemente ya no quede nada de ti después de estos años... yo te siento muy cerca. ¡Lo siento, Zelda! Quiero decirte que estoy buscando por todo el reino la manera de traerte de vuelta... Cuando venza a ese ser maligno, no pararé. Y si tengo que tardar otros cien años, lo haré... lo... haré... —Pero sus palabras se rompieron, y entonces el dragón lo sintió caer de rodillas sobre su lomo, con el rostro escondido entre sus manos mientras el llanto le desgarraba.
Por alguna razón, el dolor del joven se filtró en lo más profundo del alma del dragón. La Voz que le acompañaba también se llenó de una tristeza abrumadora, y de pronto, enormes lágrimas de luz pura comenzaron a caer de sus ojos serpenteantes. Cada una de ellas se deslizó por su crin y tocó la tierra como un destello fugaz del dolor acumulado durante eones. El viento pareció detenerse por respeto, y el aire estaba impregnado del eco de los sollozos del héroe y del llanto silencioso del dragón.
Finalmente, con una resolución renovada, el joven extendió la mano hacia la Espada, que había permanecido atada a la crin del dragón durante milenios, como un recordatorio de todos los sacrificios y secretos que ambos habían custodiado. Al rodear la empuñadura con sus dedos, algo milagroso sucedió: la hoja ennegrecida y quebrada, que había estado marcada por la oscuridad de tiempos antiguos, comenzó a resplandecer ante sus ojos.
El dragón observó, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, mientras la espada absorbía la luz del sol y la devolvía en forma de un fulgor celestial. El metal roto se reconfiguró, dejando atrás toda herida, y ahora brillaba con una pureza que desafiaba al tiempo. Era un azul radiante, como un cielo despejado tras la tormenta, un reflejo del poder legado por la diosa Hylia misma, restaurado en su forma más pura.
El dragón cerró los ojos, dejando que la emoción lo atravesara. No era solo el fin de su custodia; era la confirmación de que el sacrificio de Zelda había florecido en algo más grande: una oportunidad para redimir todo aquello que habían perdido.
El dragón, inmóvil, observaba al joven con una mezcla de asombro y esperanza. Sus ojos, que habían visto tantos ciclos de tiempo y tantas vidas nacer y desvanecerse, brillaban con una emoción desconocida. En ese momento, la Voz, que había hablado en sus oídos durante tanto tiempo, resonó de nuevo en su mente, esta vez clara como un eco antiguo, imparable:
—El ciclo está llegando a su fin. Ahora, todo depende de él.
Con la espada restaurada, y el destino del mundo pesando sobre sus hombros, el joven guerrero descendió hacia el templo del tiempo. A cada paso, el viento parecía susurrar canciones olvidadas, y el aire vibraba con la promesa de grandes batallas por venir. Mientras lo veía partir, el dragón sintió que el propósito de su vida, el motivo de su existencia durante diez mil años, había sido finalmente cumplido. Pero no fue solo eso. Algo más había cambiado dentro de él. Un profundo zumbido en su mente, como un despertar.
La Voz se llenó entonces de una profunda gratitud, una que atravesó el tiempo y el espacio, y sus palabras se volvieron un eco vibrante en la mente del dragón:
La Voz se llenó entonces de una profunda gratitud, una que atravesó el tiempo y el espacio, y sus palabras se volvieron un eco vibrante en la mente del dragón:
—Mi querido dragón... Gracias por tu sacrificio. Ahora guía al héroe. Cuando todo termine, encontrarás la paz que tanto mereces.
Por primera vez en milenios, el dragón sintió la calma. Sus lágrimas cesaron, y al alzar el vuelo, su cuerpo serpentino dibujó líneas de luz sobre el cielo. La eterna vigilia había terminado, pero su legado continuaría en el héroe que ahora llevaba consigo la esperanza de todo Hyrule.
Imágenes del joven guerrero, y de otros cinco que lo acompañaban, comenzaron a invadir su mente, vívidas y llenas de propósito. Su misión, su razón de ser en los últimos milenios, ahora se revelaba ante él: cuando el momento llegara, debía guiarlos, ayudarles en su lucha.
El héroe y los sabios, que en ese mismo momento descendían por el frío y oscuro subsuelo, portaban consigo una fuerza que desafiaba los límites del tiempo. Era como si la tierra misma les guiara hacia el centro de ese enigma, hacia la raíz del mal que una y otra vez había condenado el reino a la oscuridad. El dragón sintió una conexión inexplicable con ellos, una responsabilidad que pesaba en su pecho como un secreto antiguo.
Porque, aunque aún no lo comprendía del todo, sabía que la ruptura del círculo dependería no solo del valor y la determinación de aquellos que avanzaban hacia las profundidades, sino también de algo que permanecía dormido en lo más recóndito de su ser. Era una fuerza antigua, un fragmento del orden primordial que, durante milenios, había esperado en silencio. Ahora, con cada movimiento de los sabios y el héroe, esa fuerza parecía despertar, como si supiera que el momento de volver al sitio que le pertenecía estaba cerca, que su destino final era ser la clave en la lucha por la verdadera libertad del reino.
La historia del guerrero y sus compañeros, la espada restaurada, y la paz que debía llegar, apenas comenzaba a desvelarse. Y en su corazón, el dragón sintió la presencia de un poder ancestral que le susurraba al oído que el fin de su vigilia no era más que el inicio de algo aún más grande.
En la distancia, Zelda, convertida en la guardiana del tiempo y del poder sagrado, sintió una perturbación en el flujo del tiempo, como un eco distante que resonaba en su pecho. Sintió que Link se enfrentaba a la prueba definitiva, aquella que decidiría el destino de todo Hyrule. Con los ojos cerrados y las manos unidas en un gesto de plegaria desesperada, susurró:
—Link, siempre he estado a tu lado. Y cuando llegue el momento, seguiré estando.
El viento llevó su plegaria como un susurro entre las estrellas. Una imagen fugaz atravesó su mente: Link, de pie en el abismo, con la Espada Maestra resplandeciendo en su mano. Su mirada era firme, pero el peligro a su alrededor era tan vasto como el cielo antes de una tormenta.
Pasado, una hora antes del presente, cielo de Fuerte Vigía.
El dragón avanzaba con elegancia por los cielos, su cuerpo serpentino deslizándose entre las corrientes de aire como una sombra alargada y sinuosa. El viento fluía a su alrededor, acariciando sus escamas con la familiaridad de un viejo amigo. Bajo él, el reino se extendía con su vastedad eterna, iluminado tenuemente por la luz crepuscular. A lo lejos, el castillo derruido flotaba en el aire, su silueta recortada contra el horizonte. Era una señal inequívoca: su cubil estaba cerca.
Pero entonces, un eco perturbador vibró en su mente.
"Tienes que ayudarles. Se acercan a una horda de monstruos."
Era la Voz. La misma que lo había guiado durante su vuelo milenario.
El dragón giró su majestuosa cabeza hacia abajo y, en la llanura, vio al joven de la Espada. Él y sus compañeros avanzaban preparándose para el peligro que se cernía más adelante. El dragón abrió sus fauces y dejó escapar un rugido profundo, su sonido reverberando como un trueno en el cielo. Abajo, el joven de ojos azules se detuvo de inmediato y alzó la mirada. Sus pupilas reflejaban el brillo del fuego en la distancia, pero algo en su expresión cambió al ver la silueta del dragón recortada contra el firmamento.
Momentos después, él y sus cuatro compañeros subieron a su lomo. El peso era inusual, pero el dragón no lo rechazó. Con un movimiento fluido, descendió a través del abismo, deslizándose en la oscuridad del subsuelo. No había viento que lo guiara allí, solo el vacío y la negrura que lo rodeaban. En cuanto los aventureros bajaron de su lomo, él giró sobre sí mismo y se alejó en dirección a su cubil.
El cansancio lo envolvía. No solo por la travesía del día, sino por el peso intangible de todo lo que había cargado durante milenios.
Regresó a su refugio y se enroscó lentamente sobre sí mismo, acomodando su cuerpo entre las piedras ancestrales. Se dispuso a dormir, entregándose al descanso que tanto anhelaba.
Pero entonces, un sonido atravesó la quietud.
Un llanto.
No tenía intención de prestarle atención. Cerró los ojos y se acomodó mejor, pero algo en ese sonido le hizo girar la cabeza, observando a través del agujero que conectaba su cubil con el piso inferior.
Allí, en la penumbra, estaba el joven de ojos azules.
Sostenía algo pequeño y brillante entre sus manos, con los dedos apretados alrededor de él, como si al soltarlo pudiera perder algo más que un simple objeto. Sus hombros temblaban, y aunque su rostro estaba parcialmente oculto, el dragón supo que derramaba lágrimas.
No entendía por qué aquel llanto lo afectaba. Pero lo hizo.
Por un instante, la Voz guardó silencio. Y él también.
Apartó la mirada y cerró los ojos, pero antes de que el sueño lo reclamara por completo, algo más lo distrajo.
Abrió sus pupilas esmeralda y, con una calma distraída, observó a través de la abertura que conectaba su cubil con el nivel inferior. Allí, los héroes estaban reunidos alrededor de una hoguera, sentados en círculo. Pero algo le llamó la atención: una figura metálica, inconfundiblemente Zonnan, se erguía entre ellos. Sus formas le recordaban a las antiguas creaciones que había visto hace diez mil años, aquellas que una vez poblaron el reino y que creía extintas. Sin embargo, esta no era una reliquia inerte; irradiaba una presencia distinta, una vitalidad que no debería existir en algo forjado por manos Zonnan.
Mientras, el joven de la Espada removía con paciencia el contenido de un caldero, el fuego proyectando sombras danzantes sobre su rostro. Sus labios pronunciaban una melodía, una canción antigua, casi olvidada, que flotaba en el aire como un eco de tiempos remotos.
El dragón la reconoció.
Era la misma que había escuchado en otro tiempo, de labios de otro héroe. Un guerrero con el don de viajar en el tiempo.
Pero no solo el joven estaba allí.
A su lado, como guardianes invisibles, se erguían dos figuras.
Un Stalfos de porte solemne y mirada sombría lo observaba en silencio, su postura imponente, sus ojos huecos fijos en el héroe sin que este pudiera percibir su presencia. Junto a él, una mujer etérea flotaba con la misma serenidad, su piel azulada reflejando el resplandor de la hoguera. Su figura, envuelta en un aura de sabiduría antigua, poseía un aire inconfundible: el de la Espada con la que el dragón había cargado durante incontables eras.
Link no los veía.
Pero el dragón sí.
Algo dentro de él se removió. El ciclo continuaba… pero esta vez, algo era distinto.
Sin embargo, no quedaba fuerza en él para comprenderlo del todo. Se dejó caer en el abrazo del letargo, sus pensamientos disipándose en la brisa nocturna.
El destino estaba en marcha. Y él, como siempre, seguiría navegando en sus corrientes.
Presente, Subsuelo del castillo de Hyrule
En los oscuros confines del subsuelo, Link y los sabios se encontraban agotados, descansando tras una frenética carrera para escapar de los violentos terremotos que habían sacudido la zona poco antes.
Habían llegado hasta el pozo donde Zelda había desaparecido, una cicatriz en la tierra que los conducía inexorablemente hacia la guarida del Rey Demonio. Pero antes de continuar, antes de descender a las entrañas de la sombra, debían recuperar fuerzas. No solo sus cuerpos exigían descanso… sino también sus almas.
El silencio del subsuelo pesaba sobre ellos, cargado con la promesa de lo que estaba por venir.