10.000 años en el pasado, Palacio de los Monarcas de Hyrule.
Las antorchas titilaban suavemente, proyectando sombras en las paredes de piedra. El silencio solo se rompía con el crujir de la madera y la respiración contenida de Rauru. De pie junto a la ventana, miraba la noche con el ceño fruncido, buscando respuestas en la oscuridad. Cuando Zelda entró, su postura se tensó, pero no se giró de inmediato.
Finalmente, suspiró y bajó la cabeza.
—Zelda... —murmuró, su voz apenas un susurro—. Perdóname. No te escuché antes y ahora lo comprendo. Creí que podía manejar esto solo, pero estaba equivocado.
Zelda se acercó lentamente, con empatía en su mirada, pero también con la firmeza de quien ha enfrentado el abismo y sigue en pie.
—Rauru, todos cometemos errores —dijo con suavidad—. Pero lo importante ahora es encontrar una solución juntos.
Rauru se giró hacia ella y, por primera vez, su orgullo habitual pareció desvanecerse. Había lágrimas en sus ojos, pero las contuvo.
—Estoy listo para escucharte.
Zelda asintió y, con calma, le relató las visiones que había tenido durante semanas: la luna carmesí sobre Ganondorf, la presencia de Koume y Kotake extendiendo su maldad y, sobre todo, la imagen del salón del trono donde Link y los sabios yacían sin esperanza.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Rauru, aunque rápidamente bajó la voz, avergonzado—. No... tú lo hiciste. Aquella noche, tras la cena con Ganondorf, me advertiste que te recordaba a alguien de tu era. Pero no te escuché... estaba tan seguro de poder controlarlo.
Zelda posó una mano en su hombro, tratando de transmitirle algo de consuelo.
—Tranquilo, Rauru.
—No... le abrí las puertas de mi casa a ese demonio. Por su culpa, Sonia...
Su voz se quebró al mencionar su nombre. Zelda apretó los labios, compartiendo su dolor en silencio.
—Aún hay cosas que debemos entender —dijo Zelda, recuperando el hilo de su relato—. En mi presente, cuando Link y yo nos encontramos al Rey Demonio en el subsuelo del castillo de mi familia, antes de atacarnos, parecía como si estuviera... sellado. Algo lo sujetaba, una fuerza desconocida con tecnología Zonnan.
—Pero... ¿y dónde se sitúa exactamente ese castillo? Nuestro palacio está aquí... Un momento... no, espera —se dirigió a su escritorio, de donde sacó un pergamino—. Uno de mis espías me envió esto esta mañana —dijo señalando el pergamino, donde se veía un dibujo de una edificación en construcción—. Me dijo que el Rey Demonio se estaba construyendo una fortaleza en el mismo corazón de Hyrule, al norte de la llanura. Pero... que, al estar todavía en obras, había situado el salón del trono... en... ¡los sótanos!
—Entonces... es el mismo lugar donde Link y yo fuimos atacados.
Un escalofrío recorrió a Zelda mientras recordaba. Continuó su relato, hablando de su encuentro con Link en el Templo del Tiempo, diez mil años después, con su brazo derecho cubierto de quemaduras de malicia. Terminó explicando cómo había logrado traer la Espada Maestra con su poder.
—Lo que no logro comprender —inquirió Rauru mirándola con atención— es cómo es posible que tengas tanta fe en ella; no parece más fuerte que nuestras espadas de energía. Y ni siquiera el poder combinado de los sabios ha podido con el Rey Demonio y sus hordas.
—Tal y como le dije a Mineru —comenzó Zelda—, posiblemente la Espada Maestra sea el único arma efectiva contra el Rey Demonio. A pesar de romperse en mil pedazos, cuando tocó la malicia, su poder es tal, que una esquirla de la misma pudo abrirle una herida en el rostro.
Rauru se rascó la barbilla tratando de atar cabos. Caminó hacia la puerta y llamó a Mineru, quien entró en la habitación con paso firme. Sus ojos se encontraron, y en silencio, comprendieron que la decisión ya estaba tomada.
—Mineru, necesitamos hablar —dijo Rauru con solemnidad.
Mineru asintió.
Rauru empezó su relato pero Mineru le interrumpió.
—Tranquilo, ya tengo toda la información, de hecho, vino a verme a mí primero. Me pidió ayuda con la reparación de la Espada Maestra.
—¿Cuál es el problema, Mineru? Tú eres la experta, necesito tu consejo.
—El problema —comenzó Mineru— es que con nuestra tecnología, esa espada no tiene arreglo alguno... su hoja... no está hecha de ningún metal... es una espada... no sé, algo vivo... que se alimenta del poder sagrado...
—¿Cómo? ¿El poder que tanto Zelda como yo poseemos? —Rauru estaba sorprendido—. ¿Entonces... no la podríamos imbuir Zelda y yo con nuestro poder para restaurarla y vencer al Rey Demonio?
—Me temo que... no es tan fácil, majestad —dijo Zelda cuidadosamente para no volver a provocar su ira—. Antes de que Link derrotara al cataclismo, la Espada permaneció durante cien años imbuida en el poder sagrado del Bosque Perdido. Incluso después, pasó años recuperándose hasta que Link volvió a por ella. Aun así... cuando Link enfrentó al Rey Demonio... ya te he contado... se rompió al más mínimo contacto con su esencia maligna.
Rauru suspiró, procesando la información.
—Entiendo... —dijo como en un susurro. Se quedó mirando a Mineru. Ella asintió con un gesto quedo. Zelda no entendía bien qué estaba pasando.
—Zelda —Rauru se giró de pronto hacia ella.
—Sí, majestad —dijo Zelda sorprendida.
—Entonces... ¿Qué piensas hacer ahora? Supongo que estarás buscando la manera de devolvérsela a Link, para que venza de una vez a esa criatura maligna.
Zelda asintió en silencio.
—Aún no sé muy bien cómo lograrlo. He visto cierto ritual, que no solo me permitiría hacerme regresar, sino también imbuir la Espada Maestra con poder sagrado. El problema es que, primero, tengo que encontrar el receptáculo adecuado. Además, tengo muchas dudas acerca de cómo volver o cómo indicarle a Link dónde estoy, para que me devuelva mi estado original...
El ambiente en la sala se cargó de un peso invisible. Rauru, con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo, procesaba cada palabra de Zelda. Mineru, con su habitual serenidad, también meditaba la situación.
—Si este ritual es la única opción —continuó Rauru, con la voz más firme—, debemos asegurarnos de que cada paso sea preciso. No podemos permitirnos fallos. Zelda, debes estar absolutamente segura de que puedes controlar el proceso.
Zelda asintió, pero la incertidumbre danzaba en su mirada.
—Lo comprendo, Majestad. Pero el problema sigue siendo el mismo: si Link no sabe dónde encontrarme o cómo restaurarme, este sacrificio será en vano.
Mineru se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Podríamos dejar un mensaje en el Templo del Tiempo. Un registro que solo él pueda interpretar. Link es intuitivo y su conexión con la Espada Maestra le guiará.
Zelda pareció considerar la idea, pero una sombra de duda cruzó su rostro.
—Aun así, necesitará tiempo para entenderlo. Y el tiempo... no está de nuestro lado.
Rauru apoyó ambas manos en la mesa, exhalando con frustración.
—Entonces, debemos asegurarnos de que alguien más esté allí para ayudarle. Mineru, si encuentras una forma de permanecer, aunque sea como un eco, eso podría marcar la diferencia.
La sabia levantó la vista, un brillo extraño reflejándose en sus ojos.
—Tal vez haya una manera. Pero no será fácil.
Zelda la observó con atención.
—Si hay una posibilidad, haré lo que sea necesario para asegurar nuestro futuro.
El silencio que siguió no fue de duda, sino de resolución. Los tres comprendían el peso de sus decisiones y, más aún, el sacrificio que cada uno debía hacer.
—Entonces, debemos prepararnos —afirmó Rauru—. No hay margen para la indecisión. Zelda, Mineru... el destino de Hyrule está en nuestras manos.
Las llamas de las antorchas titilaron como si respondieran a sus palabras. A partir de aquel momento, no habría marcha atrás.
Rauru habló, antes de que Mineru continuara.
—Zelda, creo que es muy tarde. Deberías dormir; llamaré a Impa para que te acompañe a tu dormitorio.
En ese momento se abrió la puerta suavemente.
—Disculpad, Alteza Rauru, he creído escuchar mi nombre.
— Si, Impa, por favor, lleva a Zelda a descansar. Necesita recuperarse.
—Como ordenéis, majestad. Vamos, Zelda.
Zelda intentó protestar, pero Impa la guió suavemente fuera de la sala. Cuando los pasos de ambas se extinguieron, Mineru y Rauru continuaron su conversación.
—Sabía que este día llegaría —murmuró Mineru—. Nuestro deber es proteger el futuro de Hyrule, aunque no estemos allí para verlo.
Rauru asintió, y ambos compartieron una mirada de determinación. Tendió la mano, y Mineru la tomó sin vacilar. En ese gesto compartieron no solo su determinación, sino también el dolor de lo que estaban a punto de sacrificar.
—Me aseguraré de que Link tenga su oportunidad. Durante mi conversación con Zelda, he descubierto cómo puedo ayudarle, cómo trazar un camino hacia un futuro libre de esa abominación. Y cuando llegue el momento, Link no tendrá que cargar con esta lucha solo. —dijo Rauru con determinación, su mirada perdida en el horizonte, como si ya viera el destino que deseaba construir.
Mineru le miró inquisitativamente; algo no le cuadraba.
—Pero, ¿cómo lo harás... cómo pararás al Rey Demonio si no posees la Espada Maestra?
Rauru, después de unos segundos de silencio, levantó su cabeza enfrentándose a Mineru y continuó en voz baja.
—Existe una forma...
Mineru lo miró alarmada.
—¿Cuál sería esa forma, Rauru? — Rauru la miró con intensidad y Mineru comprendió.
—No... ni se te ocurra — dijo Mineru alarmada— te pondrás en peligro...tu... podrías...
—Lo sé. Pero es mi responsabilidad. Yo fui quien permitió que ese ser maldito cruzara las puertas de mi palacio. Si estamos aquí, ha sido por culpa de mi arrogancia.
—Pero, ¿no podría ser suficiente la unión de vuestros poderes de luz? —inquirió Mineru, con la esperanza reflejada en su voz.
Rauru bajó la mirada por un instante y luego la volvió a levantar, con un tono solemne pero firme.
—No. Nuestro poder de luz es fuerte, pero no tiene la capacidad de vencer tal cantidad de esencia oscura. Además, si lo que dices sobre la visión de las hechiceras es cierto, Ganondorf ha conseguido entrelazarse con la misma esencia del tiempo y la malicia.
Hizo una pausa antes de continuar, su voz resonando como un juramento:
—Solo la Espada Maestra, restaurada e imbuida con una cantidad de poder equivalente a la que puede recoger durante diez mil años, junto con un vínculo formado por ella y Link, podrá cortar ese lazo.
—Pe... pero ¿cómo? No sabía que además necesitara su ayuda, no solo para restaurar la Espada Maestra, sino para luchar a su lado.
Rauru la miró con ternura, aunque su expresión seguía cargada de la gravedad del momento.
—Mineru, Link y ella son parte de la Trifuerza, el poder dorado. Antes, Sonia y yo formábamos esa unión, pero... por mi culpa, Ganondorf la asesinó. La conexión entre nosotros se rompió, y con su pérdida, también parte del equilibrio que sostenía Hyrule.
Rauru respiró hondo antes de continuar:
—Mi vínculo con Sonia era más que emocional. Era una unión de luz y tiempo. Ella y Link tienen ese mismo potencial. Pero, además... hay otra cosa que he comprendido cuando ha dicho lo de la momia. El futuro del que viene está vinculado a nuestra era. Ella está aquí porque en nuestra era no seremos capaces de vencerlo.
No hicieron falta más palabras; ambos sabían lo que debían hacer. La noche avanzaba, pero en su corazón sabían que habían comenzado a escribir el amanecer de Hyrule. Ambos se quedaron en silencio un buen rato, perdidos en sus cavilaciones internas. Finalmente, Rauru rompió el silencio.
—En cuanto al ritual que pretende llevar a cabo... He leído sobre él y entraña muchos riesgos. De hecho, en cualquier otra circunstancia, te pediría que le quitaras esa idea de la cabeza. Pero esta vez... necesito que la ayudes también con eso. Explícale todos los riesgos de lo que va a hacer, para que esté preparada. Si comprende el peligro, su amor por Link y su fortaleza le darán la determinación necesaria para evitar un mal desenlace.
Mineru asintió con una leve sonrisa.
——Lo haré. Gracias, Rauru. Ahora debo comenzar los preparativos. Llevo ya un tiempo trabajando en una serie de mejoras para la tableta que trajo Zelda. Con ellas, podré ayudar a Link cuando aparezca en el Templo del Tiempo, tal y como ha dicho Zelda que lo hará, dentro de diez mil años. Al menos una de ellas, debe estar terminada antes de la batalla final.
Rauru y Mineru se observaron un momento en silencio, en las caras de ambos se reflejaba el torbellino que se desataba en sus mentes en ese momento, acerca de la grandeza de la tarea que tenían por delante. Con un leve gesto, Mineru se despidió y salió definitivamente, cerrando la puerta con un leve empujón.
Rauru la observó mientras salía de la sala, sintiendo el peso de cada decisión en sus hombros. Había mucho en juego, y el tiempo no estaba de su lado.
—Yo también tengo un plan para ayudar a Link cuando aparezca en el Templo del Tiempo dentro de diez mil años —susurró Rauru—. Aunque yo no esté allí, mi luz será su guía, como lo ha sido desde el principio.
Mientras los pasos de Mineru se extinguían, Rauru se quedó mirando el amanecer, consciente de que quizás era el último que vería. La batalla final estaba cerca y el destino de Hyrule dependía de sus decisiones.
10.000 años en el pasado, Templo Olvidado.
Las columnas desgastadas del Templo Olvidado se alzaban como vestigios de un tiempo remoto, sus inscripciones erosionadas por el viento y el paso de las eras. La penumbra del lugar estaba rota únicamente por la luz trémula de las antorchas que Zelda y Mineru sostenían, proyectando sombras alargadas sobre las paredes.
Zelda avanzó con paso firme, sintiendo el peso de cada losa bajo sus pies. Su respiración era lenta, controlada, pero en su interior sabía que el tiempo se agotaba. Pronto enfrentarían la batalla definitiva contra el Rey Demonio, y cualquier preparación que pudieran realizar en ese momento marcaría la diferencia.
Rauru permanecía en silencio a su lado, su mirada clavada en las ruinas del templo. Había sido testigo del poder de Hyrule en su apogeo y ahora veía los restos de lo que alguna vez representó.
Los cuatro sabios se encontraban arrodillados ante la figura de Rauru. Sus gemas secretas brillaban tenuemente, mostrando el poder que albergaba cada sabio. Rauru se dirigió a ellos solemnemente.
—La batalla de mañana será decisiva —dijo con voz grave, mientras se dirigía uno por uno — Un espía me ha revelado su ubicación. Hemos trazado un plan para pillarlo por sorpresa. Mientras vosotros le atacáis, yo le apresaré por detrás. Poseo la fuerza necesaria para inmovilizarlo y que vosotros le podais asestar el golpe definitivo.
Los sabios empezaron a murmurar entre ellos.
—¿No correrás demasiados riesgos? — sonó la voz potente de la matriarca Gerudo —. Conozco a los guerreros de mi pueblo, somos muy duros de pelar.
—No te preocupes, mi querida Nabooru, el Rey Demonio no conoce todavía todo mi potencial. Eso si, os pido una cosa, antes de partir hacia la batalla. Si algo me ocurriera... —Por un momento su voz estuvo a punto de quebrarse, pero continuó, alzando su voz, firme y serena —Debéis confiar en Mineru y en Zelda, por este orden, como si fuera yo mismo. ¿Entendido? Ellas os guiarán si a mí me pasara algo.
—Por supuesto, Rey Rauru —exclamó el orgulloso Orni—. Creo que todos estamos de acuerdo. Todos prestamos juramento, ¿verdad?
Los sabios se miraron entre sí antes de responder. Nabooru apretó el puño sobre su gema secreta y asintió con convicción. La sabia Zora bajó la cabeza brevemente, murmurando unas palabras para sus ancestros antes de incorporarse. El sabio Goron golpeó su pecho con fuerza, su manera de reafirmar su lealtad. Finalmente, el sabio Orni desplegó sus alas con orgullo, dejando que la brisa del templo pasara a través de ellas antes de erguirse con resolución.
De repente, Zelda y Mineru dejaron su posición para ponerse a cada lad de los sabios. Los sabios se pusieron en pie, delante del Rauru, y entre todos repitieron su juramento:
— ¡Juntos... hoy aquí... prometemos... dar nuestra vida por el Rey de la luz!
Rauru asintió suavemente con orgullo. Se dio la vuelta, mientras se arrodillaba ante la tumba de Sonia con la excusa de rendirle un homenaje silencioso. Pero lo que realmente quería, era ocultar las lágrimas que, sin poderlo evitar, empañaban su mirada.
10.000 años en el pasado, Centro de Hyrule, sótanos del castillo de Hyrule en Construcción.
Amaneció en palacio, el día en el que el destino los llevaría al enfrentamiento final. Con los cuatro sabios a cada lado, Rauru, Zelda y Mineru atravesaron los campos de batalla devastados, abriéndose paso hasta el lugar donde el Rey Demonio había ordenado construir su fortaleza. Allí, al norte de la llanura de Hyrule, frente al Bosque Perdido, se alzaba un coloso de piedra negra y malicia, aún en construcción. Sus torres incompletas parecían garras que intentaban rasgar el cielo.
Al llegar, el lugar estaba envuelto en un silencio sepulcral. Ni un solo sonido perturbaba la calma inquietante, pero una sensación de peligro inminente pesaba en el aire. Los ojos de Rauru recorrieron la estructura con desconfianza.
Avanzaron con cautela, bajando por los niveles inferiores de la fortaleza hasta llegar a lo que parecía ser el salón del trono en construcción. Allí, la oscuridad era casi tangible, y el eco de sus pasos resonaba como un presagio de lo que estaba por venir.
De las sombras emergió una horda de criaturas hechas de malicia encarnada, con formas monstruosas, sus ojos ardientes con un odio sin fin. Rodearon al grupo en un círculo cerrado, sus gruñidos resonando como ecos de una pesadilla.
La lucha que siguió fue brutal. Las criaturas los superaban en número y en ferocidad. Los sabios, Rauru, Zelda y Mineru se defendieron con todo lo que tenían, cada ataque arrancando un pedazo más de su resistencia. A pesar de sus esfuerzos, las fuerzas se les escapaban como agua entre los dedos.
Cuando el último monstruo cayó, un silencio ominoso llenó el salón del trono. Todos se desplomaron, jadeando por aire, sus cuerpos marcados por cortes, quemaduras y moretones. Mineru yacía inconsciente, con una herida abierta que no dejaba de sangrar, mientras su cuerpo luchaba por aferrarse a la vida.
En el centro del salón, solo Rauru permanecía de pie, su figura altiva como un faro en medio del caos, desafiando al Rey Demonio que los observaba desde su trono.
—¿Esto es todo lo que tienes para ofrecerme? —se burló Ganondorf, su voz goteando desprecio—. Míralos. Ni siquiera pueden mantenerse en pie.
Los sabios, a pesar de sus heridas, reunieron lo poco que les quedaba de fuerza y lanzaron sus armas hacia el Rey Demonio. Zelda, con el poder de su piedra secreta, desvió las armas en un torbellino controlado que volvieron a atacar a Ganondorf repetidamente. Los sabios se lanzaron al unísono, desatando sus poderes: rayos atravesaron el aire, corrientes de agua formaron muros protectores y columnas de fuego brotaron del suelo. Pero cada ataque era repelido por la risa burlona de Ganondorf, cuya figura se alzaba como una sombra inquebrantable en medio del caos.
El Rey Demonio rió, esquivando con facilidad.
—¿De verdad creen que esto es suficiente para detenerme?
Pero no se dio cuenta de que el ataque era solo una distracción. Los sabios habían pactado su estrategia con Rauru de antemano, y mientras la atención de Ganondorf estaba en las armas que volaban a su alrededor, Rauru acumulaba toda la energía de su gema.
Con un movimiento rápido y decidido, Rauru se abalanzó sobre Ganondorf, su mano izquierda extendida, y lo atrapó por sorpresa.
—¡¿Qué estás haciendo?! —rugió el Rey Demonio, luchando por liberarse.
—Lo que debo hacer. —La voz de Rauru era un trueno lleno de solemnidad.
Canalizó toda su energía a través de su piedra secreta, un fulgor dorado que llenó el aire, vibrando con una intensidad casi insoportable. Con un gesto solemne, Rauru atravesó el corazón de Ganondorf con su mano derecha, sellándolo con un poder que el Rey Demonio nunca podría romper.
El suelo tembló bajo ellos mientras la energía de la gema envolvía a Ganondorf, arrastrándolo hacia un abismo eterno. Su cuerpo comenzó a marchitarse, las sombras que lo rodeaban retrocediendo mientras su figura se descomponía.
Ganondorf soltó un grito agónico cuando la luz de Rauru le tocó el corazón, aunque segundos después se recompuso.
—¡Patético! —gruñó, su voz teñida de arrogancia y maldad—. Sabes que este poder no podrá retenerme eternamente. Volveré a levantarme, ya lo verás. Y aunque pasen diez mil años, será como si fuera solo un parpadeo. Mientras tanto, tu sucumbirás por tu propia arrogancia.
Rauru, de pie frente a su enemigo moribundo, habló con una firmeza inquebrantable:
—No. Esperarás una eternidad hasta que aparezca el portador de la Espada Maestra. Su nombre es Link. Recuerda bien ese nombre.
Con esas palabras, el Rey Demonio fue sellado, su cuerpo convertido en una momia marchita sobre el trono inacabado. Rauru, agotado, cayó de rodillas, su luz comenzando a desvanecerse.
—Zelda... —murmuró con su último aliento—. Hyrule ahora depende de ti.
Su cuerpo desapareció lentamente, dejando solo su brazo, que se fusionó con el sello, asegurando que la prisión del Rey Demonio permaneciera intacta.
El salón quedó en un silencio absoluto, roto solo por los sollozos de Zelda mientras se arrodillaba junto al lugar donde Rauru había estado. La quietud que siguió no era solo la de la muerte, sino la de un sacrificio que marcaba el inicio de un nuevo capítulo en la historia de Hyrule.
Allí, en ese momento, el destino quedó sellado, y las piezas comenzaron a alinearse para la batalla final que definiría el futuro del reino.
Zelda gritó con desesperación, su voz quebrándose en el aire del silencioso salón:
—¡Rauru, no! ¡Te necesito!
El eco de su súplica resonó en las paredes, pero no hubo respuesta. La luz dorada que había sido Rauru se desvanecía lentamente, dejando solo un vacío abrumador.
Desde un rincón oscuro, la voz débil de Mineru rompió el silencio, cargada de pesar y resignación:
—Zelda... es imposible. Todo ha acabado. Ahora debes enfrentar tu destino.
Zelda giró hacia ella, su rostro cubierto de lágrimas.
—Pero... —su voz tembló mientras sus ojos buscaban en Mineru alguna chispa de esperanza—. Aún no he encontrado la respuesta. ¡Necesito saber qué hacer!
Mineru respiró con dificultad, su cuerpo visiblemente agotado, pero su mirada permanecía firme.
—Las respuestas llegarán a su debido tiempo —dijo con voz pausada—. Pero antes, hay algo que debes saber.
Hizo una pausa, su respiración se tornó errática, y Zelda, temiendo lo que iba a suceder, se arrodilló a su lado, sosteniéndola.
—No... Mineru, no puedes dejarme. Me quedaré sola. Yo... yo no sé qué hacer... —La voz de Zelda se quebró, y sus lágrimas cayeron sobre las manos de Mineru.
Mineru levantó con esfuerzo una mano y la apoyó en el hombro de Zelda, como para transmitirle fuerza.
—Escúchame... Si decides realizar el ritual que planeas... —Mineru hizo una pausa, jadeando por aire—. Nunca olvides quién eres. Como bien dijo Rauru, hechiceros poderosos han sucumbido a las conciencias de los receptáculos que eligieron. Podrías perderte...
Zelda intentó responder, pero el miedo la dejó muda. Mineru continuó con un susurro, apenas audible:
—Saca la tableta de Prunia... Por favor.
Con manos temblorosas, Zelda obedeció, sosteniendo la tableta frente a Mineru.
—Yo... ya he dejado instrucciones claras en el Templo del Tiempo —continuó Mineru con voz entrecortada—. Cuando Link aparezca en diez mil años, sabrá qué hacer... Cuando me libere... prometo... prometo... que... le contaré todo lo que pasó aquí... lo guiaré en su... cuidaré de... ee...
Zelda sintió cómo sus dedos se entrelazaban con los de Mineru por última vez, su calidez desvaneciéndose lentamente. Su mente era un torbellino de recuerdos: las risas compartidas, las lecciones aprendidas. No estaba preparada para dejarla ir. Sus labios temblaron, pero sabía que ninguna súplica detendría lo inevitable.
La frase se desvaneció en el aire. Con un último estertor, Mineru inclinó la cabeza hacia un lado, y la luz en sus ojos se apagó.
—¡Nooo! —El grito desgarrador de Zelda resonó en el salón como un eco interminable, cargado de desesperación. Cayó de rodillas junto al cuerpo sin vida de Mineru, abrazándola con fuerza. Las lágrimas brotaban sin cesar, como si intentaran aliviar el abismo de dolor que se abría en su pecho.
Zelda permaneció así por un instante eterno, aferrándose al último hilo de conexión con su amiga, hasta que sintió una presión en su pecho, como si la voz de Mineru, ahora callada, le pidiera seguir adelante. Apretó los dientes, reuniendo fuerzas que no sabía que le quedaban, y se incorporó con una resolución forzada.
Con manos temblorosas, activó la tableta de Prunia, siguiendo las instrucciones que Mineru había dejado. No podía perder tiempo, el espíritu de Mineru, convertido en una llama azulada, flotaba a su lado. Cada movimiento era un recordatorio del sacrificio de su hermana mayor, de su fe en un futuro que no vería. El dispositivo brilló tenuemente al sellar el espíritu de Mineru en su interior, preparando el camino para que, en otro tiempo, su guía volviera a brillar para Link.
Zelda cerró los ojos de Mineru con un gesto suave y reverente. Luego juntó sus manos y rezó en silencio a la diosa Hylia, sus palabras entrelazadas con sollozos, rogando por la fuerza para soportar la carga que ahora recaía sobre ella.
Con el cuerpo de Mineru entre sus brazos, Zelda se levantó, sus piernas apenas sosteniéndola. Rauru, Mineru, Sonia. Sus nombres resonaban en su mente como un cántico de dolor. En menos de un mes, los había perdido a todos.
Los sabios, igualmente abatidos, se acercaron en silencio, ayudando a Zelda a cargar con el cuerpo de Mineru. El grupo avanzó lentamente hacia el Templo Olvidado, donde las llamas de las antorchas parpadeaban débilmente, como si compartieran el luto. El aire parecía más pesado, cargado de una tristeza que envolvía a todos.
Zelda, alzando la vista hacia el cielo nocturno, murmuró con voz temblorosa:
—Prometo que no dejaré que sus sacrificios hayan sido en vano... No mientras quede algo en mí para luchar.
10.000 años en el pasado, Templo Olvidado, después de la batalla.
El Templo Olvidado yacía en un profundo silencio tras la devastadora batalla. Las antorchas apenas iluminaban las columnas desgastadas, y el aire estaba impregnado de un aroma a ceniza y malicia disipándose. Zelda, con el semblante sombrío y la mirada fija en el altar central, sintió el peso de la historia sobre sus hombros. Rauru y Mineru habían caído, y ahora el destino de Hyrule dependía de lo que hicieran en ese momento.
Dejó suavemente el cuerpo de Mineru en el altar, donde lo envolvió cuidadosamente. Luego se levantó y se enfrentó a las miradas de los sabios, que se encontraban reunidos en torno a ella. Sus gemas secretas brillaban tenuemente, un recordatorio del sacrificio de sus compañeros y la responsabilidad que aún pesaba sobre ellos. Zelda tomó aire, intentando mantener la voz firme, pero no pudo evitar que una lágrima solitaria se deslizara por su mejilla. Rápidamente la secó con el dorso de la mano, tensando la mandíbula con determinación. No podía permitirse flaquear ahora.
—Hemos perdido a nuestros líderes —dijo, con la voz cargada de solemnidad—, pero su sacrificio no puede ser en vano. En este momento, la batalla ha concluido para nosotros, pero otra está por venir. Dentro de diez mil años, el elegido de la espada maestra se alzará para enfrentarse a la oscuridad, y su victoria dependerá de los que le acompañen.
Los sabios intercambiaron miradas. Nabooru cerró los ojos un instante, apoyando la palma sobre su gema secreta en señal de respeto. La sabia Zora inclinó la cabeza, su expresión serena pero llena de determinación. El sabio Goron cruzó los brazos, su pecho aún subiendo y bajando con respiraciones pesadas. El sabio Orni extendió sus alas con solemnidad, como si estuviera listo para levantar el vuelo en cualquier momento.
—¿Nos estás pidiendo que preparemos a quienes vendrán después de nosotros? —preguntó Nabooru, con un tono que oscilaba entre la duda y la convicción.
Zelda sostuvo su mirada con determinación.
—Os pido que guieis a vuestros descendientes, que les transmitáis la verdad sobre esta guerra y el destino que les aguarda. Que cuando la oscuridad resurja y el portador de la Espada Maestra se enfrente a ella, los sabios estén ahí para apoyarlo. Hyrule no puede resistir sin su gente, sin sus sabios. Nuestro deber no termina aquí, sino que se extiende a través del tiempo.
Un viento helado recorrió el templo, como si los propios ancestros esperaran su respuesta. Uno a uno, los sabios dieron un paso al frente.
—Por mi pueblo, por la memoria de Rauru, juro que mi linaje estará listo —afirmó Nabooru, su voz firme y orgullosa.
—El agua fluye sin cesar, y nuestra lealtad también. Instruiremos a los nuestros —dijo Ruto, la sabia Zora, con un leve asentimiento.
—Los Goron nunca olvidamos una promesa. Nuestros descendientes estarán preparados para luchar —gruñó Darunia, el sabio Goron, golpeándose el pecho.
—Las corrientes del viento traen la historia a los oídos de quienes la escuchan. Nos aseguraremos de que nuestros hijos recuerden lo que deben hacer —afirmó Komali, el sabio Orni.
Zelda cerró los ojos por un momento y dejó escapar un suspiro. Cuando los abrió, su expresión estaba llena de una convicción inquebrantable.
—Entonces, queda sellado el juramento. Que los espíritus de Hyrule guíen a vuestros descendientes hasta el día en que luchen junto al elegido de la Espada Maestra.
—¡Por Rauru! ¡Por Zelda! ¡Por el futuro de Hyrule! —Las voces de los sabios se alzaron como un trueno en el Templo, resonando en las antiguas piedras que habían sido testigos de incontables eras. Alzaron sus armas al unísono, su determinación grabándose en el aire como un eco que trascendería el tiempo.
Cuando el último eco se desvaneció, un silencio reverente cubrió la estancia. Zelda avanzó lentamente hacia el altar y, con manos temblorosas, tomó los restos de la Espada Maestra. Su hoja, resquebrajada y fragmentada, aún irradiaba un vestigio de su antiguo poder, como si el espíritu de la esperanza se negara a extinguirse. La sostuvo con ambas manos, con solemnidad, sintiendo en su frío metal la carga del destino.
Los sabios inclinaron la cabeza en señal de respeto, sus miradas fijas en la princesa. Antes de partir, cada uno de ellos se detuvo un instante, grabando en su memoria la imagen de Zelda, de pie ante el altar, con la Espada Maestra rota en sus manos. Era la viva representación de la lucha inacabada, del sacrificio aún por consumarse.
Sin más palabras, se dieron media vuelta y emprendieron el regreso a sus tribus. Sabían que la batalla aún no había terminado. Debían empezar las labores de reconstrucción, pues aunque el Rey Demonio yaciera contenido en las sombras, su presencia aún acechaba el futuro, esperando su momento para renacer.
Conscientes de que la paz sería efímera, en los días posteriores, cada sabio acudió a su templo ancestral, donde depositaron sus gemas secretas. Allí quedarían resguardadas, esperando a sus descendientes, diez mil años después.
Zelda se quedó en el templo, sola ante la inmensidad del altar. La luz trémula de las antorchas proyectaba sombras alargadas en las paredes de piedra, testigos mudos de su determinación. Con infinita ternura, acunó la Espada Maestra rota contra su pecho, sintiendo su peso como una promesa.
Mineru exhaló un susurro desde la tableta, su voz flotando en la penumbra como un eco del pasado.
—Zelda... mi tiempo se agota, pero el tuyo aún continúa. La carga que llevas es inmensa, pero no la soportas sola. Antes de partir, quiero revelarte algo más: he añadido una función secreta a la tableta de Prunia. Ahora puedes grabar recuerdos, pero solo podrán ser desbloqueados con el poder sagrado.
Zelda frunció el ceño, intrigada.
—¿El poder sagrado...? ¿Cómo funcionará?
La luz de la tableta centelleó, como si Mineru buscara las palabras adecuadas.
—Los recuerdos que grabes quedarán sellados, ocultos en el flujo del tiempo. Para que puedan ser leídos, deberán ser despertados por la esencia más pura del linaje de la diosa…
Zelda sintió un escalofrío recorrer su espalda y sus dedos se crisparon alrededor de la tableta. La idea de dejar un rastro para Link, de que su voz pudiera atravesar el tiempo, era a la vez un consuelo y una condena.
—Entonces… Link… —Susurró, comprendiendo por primera vez el verdadero alcance de su legado.
Mineru le dedicó su última enseñanza con voz serena:
—Asegúrate de dejarle un camino claro. Él buscará respuestas, Zelda. Pero será tu voz la que lo guíe a través del tiempo.
Zelda apretó la tableta entre sus manos, su respiración entrecortada por el peso de la conversación. El cansancio la carcomía y, sin embargo, la presencia de Mineru, aunque etérea, le daba fuerzas.
Cerró los ojos un momento, permitiéndose un breve instante de vulnerabilidad. Todo lo que había perdido pesaba como un océano sobre sus hombros. Cuando volvió a abrirlos, su mirada ardía con una determinación renovada.
—Lo encontraré, Mineru. Encontraré el camino.
Hubo un leve silencio antes de que la voz de Mineru respondiera con un tono más suave, casi maternal:
—Lo sé, Zelda. Ahora, descansa. El destino te aguarda.
Zelda suspiró, sintiendo el peso de la conversación.
—Gracias, Mineru... —murmuró con un deje de gratitud y tristeza. —Ojalá pudiera hacer más por ti, por Rauru... por todos.
La tableta de Prunia vibró con un tenue resplandor.
—Has hecho más de lo que crees, Zelda —respondió Mineru con una suavidad casi maternal. —Y aún queda camino por recorrer. Encuentra la respuesta y cumple con tu destino.
La luz de Mineru desapareció lentamente, mientras Zelda se quedaba en silencio, absorta en sus pensamientos. Su mirada se dirigió hacia la Espada Maestra rota que se encontraba entre sus brazos. ¿Qué receptáculo tendría el poder para albergar tanta energía sagrada, restaurar la Espada Maestra y, al mismo tiempo, desbloquear los recuerdos que debían llegar a Link? ¿Qué criatura, entre todas las que poblaban Hyrule, podría ser su refugio?
El cansancio la golpeó de lleno. Se dejó caer de rodillas, la fatiga acumulada tras la devastadora jornada quebrando sus fuerzas. Con las manos apoyadas en el suelo frío del templo, sintió cómo la impotencia se mezclaba con el peso de la responsabilidad. Su despedida con Mineru había sido un último hilo de conexión con quienes había perdido; sus lágrimas aún ardían en su piel, como marcas de su dolor.
Finalmente, Zelda se puso de pie y echó un último vistazo al altar donde yacía Mineru. Con manos temblorosas, cogió la estola que Mineru siempre llevaba al cuello y envolvió cuidadosamente la tableta con ella. La noche se cernía sobre el templo, y fuera, los guardianes velaban el descanso de la sabia caída. Con pasos pesados, se alejó del lugar, llevándose consigo el eco de una promesa aún sin cumplir.
Zelda volvió a mirar la tableta, recordando las palabras de Mineru. Si él podía oírla, si algún día llegaba a escuchar su voz en esos recuerdos, tal vez, solo tal vez, todo este dolor habría valido la pena.
Apretó la tableta contra su pecho y cerró los ojos. La noche la envolvía en su manto, pero en su interior, la voz del tiempo aún susurraba un nombre: Link.
En alguna parte, entre el pasado y el presente.
En la inmensidad del infinito, un Stalfos y una mujer de piel azulada charlaban entre ellos, como dos guardianes que compartían un secreto demasiado grande para ser contado.
—¿Crees, Amo Link, que Zelda ha comprendido su destino? —preguntó la mujer, su voz suave pero cargada de preocupación.
—Sin ninguna duda... sabe qué tiene que hacer ahora —respondió el Stalfos, su tono firme pero enigmático.
—Pero aún la veo con dudas... supongo que nosotros sabemos algo que ella no sabe —dijo la mujer, bajando ligeramente la cabeza mientras sus palabras se desvanecían como un susurro.
—Supongo... bueno, si sigue dudando te doy permiso para que le muestres "algo de información".
—Genial, pero ¿eh, eso no afectará al futuro? —dijo la mujer, con un destello de preocupación en sus ojos brillantes.
—No, porque he parado el tiempo —contestó el Stalfos con calma.
La mujer se giró rápidamente hacia él, desconcertada.
—¿Cómo? Amo Link, pero... ¿por qué? ¿Y cómo has hecho algo así?
El Stalfos sacó una ocarina antigua, cuya superficie desgastada parecía contener las huellas de cada era por la que había pasado. La luz mística la bañó, haciendo que por un instante pareciera relucir con el eco de las notas que habían alterado el destino.
—Con esto. Justo antes del enfrentamiento final. De esta forma no habrá más fallos ni fracturas temporales. No existirán líneas paralelas donde el héroe fracasa en una y triunfa en otra. He impedido tal cosa.
La mujer se estremeció ante sus palabras.
—Fay inclinó la cabeza. 'Amo Link… esto es más de lo que jamás imaginé. ¿Realmente podemos reescribir el destino de esta manera?—preguntó, su voz ahora más inquieta.
El Stalfos soltó una risa leve, casi melancólica, como si recordara una memoria que solo él comprendía.
—Skull Kid me enseñó algo importante... A veces, el tiempo no es solo una línea, sino un eco que nunca se apaga.
El eco de su risa se disolvió en el aire mientras la imagen se disipaba en una voluta de humo, dejando tras de sí un rastro de misterio suspendido en la eternidad.