Chapter 21 - Destino

El dragón blanco se agitó. El descanso que tanto necesitaba se había vuelto inquieto, invadido por visiones y ecos que lo envolvían como una tormenta. Las pesadillas lo atrapaban, sumergiéndolo en escenas de un pasado que no era suyo, pero que conocía de alguna manera.

Primero, vio un vasto desierto cubierto de dunas interminables, donde el viento arrastraba la arena con un silbido constante, como un susurro eterno. En el corazón de aquel paraje desolado se alzaba, orgullosa y majestuosa, la Ciudadela Gerudo, una fortaleza imponente de muros rojizos que brillaban al sol como un faro en la inmensidad del desierto.

En la sala del trono, la atmósfera estaba cargada de solemnidad. Sentado, con aire de dominio absoluto, se encontraba el rey Ganondorf, el único nacido varón en un siglo, y, por tanto según sus leyes, el elegido para gobernar a las fieras y orgullosas mujeres gerudo. Su figura era imponente, con una capa oscura que caía sobre sus hombros como la noche misma, y sus ojos brillaban con una intensidad que parecía perforar el alma de quien se atreviera a enfrentarlo.

A sus pies, arrodilladas en un gesto de reverencia, se encontraban dos mujeres de imponente presencia. Eran gemelas idénticas, con cabelleras plateadas que contrastaban con sus túnicas de tonos oscuros. Koume y Kotake, sostenían entre ambas una espada de inmensa longitud y belleza. La luz del sol que penetraba por los ventanales iluminaba la hoja, destacando las intrincadas runas grabadas con maestría.

Alrededor, la sala estaba llena de guerreras gerudo ataviadas con sus mejores galas, murmurando en voz baja, expectantes. Y, en un lugar destacado, se encontraban los invitados de honor: Rauru, Sonia y Zelda. Sentados en un estrado cercano al trono, su posición reflejaba su estatus como monarcas de Hyrule, y su presencia le otorgaba aún más peso a la ceremonia.

A un gesto de Ganondorf, las dos hermanas, se pusieron de pie con una majestad que rivalizaba con la de su líder, como guardianas del reino y de sus secretos más oscuros. En sus manos, sujetaban una espada grande, tallada con la precisión de un cincel gerudo, donde los nombres de Koume y Kotake brillaban con una luz mística. Esa espada no solo era un símbolo de poder, sino también un regalo ancestral, forjado con magia y deseo, transmitiendo la fuerza y la sabiduría de las dos hechiceras. Una herencia de sacrificio, amor y destreza que sería transmitida al único ser digno de portarla.

Koume levantó la espada con ambas manos, su voz áspera resonando en el silencio.

—Ante el rey Ganondorf, portador del destino de las Gerudo, presentamos este arma. Es nuestra sangre, nuestra magia, nuestra voluntad hecha metal.

Kotake dio un paso adelante, su tono gélido complementando las palabras de su hermana.

—Esta espada no es solo un símbolo. Es un legado. Una herencia de poder para el único que puede llevarla.

Ganondorf, vestido con una túnica oscura que caía como un manto de sombras, extendió las manos hacia la espada. Sus ojos, ardientes y decididos, brillaban con una mezcla de ambición y orgullo.

—Este es nuestro legado, Ganondorf —dijo Koume mientras le entregaba la empuñadura.

—Y este es tu destino —añadió Kotake, su mirada fija en los ojos de su líder.

Ganondorf tomó la espada con firmeza, y el aire pareció volverse más pesado. Cuando alzó el arma, un destello carmesí recorrió la hoja, proyectando sombras que danzaban en las paredes.

Las gemelas intercambiaron una mirada cómplice, una sonrisa casi imperceptible cruzó sus labios, como si el destino estuviera marcado en ese mismo momento. La espada destelló una vez más bajo los rayos del sol que se filtraban por los ventanales del palacio, proyectando sombras que danzaban sobre las paredes de piedra, como presagiando la llegada de un tiempo de guerra.

Rauru observaba en silencio, su expresión inescrutable. Sin embargo, cuando las gemelas retrocedieron para concluir la ceremonia, el rey de Hyrule se puso de pie, sus movimientos calculados pero llenos de autoridad.

—Ganondorf —dijo, su voz clara rompiendo el silencio—, la fuerza y el poder son herramientas peligrosas si no se equilibran con sabiduría. No olvidéis que, incluso en el desierto, la unidad y la cooperación son las que sustentan la vida.

Ganondorf clavó su mirada en el rey de Hyrule, una sonrisa sarcástica curvando sus labios.

—El poder es eterno, rey Rauru. La unidad, como el agua en las dunas, se desvanece con el tiempo.

Zelda sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sus ojos se posaron en la espada, cuyo brillo carmesí le parecía menos un símbolo de gloria y más una advertencia silenciosa.

—Sonia... —susurró Zelda, inclinándose hacia su lado—, algo no está bien.

Sonia, con la mirada fija en Ganondorf, respondió en un murmullo apenas audible.

—Lo sé. Ese poder... no está destinado a traer equilibrio.

Mientras las gemelas terminaban la ceremonia y las gerudo rompían el silencio con vítores, Ganondorf dirigió una breve mirada a Zelda. Sus ojos, oscuros como el abismo, destilaban algo más que ambición: un desafío silencioso, una promesa de confrontación futura.

La visión comenzó a desvanecerse, pero una última imagen quedó grabada en la mente de Zelda: la hoja de la espada, reflejando un destello carmesí como presagio de sangre y destrucción. En ese momento, comprendió que lo que acababa de presenciar era más que una ceremonia; era el primer acto de un destino que pondría a Hyrule en peligro.

La visión volvió a cambiar, mostrándole lo inevitable. Pocos meses después de la ceremonia en la región de Gerudo, Hyrule sangraba con la guerra. Ganondorf, con ayuda de las hechiceras Gerudo, había invocado monstruos de proporciones titánicas que devastaban todo a su paso. Desde una perspectiva elevada, un balcón tal vez, el dragón observaba. Allí, Rauru, Zelda y Sonia contemplaban el caos que se desataba bajo ellos.

Abajo, el espectáculo era aterrador. Moldoras colosales, revestidos de energía oscura, arrasaban con el ejército hyliano, reduciendo filas enteras a nada. La magia de Koume y Kotake los controlaba, y sus carcajadas resonaban como una burla en el aire lleno de cenizas.

Rauru avanzó hasta el borde del balcón, sus ojos fijos en los monstruos. Cerró los ojos por un momento, concentrándose profundamente. Su luz interior comenzaba a brillar, pero era evidente que su poder no sería suficiente por sí solo.

—Ahora, Zelda, concentra tu poder en Rauru —ordenó Sonia, su voz firme pero teñida de urgencia.

—¿Cómo? Pero... no sé exactamente qué debo hacer... —Zelda retrocedió un paso, atónita ante lo que se le pedía.

Sonia se acercó primero. Sin perder tiempo, se posicionó al lado derecho de Rauru y colocó su mano en su espalda. Un rayo luminoso brotó de su mano y alcanzó a Rauru. Sin embargo, en lugar de dañarlo, Zelda vio con asombro cómo su energía fluía hacia él, amplificando su magia.

—Claro, ahora entiendo... —murmuró Zelda, sus ojos abiertos de par en par mientras comprendía lo que debía hacer.

Sin dudarlo más, se situó al lado izquierdo de Rauru y replicó el movimiento de Sonia. Al tocarlo, sintió cómo su propia energía fluía hacia él, uniéndose con la de Sonia. Fue un instante abrumador, como si el peso de toda Hyrule pasara por ella, pero también sintió algo más: un vínculo, una conexión que trascendía el momento.

El poder de Rauru se multiplicó exponencialmente. Su cuerpo brillaba como un faro, una luz tan intensa que parecía rivalizar con el sol. Alzó ambas manos, y una onda luminosa salió disparada hacia los Moldoras.

El impacto fue devastador. La magia revestida de una pureza deslumbrante atravesó a los monstruos, reduciéndolos a volutas de humo púrpura. En cuestión de segundos, la amenaza fue neutralizada, y un silencio pesado cayó sobre el campo de batalla.

Zelda, jadeante, bajó la mirada al suelo. La intensidad del momento la había dejado exhausta, pero en su interior crecía una sensación de esperanza. Habían ganado esta batalla, aunque sabía que la guerra aún estaba lejos de terminar.

Rauru giró lentamente hacia ellas, su rostro reflejando una serenidad que no ocultaba del todo su preocupación.

—Esto es solo el principio —dijo con voz grave—. Pero juntos, seremos capaces de enfrentarlo.

Se prepararon para el siguiente ataque, pero apenas unos días después, contra todo pronóstico, las fuerzas de Ganondorf capitularon de improviso. En vez de lanzar una nueva ofensiva, el líder gerudo envió a Rauru un mensajero con una propuesta sorprendente: reunirse en su palacio de la Ciudadela para discutir los términos de su rendición. La incredulidad inicial dio paso a la euforia. Aquella noche, Zelda, Rauru y Sonia celebraron con entusiasmo lo que parecía ser el fin del conflicto, convencidos de que habían logrado lo imposible.

Pero mientras ellos brindaban, el dragón, en sus sueño, observaba la siguiente escena con una inquietud creciente. Había algo en la actitud de Ganondorf que no encajaba.

Cuando llegó el momento de formalizar la rendición, la verdad comenzó a desvelarse.

Los monarcas de Hyrule, acompañados por Zelda y su corte, llegaron temprano al palacio de la Ciudadela. Los muros, decorados con intrincados grabados y cubiertos por cortinas carmesí, parecían respirar una tensión opresiva, como si presagiaran lo que estaba por ocurrir.

Al entrar en la sala principal, el espectáculo los dejó momentáneamente desconcertados. Ganondorf se encontraba arrodillado en el centro, la cabeza inclinada y las manos abiertas en un gesto de sumisión. Detrás de él, Koume y Kotake imitaban su postura, pero sus rostros, lejos de reflejar resignación, mostraban una calma inquietante, como si estuvieran al mando de una jugada cuidadosamente calculada.

Rauru y Sonia se colocaron frente a ellos, erguidos y solemnes, liderando las negociaciones con voces firmes que resonaban en el vasto salón, marcando el inicio de lo que parecía un acuerdo histórico. Zelda, unos pasos detrás de Sonia, observaba en silencio, pero una sensación de alarma crecía en su interior, nublando la aparente victoria.

El dragón, desde su visión, observaba con la misma inquietud. La actitud de Ganondorf, su postura demasiado perfecta, la serenidad en las hechiceras detrás de él... todo apuntaba a que la rendición no era lo que parecía. Era como si el momento estuviera diseñado no para concluir el conflicto, sino para preparar el escenario de algo mucho más oscuro.

Ganondorf no miraba a Rauru ni a Sonia a los ojos. En cambio, su atención se dirigía, con precisión calculada, hacia un punto específico: las piedras secretas que portaban. Zelda notó aquello y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su mirada siguió la de Ganondorf y se clavó en los cristales, cuyo leve brillo bajo la luz del salón, parecía casi amenazante.

En ese instante, el dragón, observando desde el flujo del tiempo como si estuviera allí presente, sintió también un estremecimiento que atravesó su forma serpenteante. Comprendió la verdad con una claridad que cortó como un filo helado: Ganondorf no se estaba rindiendo. Estaba esperando, calculando, como un depredador al acecho.

El aire en la sala parecía volverse más pesado. Zelda apretó las manos con fuerza, su respiración acelerándose mientras la certeza se instalaba en su mente. Quiso hablar, advertir a Rauru y a Sonia, pero las palabras se atascaron en su garganta. Una parte de ella temía que, si rompía el momento, el frágil equilibrio que sostenía la situación se podría desplomar de golpe.

Nerviosa, tragó saliva, intentando calmar la tormenta de emociones que se agitaba en su interior. Pero en su pecho, una certeza comenzó a tomar forma: aquella rendición no era el final. Era el principio de algo mucho más oscuro.

—Ganondorf, me alegra que hayas recapacitado. No quiero poner en peligro más vidas, ya sean gerudo o hylianas. La vida es algo precioso que se debe proteger —dijo Sonia mientras avanzaba con pasos elegantes hacia el líder gerudo. Su voz, suave y conciliadora, llevaba una calidez que parecía intentar disolver la tensión en el aire. Extendió la mano hacia él, su sonrisa radiante iluminando el oscuro salón—. Firmemos aquí mismo no solo la capitulación, sino un acuerdo de unidad entre nuestros pueblos.

Ganondorf no respondió de inmediato. Sus ojos se entrecerraron, y su expresión, inescrutable, dejó un silencio pesado flotando en la sala. Por un momento, pareció que el mundo entero contenía la respiración. Finalmente, inclinó la cabeza en un gesto de aparente deferencia, aunque la curva apenas visible de su sonrisa transmitía más cálculo que sinceridad.

Con un movimiento lento pero deliberado, se incorporó, apoyándose ligeramente en las hermanas Birova. Koume y Kotake permanecieron a su lado como sombras silenciosas, sus miradas serenas pero alertas.

—Creo que lo justo es que sea yo quien os pague con una visita... Al fin y al cabo, ese acuerdo es algo que los Gerudo debemos pediros a vosotros.

Rauru parpadeó, sorprendido por la inesperada oferta, pero se esforzó por mantener una expresión neutral. Ganondorf continuó, su tono impregnado de una humildad cuidadosamente modulada:

—Si la paz ha de perdurar, debe comenzar en el lugar que representa el equilibrio y la justicia. No hay mejor escenario que vuestra corte para sellar este acuerdo y demostrar que mi rendición es sincera.

La propuesta, aunque inusual, llegó acompañada de argumentos que Rauru no podía descartar sin más. "Firmar la capitulación en Hyrule," insistió Ganondorf, "es una manera de mostrar a ambos pueblos que acepto vuestra supremacía. Además, asegura que los términos serán establecidos en un lugar neutral para todos, lejos de las tensiones de mi tierra."

Rauru, tras unos instantes de reflexión, asintió con solemnidad.

—Creo que será lo más adecuado —dijo con tono firme pero cortés, rompiendo la tensión momentánea—. Así podremos devolverte el gesto de cortesía.

Sonia asintió también, aceptando la observación de su esposo con gracia y una sonrisa renovada.

—Por supuesto, serás nuestro invitado de honor. Tú y tu corte serán acogidos en nuestro palacio, rodeados de la belleza y la tranquilidad de nuestras tierras. Disfrutaréis de la hospitalidad hyliana como muestra de nuestra buena voluntad.

Zelda, que había estado observando en silencio, sintió cómo la tensión en su interior crecía con cada palabra. La propuesta de Ganondorf no la convencía, y la forma en que sus palabras parecían perfectamente calculadas solo aumentaba su inquietud. Dio un paso adelante, su mirada fija en los ojos anaranjados del gerudo, que parecían perforarla con una intensidad perturbadora.

—Sonia, ¿no sería mejor considerar otra opción...? —dijo Zelda, su voz temblorosa pero firme, aunque en su interior la duda y el temor la devoraban.

Sonia giró la cabeza hacia ella, un destello de ligera impaciencia cruzando su expresión antes de recuperar su habitual calma.

—¿Qué ocurre, Zelda? —preguntó con una risa suave, su tono teñido de una reprimenda maternal—. ¿No estás contenta? Piensa en todo lo que podrías aprender. Koume y Kotake también estarán allí y compartirán su tiempo con nosotros. Estoy segura de que sus conocimientos te resultarán fascinantes, ¿verdad?

Ganondorf, con una sonrisa que bordeaba lo serpentino, inclinó ligeramente la cabeza, su voz como un murmullo en el aire.

—Así es, reina Sonia. He escuchado que estáis buscando medios para restaurar un artefacto perdido y acceder a conocimientos olvidados. —Sus ojos se deslizaron hacia Zelda, brillando con un interés perturbador—. Mis hechiceras estarán más que complacidas de compartir su sabiduría con vos, princesa. Quizás encontréis algo que te sea... útil.

El corazón de Zelda se aceleró. Tragó saliva con dificultad, obligándose a mantener la compostura mientras un escalofrío recorría su columna.

—Gr... gracias —murmuró, su voz apenas audible—. A Mineru seguro que también le encantará aprender.

Las palabras flotaron en el aire, pero la atmósfera seguía cargada, como si cada gesto ocultara un doble significado. Zelda miró a Ganondorf, y durante un instante, creyó ver un destello de satisfacción oscura en sus ojos antes de que este apartara la vista con una inclinación leve.

Mientras las cortes se despedían con gestos educados y palabras medidas, Zelda no podía apartar la sensación de que algo terrible se estaba gestando. Miró una última vez al líder gerudo mientras se retiraba, sus labios curvándose en una sonrisa que parecía contener un enigma insondable.

"Esto no es el final," pensó Zelda con un nudo en la garganta. "Es solo el comienzo."

Las palabras parecieron colgar en el aire, pesadas y desprovistas de la ligereza de una conversación trivial. La mirada de Ganondorf permaneció fija en ella unos segundos más antes de apartarse con una inclinación leve, como si ya hubiera sacado conclusiones que solo él conocía.

Zelda miró una última vez a Ganondorf mientras se marchaba, su mente llena de advertencias que no podía articular.

Durante las semanas siguientes, Rauru se volcó por completo en la redacción de los documentos que formalizarían la capitulación de Ganondorf y el acuerdo entre reinos. Al mismo tiempo, se establecieron nuevas condiciones: Ganondorf, como compensación por los conflictos causados a los hylianos, debía aceptar a Rauru como su soberano en lo que respectaba al territorio que se extendía más allá de las fronteras de su dominio.

Sin embargo, Zelda no pudo quitarse la inquietud que la acosaba. A pesar de la aparente paz, sentía que algo no estaba bien, que algo se estaba moviendo entre las sombras. No dijo nada, pues sabía que Rauru estaba completamente absorbido por sus labores diplomáticas y Sonia, por su parte, se encontraba de un lado a otro dirigiendo a sus sirvientas para preparar el palacio para la llegada de Ganondorf.

Zelda, incapaz de mantenerse quieta, decidió que debía hacer algo para despejar su mente. Se dirigió al laboratorio de Mineru, deseosa de distraerse. Ante ella descansaba una figura metálica, extraña y compleja, que a simple vista parecía un cuerpo humano, pero compuesto por partes metálicas, con finos detalles que sugerían una precisión inquietante.

—¿Te gusta mi gólem? —sonrió Mineru al verla entrar, una chispa de orgullo brillando en sus ojos.

Zelda, desconcertada, observó la creación con cierta confusión.

—¿Para qué lo vas a utilizar? El palacio ya tiene suficientes... —dijo, sin entender del todo el propósito de tal invento. Además, la dedicación que Mineru le ponía a sus golems estaba comenzando a preocupar a más de uno en el palacio, que no dejaba de sortearlos durante sus tareas.

Mineru soltó una pequeña risa, notando la confusión de Zelda, y comenzó a explicar con calma.

—Tranquila, no es para sumarlo al ejército. Este será para mí... para cuando muera. 

Zelda quedó sin palabras ante la afirmación de Mineru, dando un paso atrás y abriendo los ojos, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. La sabia, dándose cuenta de lo brusco que había sido su comentario, se apresuró a matizar. 

—No te alarmes, Zelda, no tengo intención de morir todavía —dijo con una sonrisa tranquila—. Pero sabes que mi habilidad para separar mi espíritu de mi cuerpo me permite transcender ciertas limitaciones. Por eso, he diseñado un gólem que, llegado el momento, podrá albergar mi espíritu y permitir que mi conocimiento perdure a través del tiempo. 

Mineru se inclinó ligeramente hacia adelante, su tono adquiriendo un matiz de entusiasmo. 

—El prototipo está casi listo, aunque todavía requiere algunos ajustes. Una vez finalizado, programaré el centro de fabricación de gólems en el subsuelo, cerca de mi estudio. Así, cuando alguien autorizado dé la orden, tanto la fabricación como el ensamblaje se realizarán automáticamente. 

—¿"Alguien autorizado"? —preguntó Zelda, intrigada—. ¿Te refieres a alguien de tu confianza? 

Mineru sonrió con satisfacción. 

—Exactamente. He diseñado una prueba de valor para encontrar a esa persona. Mira, te lo explico: primero, deberá localizar mi máscara, que estará oculta en un templo en las islas del Trueno. Dejé pistas cerca de unas estatuas que representan el trueno en el bosque de Farone. Cuando encienda esas estatuas, se abrirá un camino hacia el lugar donde la escondí. 

Zelda se inclinó ligeramente hacia adelante, cada vez más interesada. 

—Pero... ¿cómo evitarás que cualquiera pueda reclamarla? 

Mineru soltó una pequeña risa, como si ya hubiera anticipado la pregunta. 

—Ah, ahí está lo interesante. La persona deberá ser pura de corazón, un verdadero elegido. He colocado una puerta secreta que solo se abrirá si está dispuesto a sacrificar una parte de su vitalidad en el proceso. Solo entonces podrá acceder a una zona donde encontrará tanto mi máscara como tecnología Zonnan y podrá ensamblar un vehículo para volar. 

Zelda frunció el ceño, todavía procesando la información. 

—¿Y tu máscara, qué papel juega en todo esto? 

—La máscara no solo activará el camino hacia el subsuelo, sino que también será la clave para completar mi gólem. 

Zelda se llevó una mano a la barbilla, pensativa. 

—Entonces... una vez que llegue al subsuelo, ¿tendrá que armar tu cuerpo? 

Mineru asintió, divertida por la incredulidad de Zelda. 

—Exacto. El centro de fabricación está dividido en cuatro fábricas, cada una encargada de una parte de mi cuerpo. Cuando todas estén activadas, mi máscara servirá como los ojos del gólem, completando el ensamblaje. 

Zelda parpadeó, intentando asimilarlo todo, pero una pregunta seguía rondándole la mente. 

—¿Y cómo vas a transferir tu espíritu? Si mueres aquí, ¿cómo vas a llegar al gólem en el subsuelo? 

Mineru guardó silencio, frunciendo el ceño mientras reflexionaba. Después de unos segundos, soltó una pequeña risa, algo avergonzada. 

—Hm... eso no lo había pensado del todo. 

Ambas se miraron durante unos segundos antes de romper a reír juntas. La tensión en el aire se disipó, dejando un espacio para la complicidad. 

—No te preocupes —dijo Zelda, con una sonrisa cómplice—. Seguro que juntas encontramos la solución. 

Mineru asintió, recuperando su calma habitual. 

—Sí, probablemente. Pero será mejor que lo pensemos pronto, por si acaso. 

Ambas continuaron conversando, su vínculo fortaleciéndose mientras trazaban los cimientos de un plan que trascendería el tiempo. 

De repente, Mineru la miró con una sonrisa traviesa y, con un brillo en los ojos, dijo:

—Por cierto, Zelda...

—¿Sí, Mineru? —respondió Zelda, curiosa por el tono en su voz.

—¿Te gustaría dar un paseo en gólem? —Mineru soltó una risa juguetona.

Las semanas siguientes pasaron con la rapidez de un rayo, como si el tiempo mismo quisiera apremiar a los destinos de los que habitaban ese reino. En un abrir y cerrar de ojos, el aire cargado de tensión anunciaba la inminente llegada de Ganondorf y su corte de guerreras Gerudo. El palacio, normalmente un refugio de serenidad, ahora palpitaba con una energía diferente. Las puertas se abrieron y la audiencia que Zelda temía ya estaba a la vista.

Aquella mañana, Rauru se encontraba en su trono más elevado, su presencia tan imponente como siempre. Sonia y Zelda se situaban a su lado, cada una cumpliendo su rol con la calma de quien está acostumbrada a tratar con potencias inimaginables. Mientras tanto, Ganondorf avanzaba hacia el salón, acompañado por sus dos leales hechiceras: Koume y Kotake, cuyos ojos destilaban una ambición inquebrantable. Zelda sentía que el aire se volvía denso, como si los ecos de viejas leyendas estuvieran volviendo a cobrar vida.

Los pasos de Ganondorf retumbaban en el suelo de piedra, como el sonido de un tambor que presagiaba la llegada de la tormenta. Cada paso era un golpe sobre el corazón del palacio, resonando en las paredes y llenando la estancia con una sensación de poder absoluto. Al llegar al centro del salón, soltó su espada con un estrépito metálico, un sonido que reverberó como un rugido distante, y se arrodilló ante Rauru, una imagen de respeto y sumisión que contradecía su aura de poder. Sin embargo, sus ojos, fijos en la piedra secreta que adornaba la muñeca derecha de Rauru, no mostraban sumisión, sino cálculo.

El salón de trono se llenó de silencio, denso y pesado. Cada palabra de Ganondorf parecía ser un eco lejano de algo más grande, una amenaza disfrazada de cortesía.

—Lo primero, en nombre del pueblo Gerudo, os ruego que aceptéis nuestras más sinceras disculpas —dijo Ganondorf, su voz grave, resonando como un trueno lejano, cortando el aire con su firmeza—. Sabemos que hemos causado trastornos, que hemos derramado sangre innecesaria. Humildemente nos postramos ante vosotros, solicitando la protección de la corona para nuestra tribu.

Zelda observaba con atención, sus ojos fijos en Ganondorf. Algo en su postura no cuadraba, en su sonrisa sarcástica apenas contenida. Aquello no era una rendición; era un movimiento calculado, una jugada en un tablero más grande que ella misma no comprendía del todo. Pero lo que realmente la inquietaba era lo que sus ojos buscaban. Se deslizaban, como si tuviera una vista aguda, hacia la muñeca de Rauru, donde brillaba tenue la piedra secreta, oculta en la prótesis Zonnan.

De repente, sintió un estremecimiento, como si un rayo hubiera atravesado su alma. Ese objeto... era el mismo que había encontrado en las entrañas de la tierra, en el subsuelo, el día en que aterrizó en esa era. Su corazón latió con fuerza. Algo no encajaba. Su mente comenzó a conectar los puntos, pero el miedo a decir lo que pensaba la paralizó.

Miró nuevamente a Ganondorf y, por un breve momento, sus ojos se encontraron. Los ojos de él, encendidos como dos brasas, reflejaban una ira contenida, como si un volcán estuviera a punto de estallar. Un escalofrío recorrió su espalda, pero aún así no pudo apartar la mirada. Sabía que no podía hablar, que no podía revelar lo que sentía, o su confusión podría ser mucho más peligrosa de lo que ella imaginaba.

Rauru, ajeno al silencio que dominaba la sala, respondió con una calma que contrastaba con la tensión palpable en el aire. No podía saber lo que Zelda había percibido, ni lo que ella temía.

—Tu petición te honra, Ganondorf —dijo Rauru, su voz profunda y resonante, pero su mirada tan fría como el hielo—. Aceptamos tu solicitud de protección y tu voto de lealtad hacia la corona de Hyrule.

Zelda apenas escuchaba. El tiempo parecía estancarse a su alrededor mientras la audiencia continuaba su curso. La figura de Ganondorf seguía en el centro de la sala, pero para Zelda, la atmósfera estaba cargada con una electricidad palpable, como si el aire mismo estuviera esperando el próximo movimiento.

Finalmente, la audiencia llegó a su fin. Rauru despidió a Ganondorf y su séquito con un gesto impasible, y los guardianes acompañaron a los Gerudo hacia las habitaciones de invitados. Las puertas se cerraron con un estrépito, dejando a Zelda sola con sus pensamientos.

—Zelda... ¿qué te sucedió antes? —preguntó Sonia, su voz susurrante llena de preocupación mientras la observaba de cerca. —Te has puesto pálida.

Zelda, intentando disimular, se giró hacia Sonia y forzó una sonrisa.

—Ese hombre... su nombre, Ganondorf, me resulta familiar... —respondió Zelda, su voz temblorosa y su mirada perdida, como si aún estuviera atrapada en el caos de la audiencia—. Me da mala espina. Rauru, creo que no es de fiar.

Rauru, con su calma habitual, la miró de reojo y respondió con voz tranquila, pero con una certeza fría como el acero.

—No te preocupes, Zelda. Conozco su naturaleza oscura. Es mejor tenerlo cerca, vigilado. Así podemos estar preparados para lo que quiera hacer.

—Sí, Zelda —dijo Sonia, con una sonrisa cálida que intentaba transmitirle seguridad—. Todo va a salir bien.

Pero en lo más profundo de su ser, Zelda no se sentía tranquila. Algo no estaba bien. Algo que ni Rauru ni Sonia podían ver. Se despidió de ellos y se retiró a su habitación, el eco de sus pensamientos retumbando en su cabeza. Al cerrarse la puerta tras ella, una sensación de desasosiego la envolvió.

El dragón se movió en sueños, ese tal Ganondorf... como lo odiaba. No solo lo había visto constantemente en sus pesadillas, en su ciclo de vuelo había visto como una y otra vez se reencarnaba y extendía el mal por el reino o bien contaminaba la mente de alguien, cuya ciega ambición le hiciera vulnerable a sus engaños y manipulaciones y una y otra vez princesas y héroes resurgían para devolverlo a las sombras. 

El dragón dejó escapar un leve rugido en su letargo, una expresión de rabia y frustración contenida. Sabía, más que nadie, que la lucha contra Ganondorf no era solo una guerra física, sino una batalla por el alma misma del tiempo, una lucha que nunca se deberían permitir perder.

Hace diez mil años, 'Aposentos de Zelda, Palacio de los primeros monarcas de Hyrule'.

Se desvistió lentamente, como si cada movimiento fuera una forma de apaciguar el caos interno que la consumía. Se tumbó en la cama, pero el sueño no llegaba. Su mente seguía trabajando, buscando respuestas entre los hilos que se tejían en su conciencia. Recordó las leyendas sobre la reencarnación de héroes y princesas, y el nombre de Ganondorf, ese eco del pasado, resonaba más fuerte que nunca.

Zelda se deshizo las trenzas con un solo gesto, dejando que su cabello corto cayera libremente a ambos lados de su rostro. El tocado descansó sobre la mesilla de noche, pero la inquietud seguía ahí, suspendida en el aire.

—Espero que Rauru tenga razón... y que todo salga bien —murmuró para sí misma, su voz apenas un susurro, temblorosa, como si la duda fuera una sombra que se adhería a su pecho, una semilla de desconfianza imposible de erradicar. Con los ojos cerrados, intentó relajarse, pero el peso de sus pensamientos no la abandonaba. Finalmente, el sueño la empezó a alcanzar, pero la sombra de la incertidumbre la perseguía en el borde de su conciencia.

En el filo entre la vigilia y el sueño, Zelda sintió cómo la realidad se desdibujaba a su alrededor. La oscuridad la envolvió, densa y sofocante, mientras un tenue resplandor surgía en la distancia.

De ese brillo emergieron dos figuras familiares: Koume y Kotake. Pero antes de que pudiera reaccionar, sus cuerpos comenzaron a fundirse, sus formas líquidas y cambiantes dando paso a una figura femenina de presencia imponente. La nueva hechicera, Birova, irradiaba una energía descomunal, con un cabello que alternaba entre llamas vivas y hielo gélido.

Zelda retrocedió, pero antes de que pudiera procesar lo que veía, otra figura apareció: un joven de cabello rubio, vestido con una túnica roja, que portaba un escudo brillante. Lo que más la desconcertó fue su rostro: se parecía inquietantemente a Link.

—¿Quién eres? —susurró Zelda, su voz quebrada.

El joven no respondió. En cambio, levantó su escudo, reflejando una escena fragmentada de caminos que se bifurcaban. En cada uno de ellos, vio tragedia, lucha y un ciclo interminable de maldad que regresaba una y otra vez.

—El mal siempre vuelve, princesa —dijo Birova, su voz resonando con malicia—. El héroe regresa, pero también lo hace el mal. El ciclo es eterno.

Zelda sintió cómo las palabras de Birova se clavaban en su pecho como dagas. Los caminos separados, el peso de las decisiones pasadas... todo apuntaba a una verdad que no quería aceptar: el destino de Hyrule estaba atrapado en un bucle de tragedia y renacimiento.

De repente, todo se desmoronó. La figura de Birova se disolvió en humo, y Zelda despertó con un jadeo, empapada en sudor.

—¿Qué ha sido eso? —murmuró, su respiración agitada.

Las imágenes de los caminos y las palabras de Birova no la abandonaban. Con la mente aún desordenada, salió al balcón, buscando claridad en la quietud de la noche. Mientras contemplaba las montañas, un rugido lejano rompió el silencio, y algo encajó en su mente como una pieza perdida.

—Ya lo tengo... —susurró Zelda, sus ojos llenos de resolución.

Aunque el miedo seguía presente, sabía que debía actuar. La visión no era solo un sueño, era una advertencia, un recordatorio de que tenía el poder para cambiar el destino. No se trataba solo de sanar la Espada Maestra o encontrar a Link; era el momento de romper el ciclo y liberar a Hyrule de su eterna sombra.

Mientras mantenía fija la mirada en el horizonte, las piezas de su plan comenzaron a alinearse en su mente. Sabía que el tiempo era tanto su aliado como su enemigo, y que su poder como sabia del tiempo sería esencial para alterar el flujo del destino. Había discutido con Mineru sobre las pilas de resurrección, esas reliquias que mantenían a las personas en el filo entre la vida y la muerte. Pero esas pilas, aunque poderosas, no eran suficientes.

En sus conversaciones con Sonia, habían explorado otra posibilidad: un receptáculo vivo, algo capaz de sostener tanto su conciencia como la Espada Maestra, resistiendo el peso del tiempo sin sucumbir a él. Sonia le había advertido sobre los riesgos, sobre cómo un vínculo tan profundo con otro ser podría borrar su identidad. Pero Zelda sabía que no había otra opción.

—No se trata solo de mí —murmuró mientras se detenía frente al espejo de su habitación, su reflejo iluminado por la tenue luz de la luna—. Se trata de Hyrule, de todos los que vendrán después.

El rugido que había escuchado antes resonaba en su mente, recordándole que el tiempo se agotaba. La visión de Birova y el joven con el escudo seguían grabadas en su memoria, como un eco que la empujaba hacia adelante.

Zelda cerró los ojos y respiró profundamente, recordando las palabras de Mineru: "El sacrificio que harás será tuyo y de nadie más. Solo tú puedes decidir si el precio merece la pena."

Y ella ya había decidido. Era un precio alto, sí, pero uno que estaba dispuesta a pagar.

—No puedo permitir que el ciclo continúe —susurró.

Con esa determinación, Zelda comenzó a anotar en su tableta las últimas instrucciones que necesitaba compartir con Mineru y Sonia antes de dar el siguiente paso. Tenía que prepararse para lo inevitable, para el sacrificio que rompería las cadenas del eterno retorno.

Su mirada se desvió al cielo nocturno, donde las estrellas titilaban con una luz serena, ignorantes del caos que se avecinaba. Allí, bajo ese mismo cielo, en el abismo del tiempo, se encontraba Link, el héroe de su era, el que amaba profundamente. Aunque estuvieran separados por siglos, Zelda sentía que su conexión era inquebrantable.

Pero de repente le volvieron las dudas. Pensó en el ritual, en la prueba que debería superar Link para que pudiera volver y, sobre todo en el receptáculo, en cuál sería el más adecuado para su misión. En medio de la quietud de la noche que la envolvía, Zelda aferró la Espada Maestra con fuerza, buscando anclarse a algo sólido, para no sentir tantas dudas. Ya no se trataba de proteger Hyrule, sino darle un nuevo destino, uno libre de las sombras del pasado. Y para ambas cosas, llenar la Espada de nuevo poder y librar a Hyrule del eterno retorno, necesitaba que ese receptáculo estuviera lleno del poder de la diosa Hylia misma.

De repente, la Espada Maestra rota entre sus manos comenzó a vibrar. Un resplandor dorado la envolvió, y un cosquilleo recorrió su cuerpo como una corriente eléctrica, incitándola a cerrar los ojos. Zelda obedeció, y en el instante en que lo hizo, una sensación de vértigo la atravesó.

Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su habitación. No podía verse a sí misma, pero sabía que estaba volando, observándolo todo desde las alturas. Su visión abarcaba vastas extensiones de Hyrule, pero su atención se centró de inmediato en un lugar que cada vez veía más cercano: Fuerte Vigía. Con su vista fijada al frente, sin poder moverse, vio como Link y los sabios avanzaban con paso firme hacia el castillo. Pero luego se dio cuenta, con horror, que en la boca del abismo, se estaba reuniendo una horda de los monstruos más feroces y peligrosos del ejército del Rey Demonio.

El corazón de Zelda se encogió. ¡No puede ser! Se dirigen hacia una trampa... el camino está plagado de monstruos. Quiso gritarles, advertirles del peligro, pero su voz, como en un sueño, solo resonaba en su mente, pero sin poder hablar realmente.

Antes de perderlos de vista por su campo de visión, vio como Link se detuvo de repente y miró hacia arriba, hacia donde estaba ella. Zelda, desesperada, gritó en su mente: ¡Link, estoy aquí! Pero él no reaccionó, ignorando su llamada, se giró hacia los sabios y lo vió como les decía algo que no pudo escuchar. Zelda, cada vez más cerca de él, notó que su brazo brillaba con un destello tenue. ¿Una prótesis Zonnan? Recordó cómo su brazo había sido consumido por la malicia y sintió un escalofrío. Algo terrible debió de ocurrirle...

No pudo verlos más, la visión del dragón se centraba en el frente más inmediato. Pero de repente escuchó un ruido cada vez más cercano. La criatura que la llevaba en su mente debió asustarse también, ya que giró la cabeza y cambio su punto de vista. Lo que vio le horrorizó, aerocudas gigantes atacaban lo que parecía un aeroplano. Zelda prestó atención y vio que se trataba de un vehículo construido con tecnología Zonnan, con Link al volante y los sabios atrás atacando al grupo de aerocudas. Zelda no pudo evitar reír entre lágrimas. ¿Ha aprendido a usar las runas Zonnan? Cuando regrese, tengo que felicitarlo.

Pasado el peligro, la visión de la criatura cambió de nuevo, centrándose en mirar al frente, y Zelda, se dio cuenta que iba directo al abismo. La risa pronto se desvaneció, deslizándose como un eco lejano. Su vuelo continuó, inexorable, hacia las profundidades del abismo, arrastrada por una fuerza invisible. A medida que descendía, una extraña sensación la invadió, una familiaridad que no podía comprender del todo: sentía la voz de Link, su cercanía, como si estuviera a su lado, respirando con ella. El aroma sutil de la princesa de la calma llenó sus sentidos, y en un susurro, escuchó su nombre. Las palabras de Link flotaban en el aire, dulces y melancólicas, dirigidas solo a ella.

Zelda se estremeció cuando la voz de Link se quebró repentinamente, un sollozo apenas reprimido en sus palabras. Aunque no podía verle, ya que su mirada estaba obligada a seguir adelante, algo en su pecho se aceleró al imaginar la vulnerabilidad que transmitía en ese instante. El dolor en su voz la golpeó como un mazazo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al comprender el peso de sus palabras. ¿Sonia tenía razón? ¿Link albergaba en su corazón algo más profundo de lo que jamás se había atrevido a mostrar?

Intentó enfocar su vista, desesperada por descubrir qué criatura la llevaba. Su cuerpo no respondía a su voluntad, como si estuviera atrapada en un sueño que no podía controlar. ¿Qué me está guiando? ¿Quién está intentando enviarme este mensaje?

Por un instante, Zelda sintió una conexión, un estremecimiento recorriendo su cuerpo al darse cuenta de que en la mente de la criatura habitaba algo más, una presencia, una voz misteriosa que parecía haber formado parte de ella desde tiempos inmemoriales. Desesperada por descubrir quién o qué la llevaba, cerró los ojos y concentró su poder sobre el tiempo, proyectando su voluntad hacia la conciencia de la criatura.

—Déjame ver quién eres —pensó con fuerza, su determinación atravesando las capas de misterio que la rodeaban.

Antes de que pudiera hacer girar la cabeza al dragón, la imagen ante Zelda comenzó a disolverse. La luz y las formas se desvanecieron, reemplazadas por una oscuridad densa, casi tangible, que la envolvió por completo. Por un momento, la nada fue todo lo que pudo percibir. Pero lentamente, como si despertara de un profundo letargo, las imágenes comenzaron a formarse de nuevo.

Se dio cuenta de que ahora se encontraba en un nido o cubil, un espacio cerrado donde las paredes rugosas reflejaban la tenue luz que entraba por un agujero en la parte inferior. Desde allí, un haz de claridad se filtraba, iluminando lo que parecía un pasillo a sus pies. Zelda sintió un estremecimiento al escuchar un llanto ahogado que resonaba en el aire, un sonido cargado de un dolor tan profundo que le atravesó el alma.

"¿Quién está llorando?", pensó, su corazón acelerándose. Se concentró en su poder de sabia de nuevo, proyectando su conciencia hacia la criatura que la transportaba. Pero al adentrarse en su mente, notó algo extraño: no estaba sola. Había una presencia más, una voz que no le era familiar, y que parecía susurrar en un rincón de la conciencia del dragón.

La criatura, somnolienta, bostezaba con un rugido bajo, como si el peso de los siglos la estuviera venciendo. Zelda sintió la urgencia de actuar; no podía permitir que el sueño se la llevara antes de obtener respuestas.

—Muéstrame lo que está pasando abajo —ordenó con firmeza, concentrándose en cada palabra.

Súbitamente, la criatura obedeció. Su cabeza giró con lentitud hacia el suelo, y Zelda notó cómo su visión se enfocaba en lo que la luz revelaba. No estaban a mucha altura, pero la insondable oscuridad del abismo mantenía a la criatura oculta. Aun así, para Zelda, la escena era tan clara como un amanecer.

Lo que vio la dejó petrificada. Era Link, arrodillado, con los hombros temblando por los sollozos. Sus ojos estaban anegados en lágrimas mientras sostenía algo en sus manos. Zelda sintió un nudo en la garganta cuando se dio cuenta de lo que era: su clip dorado, la pareja del que ella guardaba como un tesoro.

Sidon apareció en la escena, tocándole el hombro, despertándolo de su trance. Zelda observó cómo Link, con movimientos cuidadosos, guardaba el clip con una delicadeza que hablaba de su valor inestimable. Era como si estuviera protegiendo el tesoro más importante del mundo.

Entonces, Link desenfundó la Espada Maestra restaurada, y Zelda sintió una oleada de alegría mezclada con alivio. Su propósito, al menos en parte, parecía haberse cumplido. Pero lo que ocurrió después la desarmó por completo.

Link rozó la hoja con su dedo, y en ese instante, Zelda sintió como si él la estuviera acariciando a ella. La calidez de su tacto, la delicadeza de la acción, le transmitieron una oleada de amor puro que la inundó. Cerró los ojos, aferrándose a esa sensación, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.

Zelda, en su sueño, comenzó a llorar. Cada lágrima que caía resonaba en el suelo del nido donde se encontraba. Una tristeza insondable, una mezcla de pérdida y esperanza, se apoderó de ella. Pero no podía rendirse.

Con el poco control que aún tenía sobre la conexión, Zelda ordenó a la criatura que girara la cabeza. Necesitaba saber quién o qué la estaba llevando consigo.

El dragón obedeció, y finalmente Zelda lo vio. Frente a ella, el reflejo en un charco la reveló: un dragón de ojos esmeralda y escamas blancas como la nieve. La criatura la miró con una sabiduría antigua y una tristeza insondable. Era imposible negar la conexión que sentía.

La voz que habitaba dentro del dragón habló súbitamente. "Te he mostrado las respuestas que buscabas. Siento no poder seguir comunicándome, pero ahora debes de ser tu quien tome la decisión final."

De repente, la conexión se cortó, como un hilo roto, y Zelda se encontró de pie en el balcón del palacio. La brisa nocturna acarició su rostro, pero no logró calmar el tumulto en su interior. Miró sus manos temblorosas, como si pudieran confirmar que lo que acababa de experimentar era real.

Volvió a su lecho, el cual la cobijó con su cálido abrazo, quedándose dormida casi al instante, como si su cuerpo necesitara rendirse al agotamiento de su alma.

Al día siguiente, se despertó suavemente. La luz del amanecer entrando por su ventana. Intentó hacer memoria, recordar las visiones de la noche anterior, pero las imágenes se agolpaban en su mente. Una advertencia, sobre un ciclo de eterno retorno y, algo más. Se acordó de la caricia de Link, de sus lágrimas por ella ¿Pero, había sido real o solo un sueño?. Sin embargo, la imagen del dragón permanecía grabada en su mente, vibrante y aterradora. Era una advertencia, un presagio... o tal vez un destino.

Ataviada tan solo con el pijama, se dirigió, como guiada por una voz muda hacia el balcón. Salió al exterior, donde la brisa fresca la despejaba de su sueño poco a poco. Su mirada se dirigió a las montañas lejanas, y su corazón dio un vuelco. Allí, en la distancia, lo vio.

Sí... era ese.

El sacrificio era claro, y su decisión, más firme que nunca. Debía ser el receptáculo que restaurara la Espada Maestra, aunque eso significara perderlo todo.