El dragón creyó que encontraría un equilibrio que daría lugar a seres capaces de comprender no solo el mundo, sino también a él. Quería que cada uno de ellos representara una mitad de la dualidad inherente en la existencia.
El Árbol de la Vida, respondiendo a su deseo, dio a luz a dos seres de apariencia humana. Uno fue creado de la luz pura, brillante y hermosa, mientras que el otro emergió de la profunda oscuridad.
El dragón otorgó al primero, nacido de la luz, unas alas majestuosas como las de un ave, para que pudiera ascender al cielo y volar junto a su lado. Y le dio una aureola que lo permitiría vivir por la eternidad junto a él.
Después observó al segundo, nacido de la oscuridad. A este le otorgó dos cuernos afilados y robustos. Le dio la fuerza y el poder para que pudiera sobrevivir solo hasta en los lugares más inhóspitos de la naturaleza.
Aquel día, el ángel se convirtió en la fiel compañía del dragón, elevando su vuelo hasta el cielo azul. Acompañó al dragón bajo las nubes y juntos formaron el paraíso del cielo.
Mientras tanto, el demonio quedó como un recordatorio inherente del ser humano. Viviendo en la tierra, donde debía luchar por su propia supervivencia en un mundo cruel.
En la oscuridad de la tierra, los demonios, debían depender de sus instintos más salvajes para adaptarse y sobrevivir. Con sus ojos eran capaces de ver en la penumbra más absoluta de la oscuridad. Con sus garras afiladas como cuchillas podían destripar a cualquier animal. Y con sus dientes se convirtieron en depredadores temibles. Insaciables y violentos.
Atacaban a cualquier criatura que se cruzase por su camino. Incluso con los de sus especie no había piedad.
Los demonios no sabían lo que era el amor. La compasión y la empatía eran desconocidas para ellos. Sabían cómo procrear, pero ignoraban las responsabilidades que esto implicaba. No criaban a sus hijos ni los protegían, dejando que cada uno intentara sobrevivir por sí solo.
Abandonando todo rastro de luz en sus corazones.
Este egoísmo absoluto hacía que la especie fuera ineficiente. La mortalidad entre ellos era tan alta que la única forma de mantener su número era mediante la procreación constante. Procrear no era un acto de unión ni de amor, sino de mera supervivencia, un ciclo sin fin de nacimiento y muerte en el que los demonios apenas lograban mantenerse.
Eran criaturas de un mundo en decadencia, que, aunque aún conservaban parte de la razón humana, habían renunciado a todo sentido de responsabilidad o comunidad. Lo que quedaba de humanidad en ellos se veía sepultado por sus instintos más oscuros, y aunque eran seres racionales y capaces, sus mentes estaban distorsionadas por la corrupción y la desesperación de la supervivencia.
Mientras los demonios vivían bajo la ley del más fuerte, con su naturaleza caótica y egoísta. Los ángeles, en contraste, prosperaron rápidamente. Gracias a su inherente sentido de cooperación y armonía, unieron sus fuerzas y recursos en poco tiempo, creando una civilización radiante en el cielo, el paraíso que el dragón había diseñado para ellos.
A diferencia de los demonios, los ángeles no luchaban entre sí, sino que formaban lazos fuertes y eternos, uniéndose a una sola pareja para toda la vida. Con su fuerte sentido y vínculo familiar, sólo nacían uno o dos hijos normalmente, era un reflejo de su pureza y su enfoque en la calidad sobre la cantidad. Este estilo de vida hizo que su número fuera reducido, pero su organización y su entorno celestial los hacía más estables y prósperos.
Así, en el cielo, todo parecía marchar perfectamente según los planes del dragón. Los ángeles vivían en paz, y los demonios sobrevivían en sus propias sombras, separados de la pureza del paraíso. Sin embargo, la armonía celestial se vio interrumpida el día en que un ángel, movido por una curiosidad inexplicable, decidió bajar a la tierra.
El ángel era una mujer tan bella como las flores y tan pura como el agua, con un cabello largo y plateado, y unos ojos azules que reflejaban el cielo.
La mujer descendió del cielo con sus alas blancas. Ella caminó por la oscura tierra, adentrándose en las profundidades del bosque. Explorando lo que hasta entonces era nuevo para ella y le fascinaba.
Viendo todo tipo de plantas y animales. Viajando por todo tipo de lugares hermosos llenos de vida. Ella se preguntaba por qué nunca los ángeles habían visitado la tierra con lo hermosa que era. Sin embargo, ese misterio no tardaría mucho en averiguarlo.
En uno de esos lugares sombríos entre los árboles y la maleza. Ella se encontró con un demonio, una criatura oscura. Con su cabello corto azabache, y unos ojos oscuros. La mujer sintió curiosidad al ver por primera vez una criatura tan similar a ella de aspecto humano.
Mientras que el demonio, al verla, sintió una mezcla de fascinación y hambre. Su naturaleza violenta le impulsaba a matar y devorar lo que no comprendía, y la presencia de aquella mujer, tan luminosa en medio de la penumbra, lo incitaba a hacerlo. Quería cazar a su presa, pero cuando el ángel se acercó con confianza hacia él. Este se fijó en su hermosura y sonrisa, pero lo que más le sorprendió fue cuando ella le habló con su voz.
Su gula lo hizo pecar.
El demonio, astuto y calculador, la miró con ojos afilados y, con una voz llena de engaño, le dijo que justo detrás de ella había algo maravilloso, algo que debía ver. "Es una sorpresa", le dijo con una sonrisa torcida, "pero para que la disfrutes, debes cerrar los ojos". La mujer, confiada en la bondad de su propia naturaleza y ajena a la crueldad de los demonios, obedeció ingenuamente a las palabras del demonio. Ella cerró los ojos y le dio la espalda, esperando que lo que él prometía fuera tan hermoso como lo imaginaba.
Fue entonces cuando el demonio se acercó lentamente a ella. Dando paso tras paso por la hierba con sus pies descalzos. Silenciosamente, con un paso lento, se puso detrás suya mientras levantó su brazo. Entonces el demonio atravesó con su mano despiadadamente el pecho del ángel.