Capitulo 4: Tú me perteneces

La mujer estaba sonrojada por lo que había ocurrido, así que le preguntó con genuino interés: "Entonces... ¿quieres formar una familia conmigo? ¿Y tener hijos?". Para ella, la unión física era un símbolo de algo más grande, algo que no se limitaba solo al deseo o la necesidad, sino al amor y la creación de una vida compartida.

El demonio, desconcertado por esa pregunta, respondió con honestidad: "No sé qué es una familia, ni sé qué significa tener hijos". Para él, esas ideas eran ajenas, conceptos de los que nunca había oído hablar.

El ángel, con paciencia y ternura, le explicó lo que significaban para ella. Habló de la familia como un refugio de amor, de unidad y de apoyo mutuo. Le describió la alegría de cuidar a alguien más, de compartir la vida con aquellos que amas. Mientras escuchaba, el demonio empezó a entender las palabras, pero no las emociones detrás de ellas. No comprendía cómo esos sentimientos podían traer tanta felicidad.

Sin embargo, en ese momento algo cambió en él. Aunque no comprendía por completo lo que el ángel le describía, comenzó a sentir una chispa de curiosidad, una pequeña apertura hacia un mundo de emociones y conexiones que nunca antes había experimentado. Y aunque todavía no sabía cómo manejarlo, algo dentro de él comenzaba a despertar.

Ella estaba decidida a quedarse con él, a seguir sus pasos y acompañarlo, sin importar las circunstancias o el peligro. El demonio, acostumbrado a la soledad y a la lucha constante, no entendía por qué el ángel insistía en estar a su lado. Con el tiempo, cansado de su compañía, finalmente le preguntó:

"¿Por qué me sigues?".

El ángel, con una mirada intensa en sus ojos y llena de convicción, respondió: "Porque… te amo".

Esas palabras desconcertaron profundamente al demonio. "Amor" era una idea que no tenía lugar en su mundo, algo completamente ajeno a su naturaleza. Incapaz de comprender ese sentimiento, rechazó su mirada con desagrado y continuó su camino, ignorando lo que acababa de escuchar.

Días después, siguiendo el camino del bosque, el demonio se encontró con un grupo de otros demonios. Al ver al ángel, estos demonios, fieles a su instinto de violencia y hambre, intentaron atacarla, ansiosos por devorarla y despedazarla. Pero antes de que eso ocurriera.

Antes de que pudieran hacerle daño, el demonio, en un estallido de furia, los mató uno por uno, defendiéndola con una violencia feroz. La mujer miró atónita como los ojos del demonio que la protegía se tornaron de negro a rojo. Un fuego escarlata y violento que antes era oscuro rodeaba su iris.

Desgarrando, machacando, golpeando, perforando, mordiendo, rompiendo, triturando, destruyendo… Carne, piel, músculos, órganos, huesos. Todo tejido que perteneciera a esos seres malévolos de su especie quedaron destrozados.

La lucha dejó un paisaje desolador y perturbador. Lleno de sangre y partes del cuerpo por doquier en la hierba pintada de rojo. El demonio quedó bañado en sangre y la sangre que salpicaron dejó a la mujer vestida del color rojo que brillaba con el reflejo de la luz.

Cuando la batalla terminó, él quedó gravemente herido, pero no permitió que ninguno de ellos se acercara a la mujer.

Cuando todo terminó, el ángel, cubierta de la sangre de los demonios asesinados, se acercó al demonio y le preguntó con suavidad: "¿Por qué hiciste eso? ¿Acaso me amas?".

El demonio, respirando con dificultad y sangrando profusamente, la miró con dureza. "No", respondió fríamente, "no te amo. Tú me perteneces. No dejaré que otros demonios te devoren".

Su codicia lo hizo pecar.

El demonio, debilitado por sus heridas, intentó seguir caminando, pero pronto cayó desmayado por la pérdida de sangre. El ángel lo retuvo en sus brazos, su expresión tranquila pero preocupada, hizo quedarse a su lado para cuidarlo. Aunque no lo comprendía, ella sentía una profunda conexión con él, tenía una necesidad de protegerlo a pesar de su rudeza y agresividad.

Al día siguiente, cuando el demonio despertó, aún se sentía débil y adolorido. Sin embargo, su naturaleza orgullosa lo llevó a intentar levantarse de inmediato, deseando alejarse del ángel cuanto antes. "No deberías moverte", le advirtió el ángel con dulzura. "Si lo haces, tus heridas empeorarán".

Como era de esperarse, el demonio ignoró sus palabras, terco y testarudo. Pero conforme pasaron los días, sus esfuerzos por moverse lo llevaron a sucumbir a la fiebre y a una enfermedad causada por sus heridas. Incapaz de valerse por sí mismo, el demonio fue forzado a aceptar la presencia del ángel.

Su orgullo lo hizo pecar.

Durante ese tiempo, el ángel se dedicó a cuidarlo con cariño y paciencia. A pesar de su hostilidad inicial, ella lo atendía día y noche, trayéndole agua fresca y comida, sanando sus heridas con delicadeza. Cada gesto estaba cargado de una bondad que el demonio nunca había conocido, una compasión que lo desconcertaba y lo hacía sentir incómodo.

A medida que los días pasaban, el demonio comenzó a recuperarse, aunque seguía sin entender el por qué de la devoción del ángel hacia él. Su cuerpo sanaba, pero su mente seguía atrapada en la confusión. ¿Por qué alguien se quedaría a cuidar de un ser tan frío y cruel como él? El demonio había aprendido a sobrevivir solo, a desconfiar de todos, pero esta mujer, con su bondad y pureza, sembraba dudas en su corazón endurecido.

Con el tiempo, el demonio se recuperó por completo, pero algo en él había cambiado. Aunque nunca lo admitiría, una pequeña parte de su ser comenzaba a cuestionar su naturaleza. Y aunque no comprendía los sentimientos del ángel, no podía evitar sentir una extraña e inquietante curiosidad por ella.

El demonio miró a la mujer con desconcierto y le preguntó: "¿Por qué siempre te ves tan feliz?". La respuesta del ángel fue sencilla pero profunda: "Cada vez que veo tus cicatrices, recuerdo el día en que me protegiste. Eso me hace feliz".

Esa respuesta lo desconcertó aún más. ¿Cómo podía ella encontrar alegría en el recuerdo de una herida? Para él, la protección nunca había sido más que un acto de posesión, de egoísmo. Sin embargo, algo en las palabras del ángel lo hizo reflexionar, despertando en su mente una pregunta inquietante: ¿Por qué esa mujer era capaz de hacer algo por otro sin esperar nada a cambio? Mientras que todo lo que él hacía era por su propio beneficio.