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Tierras Baldias

Jorgecastillo
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Synopsis

Chapter 1 - Capitulo 1 :Los ecos del hambre

**Capítulo 1: Los Ecos del Hambre**

El viento silbaba entre las ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad. Los esqueletos de los edificios se erguían contra el cielo gris como monumentos olvidados de una civilización que había sucumbido hacía ya demasiado tiempo. El sol, ahora un espectro pálido y enfermizo detrás de densas capas de polvo y contaminación, apenas iluminaba el paisaje desolado. La vida, en todas sus formas, parecía haberse extinguido, salvo por los pocos sobrevivientes que se escondían entre las sombras, buscando lo más básico: comida.

Ana se deslizaba en silencio entre los escombros, su cuerpo delgado y ágil moviéndose con la precisión de alguien que había pasado años esquivando el peligro. Sus botas, desgastadas y remendadas más veces de las que podía recordar, apenas hacían ruido al pisar los fragmentos de vidrio y metal. A lo lejos, los restos oxidados de un automóvil se alzaban como una advertencia; cualquier cosa que atrajera demasiada atención en este mundo moría rápido.

Llevaba tres días sin encontrar nada más que agua turbia, y su estómago, reducido a una punzada constante de hambre, le recordaba que no podía seguir así mucho tiempo. Pero el hambre ya no era una novedad. Desde que las Tierras Baldías, como se llamaba ahora al mundo, habían devorado el último vestigio de la civilización, el hambre había sido su única compañía.

El supermercado que tenía delante era uno de los pocos edificios que seguían en pie, aunque apenas. Las letras del cartel estaban borradas y colgaban torcidas, como si el tiempo mismo las hubiera derrotado. Con cuidado, Ana se acercó a la entrada, asegurándose de que no hubiera señales de vida. O peor, de carroñeros.

—Vamos, sólo un par de latas —murmuró para sí misma.

El aire dentro del supermercado era pesado, cargado con el olor a podredumbre. Los estantes vacíos, saqueados hacía años, eran una evidencia de cuántas veces este lugar había sido asaltado. Aún así, Ana sabía que en estos lugares abandonados a veces quedaba algo, perdido o ignorado por otros en su desesperación.

Sus ojos recorrieron rápidamente el lugar en busca de cualquier cosa útil. Una bolsa de arroz, un par de latas de sopa abolladas, lo que fuera. Sus manos se movieron ágilmente, apartando cajas rotas y botellas vacías.

Un ruido. Un ligero crujido.

Ana se detuvo en seco, agudizando los oídos. El sonido se repitió, más cercano esta vez, como si algo, o alguien, se estuviera acercando desde el fondo del supermercado. Su mano se deslizó instintivamente hacia el cuchillo que llevaba en la cintura. No podía darse el lujo de enfrentarse a alguien, pero tampoco podía dejar el lugar sin comida.

Se escabulló hacia uno de los pasillos, pegándose a la pared. El sonido de pasos torpes resonaba cada vez más fuerte. No eran solo pasos, sino arrastrados, como si la persona estuviera debilitada. Respiró hondo y echó una rápida mirada por la esquina.

Un hombre. Delgado, más hueso que carne, con una barba desordenada que cubría su rostro. Parecía no haberla notado, su atención completamente enfocada en un estante vacío que revisaba con torpeza. De pie junto a él, una niña pequeña, no mayor de siete años, observaba en silencio, sus ojos enormes y hundidos por el hambre.

Ana apretó los dientes. Esa escena era dolorosamente familiar. Una vez, hacía mucho tiempo, ella había estado en el lugar de esa niña. Había mirado a su padre con los mismos ojos vacíos, esperando una solución que nunca llegó.

El hombre murmuraba algo, probablemente tratando de tranquilizar a la niña. Sus manos temblaban mientras revolvía sin éxito los estantes.

Ana se relajó ligeramente, bajando el cuchillo. No era una amenaza. Probablemente, como ella, solo estaba tratando de sobrevivir un día más en este mundo moribundo.

Salió de las sombras.

—No hay nada ahí —dijo en voz baja, tratando de no asustarlos.

El hombre dio un respingo, girando rápidamente hacia ella, pero su expresión no era de ira ni de agresión, solo desesperación. La niña, por su parte, se aferró a la pierna de su padre, mirándola con recelo.

—No... no queremos problemas —dijo el hombre, su voz ronca por la falta de agua. Levantó las manos en un gesto de rendición. —Solo estamos buscando comida.

—Yo también —respondió Ana, guardando el cuchillo. —No creo que encuentres mucho aquí.

El hombre asintió, la resignación cayendo sobre sus hombros como un peso. Sus ojos se encontraron con los de Ana, y por un momento, hubo una comprensión silenciosa entre ellos. En este mundo, ya no quedaba lugar para la piedad, pero tampoco para la crueldad innecesaria.

—Hay un pozo de agua a unas tres millas al este —dijo ella después de un momento. —Está sucio, pero es mejor que nada.

El hombre la miró con escepticismo, probablemente dudando de la veracidad de sus palabras. En las Tierras Baldías, cualquier información era un arma, y confiar en un extraño podía significar la muerte. Pero cuando la niña tiró de la manga de su camisa, el hombre pareció ceder.

—Gracias —dijo con voz quebrada.

Ana asintió, sabiendo que no había hecho mucho, pero al menos no había empeorado las cosas. A su espalda, el viento volvió a soplar, arrastrando consigo el eco lejano de un trueno. La tormenta se acercaba.

Antes de que el hombre y la niña se alejaran, la pequeña soltó la mano de su padre y corrió hacia Ana, sosteniendo algo en sus manos pequeñas y sucias. Era una flor. Marchita, casi sin vida, pero una flor al fin y al cabo. Se la ofreció con una sonrisa tímida, revelando unos dientes pequeños y amarillentos.

Ana tomó la flor con cuidado, sorprendida por el gesto.

—Gracias —murmuró, pero la niña ya había regresado al lado de su padre, quien la tomó de la mano y la guió hacia la salida.

Cuando el sonido de sus pasos se desvaneció, Ana miró la flor en su mano. Era un recordatorio de lo poco que quedaba de la belleza del mundo. Todo se estaba marchitando, desmoronando. Igual que la flor, igual que ellos.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el retumbar del trueno, más cercano ahora. Tenía que encontrar refugio antes de que la tormenta eléctrica los alcanzara.

Volvió a enfocarse en su búsqueda. Los pasillos del supermercado ya no ofrecían más promesas, pero aún quedaba el almacén trasero, un lugar que a menudo pasaba desapercibido por los saqueadores más apresurados. Caminó con cautela hacia la puerta de metal corroída por el tiempo. Giró el pomo y la puerta se abrió con un chirrido, revelando una oscuridad densa y sofocante.

El olor era peor aquí. La humedad y la putrefacción impregnaban el aire, pero Ana no tenía opción. Encendió una linterna pequeña que llevaba atada al cinturón, y la luz titilante iluminó pilas de cajas, muchas de ellas destruidas, otras medio intactas.

Avanzó lentamente, revisando una caja tras otra. La mayoría estaba vacía o contenía productos inútiles en este nuevo mundo: viejos papeles, envases rotos, plásticos inservibles. Pero entonces, una lata apareció, rodando bajo una pila de cajas caídas.

Ana se lanzó sobre ella como si fuera oro. La tomó en sus manos con una mezcla de alivio y ansiedad. El etiquetado estaba gastado, pero aún podía leer las palabras: "Sopa de tomate". Una sonrisa, rara y llena de una pequeña chispa de esperanza, se dibujó en su rostro. Era comida, y eso era todo lo que importaba.

Guardó la lata en su mochila y salió del almacén. Afuera, el viento había aumentado, arrastrando consigo nubes de polvo que oscurecían aún más el cielo. El mundo era un lugar muerto, pero por hoy, al menos, Ana no lo sería.

Siguió adelante, como siempre lo había hecho, y como siempre lo haría.

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Fin del capitulo