**Capítulo 7: El Camino al Norte**
El sol pegaba fuerte en el desierto, sus rayos abrasadores eran apenas soportables. El grupo caminaba en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, intentando ignorar la constante amenaza que los rodeaba. La tierra agrietada bajo sus pies parecía infinita, y el aire estaba cargado de polvo, pero la necesidad de seguir adelante era más fuerte que cualquier agotamiento.
Carl, como siempre, lideraba la marcha. De vez en cuando se detenía para observar el terreno, vigilando cualquier señal de peligro. Ana caminaba unos pasos detrás de él, con el cuchillo siempre en mano, lista para cualquier eventualidad. Nathia y Leticia se mantenían cerca la una de la otra, compartiendo miradas nerviosas, mientras Julián caminaba en silencio, con el rostro endurecido por la preocupación.
Después de varias horas, Carl se detuvo de golpe. Algo había captado su atención en el suelo. Se arrodilló lentamente y comenzó a remover la arena con cuidado, hasta que encontró lo que parecía ser un brazo. Un brazo esquelético.
—Esto es… —murmuró Carl, su voz cargada de pesar.
Ana se acercó para ver mejor. Cerca del brazo, entre los restos óseos, había un anillo. Carl lo reconoció de inmediato.
—Es de Marco —dijo, su voz baja y grave—. Este es su anillo. Era su mano derecha.
El grupo se reunió alrededor de Carl, el ambiente de inmediato se volvió más tenso. Marco había sido un compañero valioso, alguien que, como todos, había tenido cuidado en cada paso que daba. Y sin embargo, allí estaba su brazo esquelético, devorado por quién sabía qué clase de criatura.
—Demonios… Marco… —murmuró Julián, tragando saliva con dificultad—. Si esto le pasó a él, alguien tan cauteloso, entonces nos puede pasar a cualquiera de nosotros.
—Espero que hayas encontrado la paz, Marco —dijo Leticia en voz baja, con el rostro sombrío.
Carl se levantó, observando los alrededores. El suelo mostraba señales de que algo grande había pasado por allí recientemente.
—Estas criaturas están más cerca de lo que pensamos —advirtió Carl—. Debemos movernos, y rápido. Si nos quedamos aquí más tiempo, estaremos muertos antes de encontrar un refugio.
Nadie discutió. Todos sabían que Carl tenía razón. Sin perder más tiempo, el grupo volvió a ponerse en marcha, esta vez con un sentimiento más palpable de urgencia.
Mientras caminaban, Ana se perdió en sus pensamientos. Recordaba cómo era todo antes de que el mundo se convirtiera en este desierto inhóspito. Solía jugar en la playa con sus dos hermanos mientras sus padres los observaban desde la orilla, sonriendo y riendo. La brisa marina, el calor del sol, la tranquilidad del agua... Todo parecía tan lejano ahora, como un sueño que se desvanecía cada vez más.
Hace tres años, el mundo comenzó a cambiar de forma irreversible. El gobierno mundial había emitido una alerta por un virus desconocido que estaba acabando con las plantas y los animales. Extrañamente, el virus no afectaba a los humanos. Sin embargo, lo que siguió fue aún peor. Los ríos comenzaron a secarse, y el suelo, antes fértil, se volvió inerte. Muchos creían que el desastre fue provocado por el gobierno, que jugó con fuerzas que no podía controlar.
Luego vino el terremoto. La tierra tembló con tal furia que destruyó gran parte de la civilización, acabando con millones de vidas, incluidas las de la madre de Ana y sus hermanos. Solo Ana y su padre lograron sobrevivir en ese mundo cruel, al menos por un tiempo.
Sobrevivieron saqueando lo poco que quedaba, pero las condiciones eran insoportables. El hedor de los cadáveres descomponiéndose a su alrededor hizo que muchos, incluyendo el padre de Ana, enfermaran gravemente. A pesar de sus esfuerzos por protegerla, el padre de Ana no pudo soportar más. Murió a causa de una enfermedad pulmonar, dejándola sola.
Desde entonces, Ana había evitado hablar de esa parte de su vida. El dolor aún era demasiado grande. Pero Carl, el líder del grupo, lo sabía. Sabía que cada uno de ellos cargaba con su propia tragedia. Los había reunido a lo largo del camino, encontrándolos en sus peores momentos y ofreciéndoles una oportunidad de sobrevivir juntos.
El sol continuaba su ascenso en el cielo, implacable, mientras el grupo se alejaba del lugar donde habían encontrado los restos de Marco. Ana volvió a la realidad, sacudiendo los recuerdos de su mente. Ahora no había lugar para el pasado. Solo el presente y el futuro importaban, y en ese futuro, solo había una certeza: tenían que seguir moviéndose.
—Sigamos —dijo Carl, secándose el sudor de la frente—. Mientras más rápido avancemos, mejor. No sabemos cuánto tiempo más estaremos a salvo.
Con las miradas fijas en el horizonte, el grupo continuó su camino hacia el norte, hacia una esperanza incierta, con la promesa de que, tal vez, las semillas que Carl llevaba consigo podrían ser el comienzo de algo nuevo en medio de tanta oscuridad.
El calor del desierto golpeaba con fuerza, pero el grupo seguía avanzando, con la mente siempre alerta. El aire estaba cargado de tensión, y cada paso parecía resonar en el silencio abrasador. El día se hacía interminable, y el peso de lo que habían visto y vivido hacía que el ánimo de todos estuviera por los suelos. Pero tenían que seguir, porque detenerse no era una opción.
Caminaban en fila, con Carl al frente, cuando de repente, Nathia soltó un grito ahogado y se detuvo en seco. Ana y los demás se giraron rápidamente, preocupados. Frente a ellos, en medio de la arena, yacía el cuerpo destrozado de una criatura. Era una hormiga, pero no una cualquiera. Su tamaño era aterrador, fácilmente alcanzaba el metro y medio de largo. Estaba completamente mutilada, sus patas rotas y su abdomen desgarrado, como si algo la hubiera atacado con brutalidad.
—¿Qué demonios…? —susurró Nathia, llevándose las manos a la boca, sus ojos llenos de terror.
Jimmy, por su parte, se inclinó un poco, observando la criatura con curiosidad.
—¡Es enorme! —exclamó—. Si pudiéramos cazar algo así, tendríamos comida para una semana.
Carl, siempre atento y precavido, miró a Jimmy con seriedad, sacudiendo la cabeza.
—No tocaría eso ni aunque no hubiera comido en días —dijo Carl—. Si esto es lo que creo, no es buena idea. Son hormigas mutadas. Si no hemos visto una en el día,es porque salen por la noche a cazar y, si lo hacen, es porque el calor del día las debilita. Comer una de estas criaturas sería un riesgo... especialmente si comen humanos.
El grupo guardó silencio. La idea de que esas hormigas fueran depredadoras nocturnas hizo que todos sintieran un escalofrío. Julián fue el primero en romper el silencio.
—Rayos... cada día esto es más aterrador. No quiero acabar como Marco —dijo, su voz grave y cargada de preocupación.
Leticia, que estaba a su lado, observó los restos de la hormiga con una mezcla de asco y miedo.
—Si salen de noche, eso significa que viven bajo tierra, ¿no? Son hormigas... puede que estemos caminando justo sobre su nido —dijo, mordiéndose el labio.
Patricia, con los ojos muy abiertos, dio un paso atrás, claramente inquieta.
—Uf... eso es lo peor que podrías haber dicho —murmuró—. Soy demasiado joven para ser devorada por una hormiga gigante.
Carl, siempre en control, levantó la mano para calmarlos a todos.
—Mantengan la calma. Sigamos adelante, pero con cuidado —dijo—. Y cuando encontremos un lugar donde refugiarnos antes de que caiga la noche, debemos esconder los suministros en la tierra. No quiero que esas cosas nos sigan por el olor de la comida.
Ana observaba la hormiga, sintiendo una profunda incomodidad. No podía evitar pensar en cómo el mundo había cambiado de manera tan brutal en tan poco tiempo. Las especies que alguna vez coexistieron pacíficamente ahora se habían transformado en monstruos, luchando por sobrevivir en este nuevo orden despiadado.
—El mundo está cambiando —dijo Ana en voz baja—. Las especies que lograron adaptarse mataron para sobrevivir. Nosotros... somos solo otra parte de la cadena alimenticia.
Carl asintió, su rostro sombrío.
—Y eso es lo que más me preocupa —respondió—. No solo estamos luchando por nuestra supervivencia, sino que lo estamos haciendo contra un mundo que ya no reconoce a los humanos como los depredadores más fuertes.
El grupo permaneció en silencio por unos momentos, digiriendo las palabras de Carl. Sabían que tenía razón. El mundo en el que vivían ahora era implacable, y ellos, aunque aún seguían luchando, eran vulnerables.
—Tenemos que seguir moviéndonos —dijo Carl, finalmente—. El sol ya está bajando, y esas criaturas no tardarán en salir. Escondan bien sus cosas. No podemos permitirnos ningún error.
Con una última mirada a la hormiga gigante, el grupo se puso en marcha de nuevo, el peso del miedo colgando sobre sus cabezas como una nube oscura. Mientras avanzaban hacia el horizonte desértico, Ana no podía evitar pensar en cómo el mundo se había vuelto irreconocible. Cada día traía una nueva amenaza, y aunque intentaban ser fuertes, todos sabían que la lucha estaba lejos de terminar.
La noche acechaba una vez más, y con ella, las criaturas que la habitaban.
Fin del capítulo.