**Capítulo 2: Los Cazadores de Hombres**
El cielo se había oscurecido por completo cuando Ana encontró un refugio improvisado en las ruinas de lo que parecía haber sido una estación de tren. Se acomodó en una esquina del edificio derrumbado, lo suficientemente lejos de la entrada para no ser vista desde afuera. El viento seguía azotando, arrastrando polvo y escombros, pero al menos allí dentro el frío no era tan intenso. Sacó la lata de sopa de tomate de su mochila, pero dudó un momento antes de abrirla. Era todo lo que tenía.
Con un suspiro, decidió guardarla por ahora. El hambre era feroz, pero en el fondo de su ser sabía que tendría que ahorrar cualquier recurso. No podía permitirse el lujo de devorar lo poco que encontraba en un solo día. Ya había aprendido esa lección de la manera más difícil.
Afuera, el crepitar de la tormenta eléctrica llenaba el aire con una intensidad casi opresiva. Los relámpagos rasgaban el cielo como dedos gigantescos buscando desgarrar lo poco que quedaba de la tierra. Ana miró a través de los huecos en las paredes y pensó en lo fácil que sería morir ahí, en medio de la nada. Nadie sabría que había estado allí, ni siquiera los carroñeros. Su cuerpo se convertiría en polvo, olvidado como tantos otros.
Pero entonces un ruido la sacó de sus pensamientos. Esta vez, no era el crujido distante de escombros movidos por el viento. Era un sonido más sutil, algo que ella había aprendido a reconocer: pasos. Rápidos y calculados, más de uno. Alguien, o algo, se acercaba.
Ana apagó la linterna que llevaba al lado y se agachó aún más, pegándose contra la pared. El corazón le latía con fuerza, y su mano instintivamente buscó el cuchillo en su cinturón. Sabía que no estaba sola en este mundo, pero la mayor parte del tiempo eso no era una buena noticia.
El grupo que se movía afuera hablaba en voz baja, pero Ana alcanzó a escuchar algunos fragmentos de la conversación.
-Aquí había visto a alguien -dijo una voz grave, cargada de impaciencia.
-No hay nadie, Samuel. Quizá ya se fue. Pero esos rastros... son recientes -dijo otra voz más aguda, femenina, con un tono que denotaba cierta urgencia.
Ana sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No se trataba de un encuentro fortuito. Estos no eran simples sobrevivientes buscando comida. Eran algo peor. Los cazadores.
En los últimos meses, había escuchado rumores sobre ellos: grupos que no solo robaban lo que podían encontrar, sino que cazaban a otros humanos. Para ellos, la supervivencia no consistía solo en encontrar comida; también implicaba dominar a los más débiles, saquearlos y, en algunos casos, devorarlos. El canibalismo había dejado de ser un mito en las Tierras Baldías.
Ana contuvo la respiración cuando uno de los cazadores se acercó más a la entrada del edificio. Vio su silueta a través de los escombros. Un hombre alto, de hombros anchos, armado con una escopeta vieja. Tenía una lámpara colgada del pecho que iluminaba la oscuridad a su alrededor. El resplandor pasó peligrosamente cerca de donde ella se escondía.
-No estoy de humor para volver con las manos vacías, Mara -gruñó el hombre llamado Samuel, agitando su escopeta en un gesto de frustración.
La mujer a la que llamaban Mara se quedó en silencio, como si estuviera evaluando la situación. Ana la pudo ver, aunque vagamente, revisando el suelo cerca de la entrada. La cazadora parecía más sigilosa, con movimientos ágiles y un cuchillo largo en su cinturón.
-Está cerca. -Mara se agachó para inspeccionar las huellas en el suelo polvoriento. -Mira, las pisadas llevan aquí. Alguien entró a este lugar hace poco.
Ana apretó con fuerza el cuchillo en su mano. Sus músculos se tensaron, preparándose para el peor escenario. Sabía que no podía enfrentarse a un grupo de cazadores bien armados. Estaba sola, débil, y sus recursos eran escasos. Si la encontraban, no tendría oportunidad.
Por un momento, consideró salir corriendo, pero desechó la idea casi de inmediato. Correr en esta tormenta sería suicida; la tormenta eléctrica podría alcanzarla, y los cazadores la derribarían sin esfuerzo. No, la única opción que tenía era ser más astuta.
Deslizó su mirada por el espacio reducido del refugio, buscando algo que pudiera usar a su favor. No había mucho, pero justo frente a ella vio lo que alguna vez fue una sala de máquinas, ahora reducida a un montón de metal oxidado y cables. Si lograba distraerlos, tal vez podría escapar por el otro extremo del edificio.
Mientras Mara y Samuel continuaban revisando la entrada, Ana, con movimientos lentos y controlados, tiró una pequeña piedra hacia el otro lado del edificio. El sonido de la roca golpeando el metal resonó en la quietud.
-¡¿Qué fue eso?! -exclamó Samuel, girando rápidamente su lámpara hacia el ruido.
-Parece que está ahí -respondió Mara, avanzando con cautela.
Ambos se movieron hacia el lugar donde Ana había creado la distracción, y por un momento el alivio la invadió. Pero no podía relajarse. Se levantó con sigilo, manteniendo la mirada fija en los cazadores mientras se escabullía en dirección contraria. Sabía que no tenía mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que habían caído en una trampa.
Llegó a una puerta lateral oxidada que daba a lo que parecía ser una antigua vía del tren. La empujó con cuidado, el metal rechinando en protesta. Los cazadores aún estaban del otro lado, revisando entre los escombros.
El frío de la noche la golpeó de lleno cuando salió. Afuera, la tormenta rugía con más fuerza, pero Ana no podía detenerse. Corrió hacia la oscuridad, sus pasos apenas audibles entre el rugido del viento. El trueno resonaba con furia, y los relámpagos iluminaban momentáneamente el paisaje desolado. No miró atrás.
Después de unos minutos, escuchó el grito de Samuel, lleno de frustración.
-¡No hay nadie aquí! Nos engañaron.
-Debemos encontrarla -respondió Mara con frialdad. -No puede estar lejos.
Ana sabía que no iba a ser fácil. Los cazadores estaban acostumbrados a rastrear a sus presas y no se darían por vencidos tan fácilmente. Corrió más rápido, sintiendo cómo el viento intentaba frenarla con cada paso. El terreno era irregular, lleno de escombros, pero su necesidad de escapar era más fuerte que su cansancio.
De pronto, divisó una figura frente a ella, apenas visible bajo la débil luz de un relámpago. Se detuvo en seco, su corazón tamborileando en el pecho. Era otro cazador.
Esta vez no había forma de huir.
El hombre la observó con una sonrisa torcida, su silueta siniestra bajo la luz intermitente de los relámpagos. Portaba un hacha de hoja ancha y sucia, y el hambre en sus ojos era inconfundible.
-Te estábamos esperando -dijo con voz ronca.
Ana retrocedió, su mente trabajando frenéticamente en busca de una salida. A su espalda, los pasos de Mara y Samuel se acercaban.
Las opciones eran pocas. La única certeza que tenía era que no se dejaría capturar fácilmente.
Empuñó su cuchillo, sintiendo cómo la adrenalina la inundaba. Si iba a morir esa noche, lo haría luchando.
El cazador lanzó un ataque con su hacha, y Ana esquivó por poco, rodando sobre el suelo polvoriento. Sabía que no podía derrotarlo en fuerza bruta, pero si lograba mantener la distancia...
De repente, el rugido de un trueno ensordecedor llenó el aire, y un relámpago impactó el suelo a pocos metros de distancia. La explosión de luz cegó a ambos por un momento, pero fue suficiente para que Ana se lanzara hacia el cazador, apuñalándolo en el costado con todas sus fuerzas.
El hombre gritó, soltando el hacha y llevándose la mano al costado, donde la sangre comenzaba a brotar. Ana no perdió tiempo. Se giró y corrió de nuevo, sus pulmones ardiendo y su cuerpo en modo de supervivencia pura.
Esta vez no se detuvo. No podía. Los cazadores seguirían tras ella, pero la tormenta eléctrica era su único aliado.
Por ahora.
Fin del capitulo.