◊ Manuel Alonso ◊
Por la mañana, cuando llegué al colegio, dos cosas me asombraron.
La primera, que Misael estaba manteniendo una conversación con Corina y sus amigas.
La segunda, que mi corazón se aceleró repentinamente cuando tuve un breve cruce de miradas con Alexa.
A pesar de ello, traté de mantener la compostura y seguí con mi rutina como siempre.
La primera clase transcurrió con normalidad, por lo que no hubo nada relevante que llamase mi atención o despertase mi curiosidad.
Lo mismo pasó durante el receso, tiempo en el que estuve leyendo mientras que Estela y Rey coqueteaban con murmureos y reían de manera infantil; fue así hasta que me di cuenta que estaba solo y opté por salir un rato del salón.
Cuando volví para esperar el inicio de la segunda clase, Misael ya estaba en su puesto, al igual que Estela y Rey que seguían igual de acaramelados; ya tanto coqueteo me empezaba a resultar un tanto molesto.
Entonces, minutos antes de finalizar el receso, un pequeño alboroto se formó en el puesto de Corina. Había un grupo de chicas alrededor del mismo murmurando y riendo de forma traviesa; eso llamó mi atención.
Aun así, me centré en mi libro y traté de no prestarles atención, pues me resultó un asunto superficial e infantil.
De pronto, un par de minutos después, fui rodeado por ese popular grupo de amigas que, en esa ocasión, estaba comandado por una Sofía que no dudó al momento de interrogarme; quería saber quien dejó una carta en el escritorio de Corina.
Yo traté de mostrarme colaborativo e incluso eché un vistazo a la caligrafía con la que el remitente de la carta escribió el nombre de la destinataria, y tal fue mi asombro, que no pude simular mi reacción de sorpresa con la seriedad que me caracterizaba.
Las chicas, al notar mi reacción, se mostraron interesadas en saber mi respuesta, pero dado que conocía al remitente y su problema para socializar, lo mantuve en secreto hasta asegurarme de que se trataba de él.
A partir de entonces, aún con la certeza de saber que el remitente era Misael, dado que había visto su caligrafía en muchas ocasiones, esperé a que terminase la jornada académica para hablarle al respecto; admito que la curiosidad me ganó la partida.
♦♦♦
Sucedió al finalizar la segunda clase.
Alexa, antes de salir del salón de clases, cruzó miradas conmigo como si me invitase a ir con ella.
No era mucho el tiempo libre que teníamos entre la segunda y tercera clase, pero sentí que, por mínimo que fuesen los minutos que compartiese con ella, sería feliz de igual manera.
Entonces, al salir, me encontré con Alexa esperándome en la entrada de un salón.
Supe de inmediato que era un aula vacía, así que no me preocupé porque nos molestasen.
Mi emoción crecía conforme me acercaba a la entrada del salón, tanto que incluso me tropecé antes de entrar. Ella, que entró antes que yo, estaba sentada en unos de los puestos traseros, en una esquina dónde muy difícilmente podían vernos.
La risa de Alexa cuando me vio tropezar fue música para mis oídos, aunque de pronto se avergonzó y se disculpó por haberse reído.
Yo le dije que no se preocupase, e incluso resalté que su manera de reír me resultó hermosa.
Ante mi respuesta, sus mejillas se ruborizaron de una manera enternecedora.
El impacto de su belleza hizo que una ola de calor invadiese mi rostro; por eso empecé a transpirar.
—Me dedicas halagos como si no te costase hacerlo —musitó.
—¿Por qué habría de costarme resaltar lo que me resulta encantador en ti? —pregunté.
—¡Ya, tonto! No seas tan galante… Se supone que deberías estar nervioso y titubear con torpeza —replicó con notable vergüenza.
—Creo que lees muchas novelas de drama romántico… Yo soy muy seguro de mí mismo y sé que es lo que siento —aseguré.
—¿Lo que sientes? —preguntó asombrada.
—Bueno, quiero creer que lo que estoy sintiendo se relaciona con el amor, pero como no nos tenemos confianza suficiente, lo reduciré a la superficial atracción que siento por lo linda que eres —respondí, a la vez que sentía el fuerte ritmo acelerado de mi corazón; pensé que se me saldría.
—Otra vez siendo galante —musitó ella.
—Si te molesta, puedo tratar de cambiar mi comportamiento contigo, pero respecto a mis sentimientos, dejaré que se desboquen. Quiero dejarme llevar con esto que siento y descubrir hasta dónde seré capaz de llegar con tal de demostrar que, posiblemente, me esté enamorando de ti —dije—. Por cierto, ¿hice bien en seguirte?
Alexa, quien me miró fijamente a los ojos, con esas mejillas persistentemente ruborizadas, apenas asintió.
—Quería compartir un momento a solas contigo, aunque más que eso, quería tratar la herida en tu mejilla —alegó.
—Es una buena excusa para tocar mi rostro —dije con voz socarrona.
Alexa abrió los ojos de la impresión y el rubor de sus mejillas se extendió hasta sus orejas; di en el blanco con mi comentario.
—Tonto —musitó.
—Lo siento, no quise bromear contigo —dije.
—Está bien, me alegra que te sientas en confianza conmigo —respondió.
Entonces, Alexa sacó el pequeño envase de ungüento de su morral y se me acercó conforme lo destapaba.
Al estar frente a mí, percibí una combinación de aromas que me resultó agradable; el de su perfume y el mentolado del ungüento.
—Bien, aquí voy —dijo mientras se aplicaba un poco de ungüento en sus dedos medio e índice—. Me dices si te duele.
Ciertamente, tan pronto aplicó el ungüento y empezó a masajear con delicadeza, sentí un leve dolor que me hizo pestañar en un par de ocasiones, pero soporté esa pequeña incomodidad con tal de disfrutar lo cerca que estaba de mí.
—Eres muy hermosa, Alexa —dije de repente.
Mi halago la sorprendió tanto que, sin querer, presionó un poco más fuerte de lo normal, razón por la cual dejé escapar un gruñido a modo de queja.
—¡Tonto, mira lo que me hiciste hacer! —reclamó preocupada.
Ante su reacción, solo pude reaccionar con una breve risa, aunque me disculpé por tomarla desprevenida.
—Tranquila, ya no me duele… Y gracias por tomarte el tiempo de tratar mi herida, aunque ya es hora de volver a nuestro salón.
—Está bien —musitó, aún preocupada.
Entonces, tras un breve encuentro en el que pudimos acercarnos un poco más, decidimos volver a nuestro salón por separado para no levantar sospechas.
♦♦♦
Tras finalizar la última clase, cuando me preparaba para ir a mis entrenamientos de tenis, Misael se me acercó con notable nerviosismo, pues intuyó que yo sabía su secreto.
Este titubeó tanto mientras hablaba que me costó entenderlo al principio, por eso me vi en la necesidad de tranquilizarlo y decirle que no le diría nada a Corina.
—Pe…, pero decir que…, que sabes la…, la identidad del remitente es…, es lo mismo que revelarlo —reclamó Misael.
—Te equivocas. Porque no pretendo decir tu nombre. Ya eso tendrá que descubrirlo Corina, a menos que me pidas revelárselo —respondí.
—No…, no puede ser —musitó preocupado.
—No te preocupes. Al menos enorgullécete de tener expectativas altas… Te gusta una chica maravillosa, aunque no sé cómo reaccione ella al respecto —dije a modo de consuelo.
—Ten…, tengo miedo. No…, no debí escribirle esa carta —contestó con notable nerviosismo.
—El que no arriesga, no gana. Además, no es nada del otro mundo, es una carta en la que… ¿Qué es lo que escribiste? —pregunté.
Misael me miró con el ceño fruncido y luego desvió la mirada; fue un tanto enternecedor notar su vergüenza.
—¿No me dirás? —insistí.
—Traté de expresar lo…, lo que siento por ella —respondió avergonzado.
Di un par de palmadas a Misael en el hombro, con lo que pretendí darle ánimos para que se tranquilizase.
—¿Pu…, puedes hacerme un…, un favor? —preguntó.
—Depende —respondí con recelo.
—No es la gran cosa. So…, solo dile a Corina que…, que en caso de…, de que decida res…, responderme, que lo haga mediante una…, una carta.
—No prometo nada —dije.
De pronto, como si Misael la hubiese invocado, nos tomó por sorpresa la presencia de Corina, que preguntó por la identidad del remitente de manera directa.
Misael se hizo el distraído y se despidió de mí, mientras que a ella le respondí que no podía revelar nada al respecto.
De igual manera, tomé en consideración la petición de Misael y le comenté a Corina que respondiese al remitente con una carta.
Ella no se mostró conforme.
Incluso me llamó idiota antes de salir del salón de clases, aunque esbozó una sonrisa cuando dije que no se insultaba a los amigos.
Minutos después, me dirigí a las canchas de tenis y cumplí con mi jornada de entrenamiento intenso por parte del capitán López, quien ansiaba que ganase el torneo en el que me inscribí.
Fue una jornada que me dejó exhausto. Tanto que no tuve ganas de ir al taller del señor Díaz.
Sin embargo, no podía dejar de pasar la oportunidad de ganar un poco de dinero, por eso, tras despedirme del entrenador y mis compañeros del club, me propuse ir a trabajar.
Conforme iba en el autobús y esperaba que no hubiese muchas cosas que hacer en el taller, me dejé llevar por el recuerdo reciente de Alexa mientras me aplicaba ungüento en la mejilla; sonreí tontamente por eso.
Pero, más allá de sonreír tontamente ante el recuerdo de Alexa, sentí una repentina motivación que me ayudó a persuadir el agotamiento que me generó el intenso entrenamiento de tenis.
No pude evitar asombrarme por ello, aunque me alegró sentirme así, pues trabajar más tiempo en el taller implicaba generar un ingreso mayor al que solía ganar.
Sin embargo, mi motivación se fue a tierra cuando llegué al taller del señor Díaz.
La sorpresa que me llevé no fue por la cantidad de trabajo que tenían el señor Díaz y Gregorio, sino por encontrarme a estos conversando con los padres de Corina.
«¿Qué hacen ellos aquí?» Me pregunté alarmado.
«¿Querrán reclamar lo que le dije a Corina? Sí, eso debe ser», pensé para reencontrarme con la calma, pero no se trataba de eso.
—Manuel, que gusto me da verte… ¿Cómo estás? —dijo el señor Páez al saludarme.
—Hola, estoy bien, gracias por preguntar —respondí a duras penas.
—Pasamos por aquí porque queríamos conversar contigo… Ya le hemos pedido permiso al señor Díaz —comentó la señora Páez.
El señor Díaz, quien se mostró inusualmente feliz, asintió e hizo un pulgar arriba. Mientras que Gregorio estaba afligido y en silencio; eso me preocupó, pues él siempre suele estar de buen humor y bromeando con nosotros.
En fin, no tuve alternativa.
Así que subí al auto de los Páez y dejé que me llevasen con el temor de que me pidiesen explicaciones respecto a lo que le dije a Corina en su casa.
El trayecto fue silencioso e incómodo, y no supe cómo afrontar las preguntas que pensé que me harían.
Los padres de Corina me llevaron a un café ubicado en el mirador de Pereira, lo cual era una zona bastante exclusiva de la ciudad en la que estuve una sola vez junto a mamá.
Una vez que entramos al café, donde la elegancia reinaba y recibimos un trato preferencial, nos dirigimos a un área en el que los presentes iban vestidos de traje; hombres de mediana edad en su mayoría.
—Ten la libertad de pedir lo que gustes, Manuel —sugirió la señora Páez.
—Antes de hacerlo, quiero ser directo con ustedes —hice una pausa—. Con el debido respeto, ¿qué necesitan de mí? —pregunté con recelo.
—No tienes que estar a la defensiva —respondió la señora Páez.
—Cierto —continuó el señor Páez.
—Como dije, ordena lo que gustes —sugirió nuevamente la señora Páez.
Me tomé el atrevimiento de pedir un expreso y una ración de galletas de coco.
Minutos después, cuando nuestra orden fue servida, el señor Páez me miró fijamente a los ojos conforme comía una de mis galletas.
Se le notaba molesto, por eso intuí que me reclamaría por hacer llorar a Corina.
—Manuel, en primer lugar, queremos darte las gracias por haber protegido a nuestra hija de esos chicos… Corina nos reveló lo que pasó ese día —dijo el señor Páez.
Si bien me tomó por sorpresa su revelación, mantuve la compostura y di un sorbo a mi expreso; por dentro estaba alarmado y nervioso, tanto como para empezar a transpirar a pesar de encontrarme en un ambiente fresco.
De hecho, no pude responder al respecto. Por lo que dejé que siguiese hablando, aunque quien continuó fue la señora Páez.
—Corina no nos ha querido decir quiénes son esos chicos, así que hemos tomado la decisión de pedirte a ti que nos reveles sus identidades —dijo la señora Páez.
Por unos segundos entré en pánico, pues de tan solo revelar la verdad, mi plan para obtener dinero por mi silencio se estropearía.
—No sé sus nombres —respondí con fingida serenidad; incluso comí una galleta.
—¡Mientes! —exclamó el señor Páez de repente, que frunció el ceño.
—Lo siento —musité aterrado.
—¿Hay algo que te perjudique si los delatas? ¿Te tienen amenazado? —preguntó la señora Páez, quien miró por unos instantes el moretón en mi mejilla.
Apenas pude responder con un gesto de negación.
—Entonces, ¿por qué no nos dices quiénes son? —preguntó el señor Páez.
Tras un largo suspiro y aceptar que ya no tenía sentido ocultar la identidad de los idiotas, decidí ser sincero y aprovechar el momento para explicar la razón por la cual no quise revelar sus nombres.
—La verdad es que soy yo quien los estoy sobornando —revelé, antes de hacer una pausa—. Les pedí sesenta mil macros por mi silencio, ya que necesito urgentemente el dinero.
Los padres de Corina se impresionaron con ese detalle, aunque me pidieron que continuase.
—Mi aparición en ese callejón fue oportuna y casual. Nunca imaginé que enfrentaría tal situación, pero hice todo lo que pude para ayudar a Corina —dije, resignado.
Hice una pausa para tratar de encontrar las palabras que me permitiesen continuar, pues lo que estaba por revelar era una verdad que dejaba en evidencia mi poder de manipulación y oportunismo; es decir, dar a conocer una versión de mí que no quería mostrarles.
—Cuando pudo escapar y comprendí que los cinco chicos provienen de familias adineradas, opté por manipular el momento a mi favor y pedirles dinero a cambio de mi silencio.
—Vaya —musitó el señor Páez.
—¿Por qué necesitas tanto dinero? —preguntó la señora Páez, quien de repente se mostró preocupada.
—Eso es un asunto familiar, señora Páez. No me siento cómodo hablando al respecto —respondí.
—Si nos dices, podríamos ayudarte, Manuel… Sería como una forma de agradecer que salvases a Corina —replicó el señor Páez.
—Son sesenta mil macros, señor —contesté.
—Pagaría eso y más por el bienestar de mi hija, algo que lograste preservar —replicó.
—Dejando la cantidad de lado, me gustaría que me tengas la confianza de decirme por qué necesitas ese dinero —insistió la señora Páez, cuyo comportamiento se tornó maternal.
Una vez más, dejé escapar un suspiro al sentirme acorralado.
Así que no tuve otra alternativa que hablar un poco de ese pasado que tanta frustración me generó.
—Esa es la cantidad de dinero que debemos a la mafia —revelé.
—¿¡Qué!? —preguntó el señor Páez con asombro.
—¿A la mafia? —continuó la señora Páez, igual de asombrada.
—Así es, y todo fue por culpa de mi papá —revelé.
Antes de continuar, hice una pausa para dar un sorbo a mi expreso.
Esto me ayudó a mantener la calma por unos segundos; al menos los necesarios para revelar mi verdad.
—Hace cinco años, papá le pidió cien mil macros a los Cadenas rojas y entonces, de un día para otro, desapareció de nuestras vidas. Lo que supimos con el paso de los días, fue que huyó con otra mujer para invertir ese dinero. Así que más allá de serle infiel a mi mamá, nos dejó semejante deuda —respondí.
—Dios mío, y justo con los Cadenas rojas —musitó la señora Páez.
Por unos segundos, hubo un silencio que se tornó incómodo.
No tenía idea de cómo salir de esa situación que, en cuestión de minutos, estropeó mis planes.
—Manuel, lamento que estés enfrentando tal situación, y prometo que te ayudaremos, pero de momento, te pido por favor que nos digas los nombres de esos chicos —me pidió el señor Páez.
Así fue como, en una tarde, todos mis planes se estropearon por la sinceridad de una buena hija con sus padres. Por ende, terminé revelando la identidad del quinteto de idiotas y di por perdidos aquellos sesenta mil macros que pretendía conseguir en tres meses.