◊ Corina Páez ◊
Más temprano de lo habitual, Carolina entró a mi habitación para despertarme, lo cual me molestó cuando noté que eran las cinco con veinte de la mañana.
Refunfuñé varias veces en mi intento de pedir que me dejase en paz, pero insistió en que me levantase y me alistase para desayunar con nuestros padres.
Al principio me extrañó ese detalle, pues no solíamos desayunar juntos los días de semana, ya que mi hermana compraba su desayuno en la universidad y yo en el colegio.
La luz estaba encendida cuando abrí mis ojos, los cuales froté antes de que mi vista se acostumbrase a la claridad.
Se sintió extraño levantarme tan temprano, y como sabía que me costaría despertar, opté por tomar una ducha con agua fría, la cual fue efectiva para acabar con el sueño que seguía teniendo.
A pocos minutos para las seis con veinte de la mañana, cuando terminé de alistarme, bajé al comedor para encontrarme con mis padres y Carolina, a quienes saludé con un dejo de molestia.
Lorena, quien notó mi inconformidad, reclamó que no me expresase de esa forma con mis padres, por lo que me disculpé y me dirigí a mi lugar en la mesa.
Usualmente, los regaños de Lorena suelen causarles gracia a papá y mamá, pero esa mañana estaban bastantes serios, mucho más de lo normal.
«¿Qué habrá pasado?» Me pregunté, aunque no quise mostrar mi curiosidad y me senté junto a papá.
Papá cambió su semblante cuando me miró.
Incluso esbozó una sonrisa gentil después de darme los buenos días que me confundió más de lo que me reconfortó. Mamá también me saludó con amabilidad, aunque en su semblante se notaba la seriedad que en ocasiones la caracterizaba.
—Hija, ¿cómo te estás llevando con Manuel? —preguntó papá de repente.
Más que inesperada, fue una pregunta bastante extraña y tal vez fuera de lugar, aunque respondí con fingida serenidad.
—Pues, debo decir que al principio me costó hablarle. Sobre todo el lunes. Pero, ese misma día comprendí que no servía de nada mostrarme caprichosa por algo que creí que sentía. Además, tengo otros asuntos en los cuales volcar mi atención —respondí.
Mi curiosidad en esos días estaba centrada totalmente en el remitente de la carta.
—Entiendo —musitó papá, a la vez que daba un sorbo a su café.
—Si hay algo que creo resaltante y debo mencionar de Manuel, es que, cuando habló el sábado del tipo de chica que le gustaba, estaba describiendo a Alexa —revelé.
—¿Alexa? —preguntó Carolina con repentino interés.
—Entonces sí que tiene altas expectativas ese muchacho —dijo mamá, quien de pronto centró su mirada en mí—, y no me malinterpretes, hija, pero tanto tú como yo sabemos que esa muchacha, más allá de ser hermosa, es una jovencita maravillosa y educada.
—Te entiendo, mamá. Es más, hasta me alegro por ella, porque me confesó que también le gusta Manuel —dije.
En temas de romance, quienes se mostraron interesadas fueron mamá y mi hermana, pues papá apenas se limitó a observarnos con notable confusión.
—Supongo que esos dos son tal para cual, ¿verdad? —preguntó mi hermana.
—Pues sí, supongo que sí. Tanto Alexa como Manuel son excelentes estudiantes, además de responsables y destacados en sus clubes. Ambos aman la lectura y, de hecho, Alexa tiene un futuro prometedor si considera dedicarse a la escritura. Sin embargo, dado que ella es demasiado tímida, no sé si puedan acercarse lo suficiente a Manuel, al menos lo necesario para llamar su atención —respondí.
—Bueno, ya está bien de temas superficiales —intervino papá—. Hablemos de lo que realmente importa en esta mañana.
Mi hermana y yo nos mostramos confundidas, pero mantuvimos silencio con tal de escuchar lo que papá quería informar.
—Bien, en primer lugar, hemos decidido contratar un equipo de escoltas que cuidará de ustedes de encubierto y a una distancia prudente —reveló papá, haciendo que nos extrañásemos.
Carolina demostró inconformidad con la noticia, pero no se opuso a la decisión de papá, pues tuvo la madurez de comprender que era por nuestro bien; sobre todo al considerar lo que me pasó en el callejón.
—Segundo, ambas contarán con un transportista que se encargará de llevarlas a sus institutos y traerlas a casa —continuó.
Eso también me pareció sensato por parte de papá, aunque a Carolina no le resultó agradable, según lo que percibí en su reacción.
—Y tercero, hemos tomado la decisión de denunciar el crimen de acoso que sufrió Corina —reveló papá finalmente.
—¿¡Qué!? —exclamé alarmada.
Muy pocas veces soy de replicar de tal manera, pero me impactó tanto esa revelación que no pude evitar levantarme del asombro, aunque me senté rápido ante la mirada severa de mamá.
—¿Cómo harías tal cosa si no sabes quiénes fueron? —pregunté, en un vago intento de recuperar la calma.
—Manuel nos lo contó todo —respondió mamá con voz severa, aunque se notaba un atisbo de preocupación.
—¿¡Cuándo!? —inquirí con repentina molestia.
—¡Corina! —replicó papá con severidad, logrando que finalmente recuperase la calma.
—Lo siento, pero es que me molesta un poco lo que hicieron —objeté.
—Lo entendemos, hija, pero tuvimos que hacerlo, pues sabíamos que no hablarías de ello —dijo mamá.
—Bueno, ya que están al tanto de todo, les pido por favor que no sean quisquillosas y que respeten al personal que estará trabajando con ustedes a partir de hoy —continuó papá.
Minutos después, luego de terminar de desayunar, papá nos guió a Carolina y a mí hasta el jardín frontal de la casa, donde de vez en cuando solíamos reunirnos para merendar y disfrutar algunas tardes frescas en familia.
Ahí, nos esperaba un joven apuesto y elegantemente vestido que se mostró serio desde nuestro primer cruce de miradas.
Lucía bastante joven para ser el responsable de nuestro transporte, aunque no objetamos por ser la elección de papá.
—Niñas, él es Gregorio Martínez, y será su transportista personal… Pueden contar con él para sus diligencias y salidas —dijo papá al presentarlo.
Carolina hizo un gesto de desagrado, mientras que yo traté de parecer lo más amable posible.
El susodicho Gregorio frunció el ceño ante la reacción de Carolina, pero de igual manera se acercó a nosotras para presentarse con una formalidad que nos asombró a ambas.
De pronto, cuando le estrechó la mano a mi hermana y la miró fijamente a los ojos, esta no pudo evitar ruborizarse y desviar la mirada; evidentemente, quedó cautivada.
—Gregorio estará a su disposición desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde. En ese periodo de tiempo, dispondrán de sus servicios —aclaró papá para romper el ambiente incómodo que se generó de repente entre Gregorio y mi hermana.
—Eso quiere decir que podría llamarlo para que me lleve a mis amigas y a mí a… ¿Un café, por ejemplo? —pregunté.
—Así es, salvo que esté ocupado con alguna de mis exigencias —respondió papá.
Carolina permaneció en silencio mientras seguía viendo a Gregorio, quien al notar su mirada esbozó una sonrisa gentil que la hizo reaccionar tontamente.
Fue un tanto agradable ver ese lado de mi hermana, quien, más allá de mostrarse seria y fingir estar en desacuerdo con papá, me resultó tierna por ser esa su manera de intentar captar la atención de Gregorio.
—Señor, si me permite, ya que dejará el auto bajo mi responsabilidad, también me ofrezco para realizar transporte fuera de mi horario laboral, en caso de estar libre, claro… Ya que ellas tendrán mi información de contacto y podrían consultar si cuento con disponibilidad de tiempo —sugirió Gregorio.
—No pagamos horas extras —alegó Carolina.
—No podría aceptar tal cosa, señorita —replicó Gregorio—. El señor ha tenido la amabilidad de asignarme un auto para depender de él en mis diligencias y obligaciones personales, por lo que no aceptaría pago de horas extras.
—¿Es eso en serio, papá? —pregunté.
—Así es, Gregorio necesita un medio de transporte que le permita trasladarse a la universidad, así que le ofrecí ese beneficio —respondió papá.
Hubiésemos seguido hablando de Gregorio y sus responsabilidades, pero ya era hora de irnos.
Así que nos despedimos de papá, que nos deseó un buen día, y esperamos a que nuestro nuevo empleado fuese a buscar el auto en el garaje.
♦♦♦
Gregorio llevó primero a Carolina hasta la universidad, pues esta quedaba más cerca de casa y mi hermana insistió en que quería llegar temprano.
El comportamiento de Carolina se tornó bastante caprichoso frente a Gregorio que, para mi asombro, soportó hasta el mal carácter que mi hermana fingió para desesperarlo.
Yo, por mi parte, podía llegar a las ocho de la mañana, pues el profesor nos había avisado por medio de un grupo en WhatsApp que, por problemas personales llegaría un poco tarde al colegio.
Así que le pedí a Gregorio que no se apresurase y que condujese a una velocidad prudente.
Durante el trayecto hasta el colegio, Gregorio se mantuvo serio y silencioso, por lo que me resultó un poco incómodo estar a solas con él.
Sin embargo, esa seriedad se desvaneció tan pronto entramos al estacionamiento del colegio, justo cuando Manuel se dirigía a la entrada del edificio principal.
Gregorio se alegró al verlo, tanto que aparcó el auto y apagó el motor del mismo para bajar y correr hacia Manuel, a quien abrazó de manera efusiva.
Manuel estaba asombrado e incómodo, pero de pronto empezó a reír como nunca lo había visto; fue algo inusual.
«¿Serán familiares?» Me pregunté.
Para despejar mis dudas, bajé del auto y me dirigí hacia ellos, justo cuando Gregorio le explicaba a Manuel que sus labores en un taller habían terminado, pero que papá lo contrató cómo nuestro chofer personal.
—¿En serio? Esa sí que es buena noticia… Pero, ¿entonces quién ayudará al señor Díaz? —preguntó Manuel con repentina preocupación.
—Bueno, para ser honesto… Ah, hola, señorita —dijo Gregorio al percatarse de mi presencia.
Apenas asentí a su saludo para que no perdiese la secuencia de su conversación con Manuel.
—Bien, como te decía, lo que más o menos entendí de lo que me contó el señor Díaz es que el señor Páez le ofreció una sociedad que le permitirá jubilarse, pero también seguir generando ingresos con su taller —reveló Gregorio.
—Entiendo —musitó Manuel —. Pero dime, ¿por qué estabas tan preocupado ayer cuando llegué al taller?
—En ese momento, tenía miedo. Pensé que me quedaría desempleado, pero por la noche, el señor Páez se comunicó conmigo para contratarme de inmediato como el chofer de sus hijas… Y, aquí estoy —respondió Gregorio con notable alegría.
Manuel se mostró pensativo por unos segundos.
—Ya veo… En ese caso me alegro mucho por ti, aunque sí que me resulta raro verte con una apariencia distinta a la que acostumbrabas… Hasta luces más joven, mejor dicho, como un chico de tu edad —comentó Manuel.
—Sí, hasta yo me siento diferente… Anoche mismo le fui a pedir este traje prestado a mi hermano mayor y le pedí que me cortase el cabello, ya que es estilista —dijo Gregorio.
Me resultó encantadora la forma en que Gregorio presumió de su atuendo ante Manuel, que se limitó a sonreír como si fuese un chico que admiraba a su hermano mayor.
Pero, a fin de cuentas, después de ese peculiar momento que me asombró por instantes, nos despedimos de Gregorio y nos dirigimos a nuestro salón de clases, aunque al principio me resultó incómodo el silencio que hubo entre Manuel y yo.
—Déjame decirte que tendrás un excelente empleado, pero sería genial si lo empezases a ver como un amigo… No te arrepentirás de tener confianza con él —dijo Manuel de repente.
—Se ve que es súper alegre y amable, aunque esta mañana fue bastante serio y formal —respondí.
—Lo más seguro es que solo haya querido dejar una buena impresión, pero también hay una gran posibilidad de que estuviese actuando, porque es bastante ocurrente y espontáneo —reveló.
—Entiendo… La verdad es que me asombró bastante la forma en que cambió su personalidad al verte —dije.
—Sí, es bastante alocado en ocasiones… Por eso mi trabajo en el taller era ameno, porque Gregorio siempre estaba haciéndonos reír —contestó Manuel, esbozando una sonrisa que lo hizo ver como un chico de su edad.
Entonces, nuestra conversación terminó cuando llegamos a nuestro salón de clases, donde ya estaban casi todos nuestros compañeros conversando y esperando el inicio de la primera clase.
Minutos después, la primera hora de clases inició y transcurrió con normalidad, a pesar de lo preocupado que se notaba el profesor; tal vez enfrentaba algún problema familiar.
♦♦♦
Tan pronto finalizó la primera clase, Manuel siguió su rutina de siempre al sacar su lonchera de su morral y salió del salón, algo que también hizo Alexa a los pocos segundos.
Era de esperar que estos empezasen a compartir su tiempo, aunque casi nadie sabía de la relación entre ellos; tampoco era mi obligación hablar de ello.
Por mi parte, y considerando que el remitente había recibido mi carta el día anterior por medio de Manuel, me dirigí a la azotea del colegio, pues en mi ultimátum le pedí que nos encontrásemos ahí.
Fue la primera vez en mis tres años como estudiante del colegio San Sebastián que subí a una de las azoteas, y no porque me asustasen las leyendas que los mismos estudiantes inventaron, sino que simplemente no tenía nada que hacer ahí.
Al llegar al último piso, me encontré con la puerta de salida levemente abierta, lo cual me extrañó, aunque no perdí tiempo indagando la razón.
Una vez que estuve en la azotea, sentí una sensación gratificante por mirar un sitio diferente en el colegio, y hasta me resultó lindo por el pequeño jardín central rodeado de arbustos que embellecía bastante el lugar.
Admito que esperaba encontrarme con un sitio abandonado y sucio, pero la azotea era un lugar espacioso y limpio.
Antes de recorrer el lugar y buscar una zona en la que el remitente pudiese encontrarme con facilidad, me llamó la atención un movimiento extraño detrás de unos arbustos en el bello jardín central, por lo que me acerqué con cautela para encontrar a alguien a quien no esperaba ver; Misael.
Su mirada estaba fija a unos metros frente a él, hacia un área en la que otros arbustos daban una privacidad increíble, junto al cercado en el borde del edificio y donde una pareja yacía sentada en una banca.
Al percatarme de quiénes eran, hice lo mismo que Misael y me agaché, pues no quería romper ese ambiente romántico que derrochaban, aunque sí me acerqué a quien se convirtió en mi compañero espía.
—Es de muy mal gusto espiar así a tus compañeros de clases —dije con un susurro.
Misael se sobresaltó, pero no emitió grito alguno.
El pobre se ruborizó cuando me vio, a pesar de pedirle que se calmase.
—No…, no vine a espiarlos, solo me…, me encontré con ellos de casualidad —musitó, notablemente nervioso.
No supe si estaba nervioso por descubrirlo espiando, o porque simplemente le resultaba incómoda mi presencia.
—Ya veo, por eso dejaste la puerta levemente abierta. Pero dime una cosa, ¿crees que esos dos ya sean novios? —pregunté.
—No…, no puedo confirmarlo todavía —alegó Misael.
—Entiendo —hice una pausa y me centré en las reacciones de Misael, quien parecía recuperar la calma —. Pero dime, ¿qué haces aquí husmeando? —pregunté con voz socarrona.
—No vine a…, a husmear —respondió avergonzado.
—¿Entonces? —insistí.
—Me…, me pediste que nos…, nos encontrásemos aquí, pero con…, con ellos ahí no…, no creo que podamos conversar —respondió.
—¿Tú eres el remitente? —pregunté asombrada.
Misael apenas asintió sin mirarme, y de pronto abrió los ojos de la impresión a la vez que señalaba en dirección de Manuel y Alexa.
Cuando miré hacia ellos, también abrí los ojos de la impresión, pues, después de un abrazo que resultó tierno, se dieron un beso en los labios a pesar de la vergüenza que afrontaron; sus rostros estaban totalmente enrojecidos.
Entonces, dado que Manuel y Alexa estaban compartiendo un momento íntimo que no debimos espiar, le pedí a Misael que nos marchásemos en silencio, pero este hizo un gesto de negación.
—No podemos marcharnos —alegó Misael.
—Ay, no. No quiero quedarme aquí esperando —dije con inconformidad.
—Lamento ser…, ser yo quien esté aquí contigo —contestó, repentinamente afligido.
—No es por eso, tonto… Es solo que no quiero seguir esperando aquí —respondí inconforme.
Misael respiró profundo y dejó escapar un suspiro; se le notó algo molesto, razón por la cual también me molesté un poco.
—Debemos esperar —alegó.
Minutos después, tan pronto terminó el receso y finalmente Manuel y Alexa abandonaron la azotea, Misael y yo pudimos levantarnos.
Él evitó mirarme conforme nos estirábamos.
Se le notaba avergonzado.
Por eso traté de ser sutil al momento de preguntarle por la carta que me escribió.
—Oye, sobre la carta…
—Tranquila —dijo al interrumpirme—. No le des importancia.
—¿Cómo no hacerlo? —repliqué.
—Pues, se…, se trata de mí. ¿No…, no te decepciona eso? —inquirió avergonzado.
—No, la verdad no —respondí, tratando de demostrarle mi honestidad.
—Ya veo —musitó, una vez más demostrando una repentina aflicción.
—¿Por qué eres tan inseguro? —pregunté, pues me costó entender que un chico tan apuesto como él fuese así.
—No…, no lo sé, siempre he…, he sido así —respondió, aún afligido y esbozando una media sonrisa que me hizo sentir un tanto desesperada.
La conversación no nos llevaría a ningún lado y, además, debíamos volver a nuestro salón de clases.
—Oye, las cosas que me escribiste realmente me gustaron, pero no sé cómo responder al respecto, así que te propongo lo siguiente… ¿Te parece si vamos a un café al finalizar nuestra jornada académica? —pregunté.
Misael me miró fijamente cuando escuchó mi sugerencia.
Un particular brillo en sus bellos ojos azules me permitió descubrir lo emocionado que estaba por ello; incluso se ruborizó.
—¿Lo…, lo dices en…, en serio? —inquirió, algo cauteloso.
—Claro que yes... Además, podríamos hablar de los nuevos tortolitos, ya que eres amigo de Manuel —respondí con amabilidad.
—Sobre eso, es…, estoy muy avergonzado por…, por espiarlos, pero cuando llegué tuve que…, que esconderme tan pronto los…, los vi. Nunca esperé encontrármelos aquí —reveló.
—Hacen una bonita pareja, ¿verdad? —pregunté.
Misael asintió e inició su caminata de regreso, lo cual también hice, aunque de pronto me tropecé y me agarré de sus hombros para no caerme.
—¿Estás bien? —preguntó Misael.
—Sí —musité, avergonzada.
Miré mis manos por unos instantes, pues había sentido una firmeza increíble en los hombros de Misael.
—¿Haces ejercicio? —pregunté con timidez.
—Sí, es muy…, muy necesario para lo que…, hago —respondió avergonzado.
—¿Lo que haces? —insistí con repentino interés.
—Sí —musitó con nerviosismo—. Practico algunas artes marciales.
—¿En serio? —pregunté asombrada.
Misael asintió con persistente vergüenza, pero lo bueno fue que se mostró un poco abierto a seguirme la conversación hasta que regresamos al salón de clases, donde nos encontramos a un Manuel bastante ruborizado y una Alexa centrada en sus notas con las orejas enrojecidas.
Como sabíamos la razón, Misael y yo cruzamos miradas y sonreímos; fue un tanto divertido tener un cómplice en ese momento.