◊ Manuel Alonso ◊
—Hijo, esta noche nos reuniremos con los señores Páez —comentó Mamá.
Recién salía de mi habitación después de haberme alistado para irme al colegio.
La invitación de los Páez me asombró tanto que los recuerdos de mi primer beso pasaron a segundo plano.
Mi intención desde el día anterior, al llegar a casa, era hablarle a mamá de mi relación con Alexa, sobre todo cuando preguntó el motivo de mi buen humor.
Sin embargo, la alegría y el nerviosismo no me permitieron hablar de ello en ese momento; de hecho, ni siquiera cené.
—Al señor Páez se le escuchó bastante agradecido con lo que hiciste por su hija, por eso nos invitó a cenar a modo de compensación —dijo mamá, muy emocionada.
—Sí, supuse que haría eso —contesté.
—¿Qué pasa? ¿No te agrada la idea? —preguntó mamá, extrañada.
—No es que no me agrade. Es solo que no me sienta bien la idea de recibir tal muestra de gratitud —respondí, evitando revelar las intenciones del señor Páez.
—Bueno, es solo una cena de agradecimiento, nada perdemos con asistir. Además, así podrías usar el smoking que te compré, ya que iremos a un sitio elegante —comentó mamá con persistente emoción.
Si no fuese por lo que quería proponer el señor Páez, estaría encantado por el simple hecho de ver a mamá tan emocionada.
—Sí, supongo que es buen momento para vestir con elegancia —musité—. Bueno, me voy, ten un excelente día, te amo.
—Cuídate, hijo, yo también te amo —respondió mamá con alegría.
Como siempre, al salir del departamento, mi primer destino fue el restaurante del señor Segovia, lugar en el que fui recibido por mi amable jefe, que fumaba un cigarrillo fuera de su negocio.
El señor Segovia se mostró un poco más alegre de lo normal, razón por la cual intuí que había tenido una excelente jornada en la noche anterior, así que fui a realizar mis labores para descubrir que mi intuición fue certera.
Como era bastante el trabajo que tenía por delante, no perdí mi tiempo conversando con mi jefe y me centré en mis labores, las cuales terminé en cuarenta minutos.
Tras recibir mi paga, me despedí del señor Segovia deseándole un buen día y pidiéndole que dejase de fumar, pues cada vez eran más las colillas de cigarrillo que se acumulaban en el basurero.
Minutos después, antes de llegar al colegio, esperé un rato afuera con la esperanza de encontrarme con Gregorio, pero dado que el tiempo transcurrió y no llegaba, intuí que ya había dejado a Corina temprano.
Cuando entré al salón de clases, confirmé que Corina ya estaba presente.
Ella tomaba algunas notas junto a Sofía y Anabel, y se les notaba un poco desesperadas, aunque no quise intervenir.
En cuanto a Alexa, a quien anhelé ver desde que llegué al colegio, no estaba presente, aunque el recuerdo de nuestro primer beso fue suficiente para reconfortarme.
Entonces, tan pronto me senté en mi puesto, giré mi vista hacia Misael, quien al cruzar miradas conmigo, miró a otro lado con rapidez; se le notó inusualmente nervioso.
Fueron muchas las hipótesis que se me vinieron a la mente respecto a su reacción, pero la que más me convenció fue que había logrado un gran avance con Corina durante su cita.
Me hubiese gustado preguntarle a Misael cómo le fue con Corina, pero preferí sacar el libro que estaba leyendo y me centré en mi pasatiempo mientras esperaba la llegada de la profesora.
—Buen día, Manuel —dijo Corina de repente al saludarme—. ¿Qué tal te fue con papá?
—Buen día —respondí con un dejo de molestia, pues apenas había leído un párrafo del libro—. Digamos que bastante incómodo.
—¿Eh? ¿Por qué? —preguntó confundida.
—Supongo que te enterarás más tarde —respondí, intuyendo que estaría presente en la cena de agradecimiento de sus padres.
Corina siguió mostrándose confundida, por lo que cambié de tema para no revelar las intenciones del señor Páez.
—¿Qué tal tu cita con Misael? —pregunté en voz baja.
—No fue una cita —replicó con repentino nerviosismo—, aunque estuvo bien. Lo único que me resultó un tanto molesto fue su timidez.
—¿Timidez? —pregunté, confundido.
—Sí, le costó mucho expresarse… No entendí casi nada de lo que me quiso decir —respondió.
—Bueno, no es para menos estando frente a la chica que le gusta —alegué.
Ante mis palabras, Corina reaccionó de manera infantil y se ruborizó; se vio bastante tierna.
—Me asombra la facilidad con la que dices esas cosas —dijo con notable vergüenza.
—Solo estoy diciendo la verdad —contesté con indiferencia.
Corina frunció el ceño ante mi indiferencia e incluso hizo un puchero.
—¿Qué? ¿Acaso te molesta lo que dije? —pregunté.
—No, pero es molesto que seas tan indiferente conmigo mientras que con Alexa eres todo lo contrario —respondió a modo de reclamo.
No pude evitar sonreír ante tales palabras, y aunque no quise replicar al respecto, terminé haciéndolo para dejar las cosas claras.
—Corina, simplemente no hay comparación. Aunque te empecé a considerar una amiga, Alexa es la chica de la que me enamoré —dije con un dejo de orgullo y nerviosismo.
—¿¡Qué!? —preguntó alarmada una repentina voz familiar.
Cuando giramos hacia ella, nos encontramos con una Alexa con el rostro enrojecido por la vergüenza, mientras me miraba fijamente a los ojos.
—¡Eso fue una declaración de amor, damas y caballeros! —exclamó Anabel de repente con voz socarrona; estaba husmeando nuestra conversación.
De pronto, a causa de Anabel, Alexa y yo nos convertimos en el centro de atención, razón por la cual pude comprender cómo se sentía mi novia.
—¿Qué dices al respecto, Alexa? —le preguntó Sofía.
—¿Eh? ¿Yo? —preguntó Alexa con notable nerviosismo.
—Así es. Manuel acaba de confesar que está enamorado de ti, ¿cuál es tu respuesta? —insistió Sofía.
Por lo que noté, Alexa no había mencionado nada a sus amigas, pues más allá del alboroto que armaron, se las notaba bastante asombradas.
—Yo…, yo…
Alexa sucumbió a la presión, pero aun así fue valiente y respondió.
—Yo también estoy enamorada de Manuel —respondió, con una combinación de vergüenza y orgullo.
A partir de entonces, fuimos el centro de atención, lo cual resultó más incómodo de lo que imaginé.
♦♦♦
Durante la primera clase, crucé miradas con Alexa en varias ocasiones, y tontamente nos dedicábamos sonrisas que alborotaban a nuestros espectadores; murmureos y risitas se escuchaban con claridad.
De hecho, un chico detrás de mí con quien nunca había hablado me dirigió la palabra con una confianza que me dejó asombrado, aunque no me mostré igual de sociable con él; respondí a sus preguntas con palabras unísonas.
—Debo decir que no esperaba algo así —comentó cuando terminó de hacerme preguntas.
No quise seguir respondiendo, pues eso implicaba entrar en detalles que no quería revelar a alguien con quien no tenía un mínimo trato de confianza.
—Oye, ya que hay algo entre ustedes, ¿podrías presentarme a Sofía? —preguntó.
A su petición, respondí con un gesto de negación, y no por la imposibilidad de hacerlo, sino porque me resultó detestable que quisiese acercarse a la amiga de mi novia por medio de mi influencia.
—¿Por qué? Nada te cuesta —insistió.
—¡Almada! —intervino la profesora al reclamarle—. ¡No molestes más a Mora! Si sigues molestándolo, tendré que pedirte que te salgas de la clase.
No pude evitar sonreír, aunque esa alegría se esfumó ante las palabras de Almada en contra de la profesora.
—Maldita zorra —murmuró para sí mismo.
Molestarme por ello y querer hacerme el héroe traería problemas que no quise tener, así que opté por ignorarle y hablar de eso con la profesora tan pronto finalizase la clase.
Minutos después de que terminase la primera clase, Alexa se acercó a mi puesto y me saludó con una confianza que me asombró.
Ante su repentina presencia, me puse nervioso, tanto por las miradas que se dirigieron a nosotros como por el recuerdo de nuestro primer beso; de hecho, miré fijamente sus labios.
Alexa esbozó una sonrisa traviesa al percatarse de mi mirada, aunque no se centró en ello y optó por invitarme a un restaurante cercano para desayunar.
—¿Un restaurante? Pero, si ya traje mi desayuno —dije confundido.
—No importa, solo quiero que me acompañes, ya que olvidé preparar mi desayuno —respondió con simpatía.
—Si es lo que deseas, será todo un placer acompañarte —dije encantado—. Por cierto, estás muy hermosa el día de hoy.
Mi halago, más que incómodo, se sintió bastante forzado, pero dado que Alexa realmente se veía hermosa con su elegante elección de ropa, esas sensaciones pasaron a segundo plano.
Pensé que mi halago la haría sentir avergonzada al punto de ruborizarse, pero Alexa demostró seguridad al momento de responder.
—Quiero estar hermosa para ti, por eso me esfuerzo —musitó al acercarse un poco a mí.
Con esas palabras terminó de flecharme, así que tomé mi morral y agarré su mano para salir del salón de clases; ella entrelazó sus dedos con los míos.
Minutos después, llegamos a un restaurante elegante y acogedor que contaba apenas con dos jóvenes camareras que saludaron a Alexa con alegría tan pronto entramos.
Yo me sentí un poco fuera de lugar, pues mi apariencia era bastante simple en comparación con la de ella, a quien le repitieron en varias ocasiones lo hermosa que estaba.
—Disculpen, ¿puedo comer mi desayuno aquí? —pregunté de repente—. Compraré una bebida.
—Ah, sí, por favor, tome asiento —sugirió una de las camareras.
—Gracias… ¿Dónde nos sentamos? —le pregunté a Alexa.
—¿Eh? ¿Él viene contigo? —preguntó la otra camarera.
—Sí —musitó Alexa—. Él es mi novio.
—¡Novio! —exclamaron ambas, casi al unísono.
Alexa apenas asintió, mientras que las chicas no se abstuvieron al momento de analizarme.
Me avergonzó un poco la forma en que lo hicieron, pero de igual manera mantuve la compostura y me presenté educadamente.
—Disculpen por no presentarme adecuadamente… Mi nombre es Manuel Alonso. Empecé una relación con Alexa ayer y espero que esto no les genere alguna incomodidad.
Las chicas miraron a Alexa, quien me miraba encantada tras mi presentación.
—Tienes buen gusto, Alexa —le dijo una de ellas—. Mi nombre es Fiorella, y ella es mi hermana menor, Emily… Es un placer conocerte, Manuel. Nosotras fuimos a la misma primaria que Alexa.
—El placer es mío —respondí.
—Oye, Alexa, ¿y ya las chicas saben de esto? —preguntó Emily.
—Sí, solo falta contárselo a nuestros padres, pero apenas empezamos a salir ayer, así que no creo que sea necesario todavía —respondió.
Esa respuesta me hizo pensar en mamá, a quien le quise hablar de mi primera relación y mi primer beso.
No tenía idea de cómo se lo iba a tomar, pero ya no quería ocultarle nada de mi vida personal.
A fin de cuentas, Alexa ordenó su desayuno y yo me centré en el mío sin necesidad de pedir nada, pues las chicas me ofrecieron a modo de cortesía un delicioso jugo de fresa.
Al principio me negué a aceptarlo, pero dijeron que era cortesía de la casa, alegando que sus padres eran los propietarios del restaurante.
Mi tiempo con Alexa fue gratificante y reconfortante, aun cuando solo nos limitamos a conversar de temas relacionados con una afición que teníamos en común; la lectura.
Me sentó bien compartir tiempo con ella sin esa presión que imaginé que sentiríamos a causa de nuestro primer beso, aunque por dentro, desee con desespero que nos volviésemos a besar.
♦♦♦
Más tarde, de camino a casa y a pesar de sentirme agotado por el entrenamiento de voleibol, pasé por el taller del señor Díaz para felicitarlo por su jubilación.
Este se extrañó al verme en su taller, aunque le dije que ya sabía todo respecto a la sociedad con el señor Páez.
El señor Díaz se mostró emocionado con la idea de la sociedad, al igual que su esposa, que se le acercaba para darle un vaso con agua.
Mi exjefe tenía sesenta años de edad, al igual que su esposa, y en el poco tiempo que tuvo para contarme de su vida, me reveló que fundó su taller a los veinte cuando recibió la herencia de su abuelo.
Fue una época en la que no sabía cómo afrontar el inesperado embarazo de la señora Díaz, quien lo alentó a invertir el dinero en un negocio que él conocía perfectamente gracias a las enseñanzas de su padre.
Obviamente, no le fue bien al principio, ya que pocos confiaban en un muchacho de veinte años al que tildaron de inexperto, pero conforme pasó el tiempo, el señor Díaz fue haciendo clientes hasta que logró sacar su negocio adelante.
Gracias a ello, pagó la educación de sus dos hijos, quienes se formaron profesionalmente y se independizaron agradecidos por los esfuerzos de sus padres.
Estos, teniendo en consideración el esfuerzo que invirtieron por el bien de sus futuros, les enviaban dinero todas las semanas, ya que vivían en otras ciudades; las visitas se limitaban a las temporadas vacacionales.
Con el dinero que sus hijos le enviaban, el señor Días pudo haberse jubilado mucho antes de lo estimado, pero alegó que mientras estuviese en condiciones, seguiría trabajando.
Cuando lo vi trabajando en ese único carro que había en el taller, a modo de agradecimiento por dejarme trabajar por tres años bajo su protección y enseñanza, decidí ayudarle sin esperar una remuneración a cambio; gracias a mi intervención, terminó antes de lo estimado.
—¡Vaya! Jamás imaginé que este sería mi último trabajo como mecánico —comentó tras secar el sudor de su frente con un pañuelo.
—Es un honor haber ayudado en este último trabajo, señor —dije.
El señor Díaz me miró con orgullo, cual padre que mira a un hijo. Mejor dicho, como me hubiese gustado que papá me mirase entonces por ser uno de los estudiantes más destacados del colegio.
—Eres un buen muchacho, Manuel… Lo supe desde el primer momento en que llegaste pidiendo trabajo —dijo.
Me resultó imposible omitir el recuerdo de aquella tarde en que salí del colegio, caminando por las principales avenidas en busca de otro trabajo que me permitiese complementar el ingreso que generaba en el restaurante del señor Segovia.
Fue una tarde agotadora y desalentadora, pues en cada establecimiento en el que solicité empleo, me rechazaban por mi edad.
La frustración de aquel entonces no me permitió comprender ese detalle, por eso estaba enojado hasta que llegué al taller del señor Díaz, donde deposité mis últimas esperanzas.
Anduve deambulando por unos segundos hasta que me encontré con el señor Díaz, quien se mostró confundido ante mi repentina y educada presentación.
De pronto, se presentó un chico con el que cruzó miradas; era Gregorio, que se mostró un poco receloso a pesar de su intento para persuadir mi mal humor.
Ambos, aunque me trataron bien, evidentemente intentaron deshacerse de mí al creer que pediría limosnas.
Por eso tuve que ser contundente cuando revelé que quería trabajar, a pesar de no saber nada de mecánica.
Estaba dispuesto a aprender sobre la labor mientras ayudaba en actividades que ellos, por falta de tiempo, no podían hacer; todo con tal de ganar un poco más de dinero.
No sé si fue mi desesperación o determinación lo que convenció al señor Díaz, pero esa misma tarde, me dijo que limpiase algunas bujías a cambio de veinte macros, lo cual me alegró como en días no me alegraba.
De hecho, hice ese trabajo con tal euforia y disposición de aprender, que terminé a pocos minutos de recibir las indicaciones de Gregorio.
—En tres años, has crecido bastante, Manuel, y notar ese crecimiento a diario me hizo recordar la etapa adolescente de mis hijos. Por eso te tengo en alta estima —dijo, logrando que saliese del mundo de mis recuerdos.
—Yo también lo tengo en alta estima, señor. Muchísimas gracias por las oportunidades que me brindó desde el primer día, además de todo lo que me enseñó… Significa mucho para mí —respondí.
El señor Díaz dio un par de palmadas en mi espalda y me pidió que pasase por la oficina retirando mi paga, aunque le pedí que no era necesario.
Él insistió al respecto y, a modo de agradecimiento, más que por el trabajo, le pidió a su esposa que me diese ciento cincuenta macros.
Sabía que no tenía caso que me negase a aceptarlo, así que agradecí nuevamente por todo y le deseé una feliz jubilación, tanto a él como a su esposa.
Cuando salí del taller y caminé hasta la parada, deteniéndome en esta para echar un último vistazo a ese lugar lleno de recuerdos, no pude evitar sentir un gran vacío en mi pecho.
De hecho, esa sensación la tuve durante todo el trayecto a casa, el cual recorrí caminando lento con la esperanza de no mostrarle a mamá mi aflicción.