Dante caminaba lentamente por las calles de la ciudad, observando su entorno con una mezcla de asco y diversión. Se había burlado del concepto de civilización que los aldeanos y el caballero mencionaban, pero lo que estaba viendo ahora era incluso peor de lo que imaginaba. Al principio, había esperado algo más refinado que la aldea donde había pasado el invierno, pero la realidad era mucho más sucia de lo que esperaba.
Las calles estaban llenas de excrementos. La gente tiraba sus desechos directamente por las ventanas a la calle sin ningún reparo, y el estiércol de caballo se acumulaba en cada esquina. Las moscas revoloteaban por todas partes, y el hedor era insoportable. Comparado con este lugar, la aldea rural parecía un paraíso de limpieza.
—¿Esto es lo que llaman civilización? —se rió para sí mismo, sacudiendo la cabeza—. Parece más bien un basurero gigante.
Mientras caminaba, esquivando los charcos de inmundicia, comenzó a pensar en su próximo movimiento. El caballero Sir Alric le había dado un lugar temporal donde dejar su carro, pero Dante quería algo más. No iba a estar compartiendo espacio con otros por mucho tiempo. Necesitaba su propio sitio, algo más acorde con su estilo. ¿Pero qué opciones había en esta ciudad asquerosa? No tenía claro si debía buscar una taberna, una casa o algún tipo de hotel, si es que tal cosa existía en este maldito mundo.
—¿Habrá algo así como un hotel en este sitio de mierda? —murmuró, mientras continuaba caminando.
La ciudad, aunque sucia, estaba llena de movimiento. Los mercaderes gritaban en los mercados, vendiendo sus productos, y los habitantes iban y venían, ajenos al caos que se desarrollaba bajo sus pies. Dante no podía evitar sentir una extraña mezcla de desprecio y curiosidad por este lugar. Algo en él le decía que podría aprovecharse de la situación si jugaba bien sus cartas.
Mientras deambulaba por las calles, algo llamó su atención. A lo lejos, vio una estructura más imponente y mejor cuidada que el resto de los edificios que había visto hasta ahora. Era una iglesia, o al menos, eso parecía por su arquitectura. Las enormes puertas y las vidrieras decoradas le daban un aire de grandeza que contrastaba con la suciedad de la ciudad.
—Vaya, vaya... ¿Qué tenemos aquí? —se dijo a sí mismo mientras se dirigía hacia la iglesia.
Aunque no era del tipo religioso, algo en ese lugar le parecía interesante. Tal vez podría averiguar más sobre la ciudad, sus costumbres, y si había algo más valioso escondido entre tanta suciedad.
Dante empujó las pesadas puertas de la iglesia, y al entrar, se sorprendió por el contraste entre el interior y el caos de la ciudad. El ambiente dentro de la iglesia era solemne, casi silencioso, a excepción de los murmullos de los fieles que rezaban en los bancos. La luz se filtraba a través de las vidrieras, creando patrones de colores en el suelo, y todo estaba mucho más limpio y cuidado que el exterior.
Pero lo que realmente llamó la atención de Dante fue la estatua que presidía el altar principal. Al observarla, su expresión de calma se transformó rápidamente en una mezcla de incredulidad y furia contenida. La estatua representaba a una mujer de aspecto divino, con la piel blanca como la nieve y el cabello plateado que caía en suaves ondas. Aunque estaba esculpida con gran detalle y en una pose majestuosa, Dante reconoció de inmediato esos rasgos.
—No puede ser... —susurró, apretando los dientes.
Era ella. La maldita diosa que le había jodido la vida, la que lo había arrancado de su mundo justo cuando estaba a punto de cumplir su sueño. Esa misma diosa que lo había arrastrado a este lugar miserable, donde nada tenía sentido y todo parecía estar al borde del colapso.
Dante apretó los puños, luchando por contener la rabia que hervía en su interior. ¿Cómo era posible que esta diosa fuera venerada aquí? ¿Cómo podían estas personas arrodillarse ante la imagen de alguien que, para él, representaba solo frustración y desgracia?
—Maldición... —murmuró, con la mandíbula tensa—. Claro, tenía que ser ella.
Su mente comenzó a trabajar rápidamente, evaluando la situación. Sabía que no podía simplemente desatar su ira allí mismo, en medio de la iglesia, pero la visión de esa estatua le provocaba ganas de destruir todo a su alrededor. Observó a los fieles rezando con devoción, completamente ajenos al hecho de que su diosa, para él, no era más que una mentirosa manipuladora.
Dante caminó más cerca de la estatua, sus pasos resonando en el suelo de mármol. Se detuvo frente a ella, mirando directamente a los ojos vacíos de la figura esculpida.
—Así que aquí te veneran, ¿eh? —dijo en voz baja, como si estuviera hablando directamente con la diosa—. Me pregunto si alguna vez escuchas sus plegarias o si solo te diviertes jodiendo a la gente como me hiciste a mí.
Los murmullos de los fieles continuaban a su alrededor, pero Dante apenas los escuchaba. Estaba demasiado concentrado en su rabia y en el simbolismo de aquella estatua.
—Maldita seas... —dijo, su voz cargada de odio—. Algún día me las pagarás.
Después de unos minutos más observando la estatua con desprecio, Dante decidió que había tenido suficiente. No tenía sentido quedarse en esa iglesia, malgastando su tiempo frente a la imagen de alguien que odiaba. Con un bufido, se dio la vuelta y salió por las puertas principales, de nuevo a las sucias calles de la ciudad. El aire frío y el hedor a estiércol lo golpearon de inmediato, pero lo ignoró mientras se enfocaba en su siguiente objetivo: encontrar un alojamiento decente, al menos algo mejor que la pocilga que lo rodeaba.
Caminó por las calles, buscando cualquier indicio de un lugar que pareciera limpio y cómodo, o al menos lo suficientemente civilizado como para no tener que soportar la mugre constante. A medida que avanzaba, los barrios parecían mejorar ligeramente. Las casas eran más grandes y mejor construidas, y aunque seguía habiendo suciedad por todas partes, el ambiente se volvía más organizado.
Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad de caminata entre calles apestosas, Dante vio lo que buscaba. A lo lejos, distinguió un edificio más imponente que los demás, con una fachada bien cuidada y una puerta grande de madera tallada. Sobre la entrada colgaba un cartel que, aunque desgastado, aún se leía con claridad: "Posada del León Dorado".
—Al menos parece decente —murmuró para sí mismo, acercándose.
Al entrar, el contraste con el exterior fue inmediato. La posada, aunque no lujosa, estaba limpia y bien mantenida. Las mesas de madera en la planta baja estaban pulidas y relucientes, y un fuego cálido crepitaba en la chimenea, llenando el lugar de una atmósfera acogedora. No era lo que Dante llamaría lujo, pero comparado con lo que había visto hasta ahora, era un paraíso.
Se acercó al mostrador, donde un hombre corpulento, con un delantal y aspecto de posadero, lo recibió con una inclinación de cabeza.
—Bienvenido a la Posada del León Dorado. ¿Qué puedo hacer por usted?
Dante miró alrededor antes de responder, evaluando el lugar.
—Busco una habitación —dijo, su tono impertinente habitual suavizado solo un poco—. Algo cómodo, no me importa el precio, pero quiero que esté limpia. No me interesa estar en una pocilga.
El posadero asintió, aunque visiblemente incómodo por la actitud de Dante.
—Tenemos habitaciones limpias y bien cuidadas —respondió el hombre—. Puede quedarse tanto tiempo como desee. El precio por noche incluye comida y bebida en la taberna.
Dante dejó caer unas monedas de oro sobre el mostrador, no se molestó en contar cuántas, sabiendo que con su magia podía generarlas si era necesario.
—Perfecto. Me quedo aquí.
El posadero tomó las monedas y le entregó una llave con el número de la habitación grabado.
—Habitación en el segundo piso, al final del pasillo —dijo—. Disfrute de su estancia.
Dante tomó la llave sin decir nada más y se dirigió escaleras arriba. El León Dorado sería su refugio temporal, al menos hasta que decidiera qué hacer a continuación en esta maldita ciudad. No era mucho, pero era mejor que la suciedad del exterior.
Al abrir la puerta de su habitación, se permitió una sonrisa de satisfacción. La cama era grande, el lugar estaba limpio, y había suficiente espacio para moverse. No era un palacio, pero serviría.
—Al fin, algo que no apesta a mierda —murmuró, dejándose caer sobre la cama.