[Capítulo 12]
Cuando Andrés miró en la misma dirección que Bautista, vio a la pequeña que habían conocido el día anterior y frunció el ceño. Por su parte, Estela los miraba mientras aplaudía junto con los otros niños. Cuando se dio cuenta de que Andrés y Bautista la miraban, un dejo de un entusiasmo disimulado se vio reflejado en sus ojos claros; jamás se hubiera imaginado que se encontraría con ellos allí. A pesar de que solo los había visto una vez, no podía comprender por qué le agradaban esos niños. Sin embargo, Andrés y Bautista habían apartado la mirada mientras ella no les quitaba los ojos de encima.
—¡Está bien! Ya pueden tomar asiento. Oh, hay dos asientos vacíos allí; los acomodaré para que se sienten juntos, ¿de acuerdo? —La maestra señaló los dos lugares vacíos junto a Estela.
Los hermanos se quedaron atónitos por un instante; no obstante, asintieron de manera obediente y fueron a sentarse sin pronunciar ni una palabra. A Estela se le iluminó la mirada al ver que los dos niños caminaban hacia los asientos junto a ella y los miró expectantes, pero, enseguida, sintió una gran decepción. «Están sentados al lado mío, pero ¿por qué no me saludan? Es como si no me reconocieran». Deprimida, la niña bajó la mirada mientras jugaba con los dedos.
En realidad, los dos niños observaron su reacción con discreción; percibieron la decepción de la niña y no pudieron evitar sentirse culpables.
—Papá nos abandonó y tuvo una hija con otra mujer —le recordó Andrés tanto a su hermano, como a sí mismo con los puños apretados—. Incluso hostigó a mamá. No debemos hablar con ella porque es la hija que tuvo con otra mujer. De lo contrario, heriremos los sentimientos de mami.
Bautista asintió con solemnidad ante lo que dijo su hermano.
—Sí, deberíamos ignorarla.
Por consiguiente, ambos niños se sentaron erguidos durante la clase y ni siquiera la miraron de reojo. Al percibir la actitud distante de los dos, la niña no se atrevió a volver a mirarlos.
Después de clase, unas cuantas niñas se amontonaron para jugar con los dos pequeños, ellas no solo suspiraron admiradas al ver el buen aspecto de los hermanos, sino que también compartieron sus juguetes con ellos. El extrovertido de Bautista se llevaba bien con los demás y se reía con alegría. Por su parte, Andrés era educado, maduro para su edad y amigable. Al ver las brillantes sonrisas de los dos niños, de pronto, Estela tuvo el coraje de acercarse a saludarlos de nuevo. No obstante, las demás niñas rodearon a los hermanos y le quitaron el lugar. Una de las niñas incluso hizo una mueca mientras la empujaba al costado.
—Vete de aquí, pequeña muda —se burló—. Ni siquiera puedes hablar, ¿qué sentido tiene que estés con nosotras? No seas aguafiestas, ¿de acuerdo?
Eso tomó a Estela desprevenida, por lo que perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Quienes estaban detrás de ella la esquivaron de inmediato y ninguno de ellos extendió las manos para ayudarla. Atónita, la niña pensó recuperar el equilibrio tomando el escritorio junto a ella; no obstante, no logró hacerlo y se cayó, golpeándose la mano contra el costado del escritorio. «¡Ay, me duele!». Estela terminó desplomándose en el suelo y frunció el ceño de dolor, al mismo tiempo, comenzaron a brotarle las lágrimas.
Mientras tanto, los demás niños a su alrededor solo la observaron sin hacer nada y unas cuantas niñas se cubrieron la boca para sofocar las risas. Estela siempre había sido poco sociable en la clase; dado que era muda, apenas tenía amigos. No obstante, era tan adorable como una muñeca y, a pesar de que no le agradaba a las niñas, la mayoría de los niños la querían mucho, incluso la trataban tan bien como si fuera una princesa. De hecho, los niños, quienes eran bastante ágiles, solían practicar el autocontrol frente a ella. No hacía falta decir que las niñas se morían de envidia por eso. Tamara, quien la había empujado hacía instantes, nunca perdía la oportunidad para agredirla.