Dana es una joven servicial y querida por todos. Con frecuencia se la veía sonreír, contagiando alegría donde fuera. A pesar de no aparentarlo, Dana solo tenía 22 años (24 en la actualidad). Tenía el cabello largo y castaño, cuya longitud llegaba casi hasta su cintura, cayendo en suaves ondas que enmarcaban su rostro. Sus ojos verdes eran brillantes y llenos de vida, irradiando una mezcla de curiosidad y alegría. La piel de Dana era clara, con un leve rubor natural que se intensificaba cuando sonreía. De estatura mediana y complexión delgada, su figura reflejaba su estilo de vida activo y saludable, mantenido por su rutina de ejercicios. Cuando no estaba trabajando, se la solía ver siempre con ropa de colores brillantes, especialmente amarillo, su color favorito. Se independizó de sus padres a los 20 años y vive sola en un departamento que paga con su sueldo de camarera en un restaurante de comida local.
Dana disfrutaba de la independencia que su nuevo estilo de vida le brindaba. Su departamento, aunque pequeño, estaba decorado con esmero, reflejando su gusto por los colores vibrantes y los detalles delicados. Le gustaba pasar las tardes de domingo reorganizando su espacio, añadiendo pequeñas plantas y cuadros que compraba en el mercado local.
Todo parecía irle muy bien a la joven Dana. Con un trabajo estable, contaba con amigos que había hecho en su tiempo en la secundaria y dedicaba su tiempo libre a ejercitarse. Dana tenía una rutina de ejercicios que incluía correr por el parque cercano a su casa todos los días, al menos una hora. Realizaba estiramientos para relajar los músculos antes de comenzar y al finalizar solía quedarse admirando el paisaje mientras recuperaba el aliento. Estas actividades no solo le ayudaban a mantenerse en forma, sino que también le proporcionaban una manera de desconectar del estrés diario.
Un día, mientras terminaba su turno matutino en el restaurante, su compañera Carla se acercó con una sonrisa.
—Dana, ¿te importaría cubrir mi turno de la tarde? Tengo un compromiso familiar y realmente necesito salir temprano —le pidió Carla.
—Claro, no hay problema —respondió Dana, siempre dispuesta a ayudar, a pesar de que ya estaba algo cansada por venir del turno diurno.
Aquella tarde, Dana se encontraba sirviendo mesas cuando un joven entró al restaurante. Algo en él captó su atención de inmediato. Tenía una presencia que no podía ignorar: era un joven alto, de ojos color miel, con unas ojeras notorias que daban a entender su cansancio. Llevaba consigo una laptop y su mirada estaba enfocada solo en la pantalla. Para su suerte, le tocó servir en su mesa.
—Hola, buenas tardes. ¿Qué te gustaría ordenar? —preguntó Dana, sonriendo.
—Hola, ¿podrías traerme un café sin azúcar, por favor? —dijo el joven, devolviéndole la sonrisa—. Por cierto, me llamo Fabián.
Dana se sonrojó ligeramente. Hubo un breve silencio y ambos se perdieron en la mirada del otro.
—Encantada, Fabián. Yo soy Dana —dijo señalando la etiqueta con su nombre en el uniforme.
Luego de un rato de haberle servido el café a Fabián, Dana lo miraba de reojo mientras atendía al resto de los clientes. Esa noche, al regresar a casa, Dana no pudo dejar de pensar en él. Al día siguiente, compartió sus pensamientos con su compañera Carla.
—¿Sabes, Carla? Ayer conocí a un chico en el turno de la tarde. Se llama Fabián. ¿Lo has visto antes?
Carla levantó una ceja, sorprendida.
—¿Fabián? Ah, ya sé quién es. Siempre viene a la misma hora y pide lo mismo, pero nunca habla con nadie. Es extraño que se haya fijado en ti.
Intrigada y emocionada, Dana decidió cambiarse al turno de la tarde para verlo de nuevo. A medida que los días pasaban, ella y Fabián comenzaron a hablar más.
Un día, Fabián decidió invitarle un café a Dana, aprovechando que había pocos clientes para que pudieran conversar tranquilos, a lo cual ella con gusto aceptó.
—¿Te molesta si te invito un café? —preguntó el joven, con una voz suave.
—Claro, aunque prefiero el café con azúcar —dijo Dana con una leve sonrisa en su rostro.
De a poco, fueron volviéndose cada vez más cercanos. Las invitaciones a tomar café se hicieron frecuentes, aunque Dana sabía que debía tener cuidado para no levantar sospechas en su trabajo. Fabián usaba ese tiempo en el restaurante para terminar su tesis y para poder seguir viendo a Dana, ya que no entendía por qué, pero con ella sí podía hablar. Un pensamiento recurrente aparecía en la mente de Fabián: ¿Por qué será que me siento tan cómodo con ella?
Se hicieron amigos y, con el tiempo, empezaron a salir juntos después del trabajo. Sus compañeros no tardaron en notar la conexión especial entre ellos.
—¡Ustedes dos harían una bonita pareja! —comentó una de sus compañeras, provocando que Dana se sonrojara.
Mientras tanto, Fabián también empezó a sentir algo especial por Dana. Planeaba declararse, pero la timidez lo frenaba. Cada vez que intentaba hablar de sus sentimientos, el miedo al rechazo lo hacía retroceder.
—¿Cómo puedo decirle que quiero que seamos algo más? —pensaba Fabián en voz alta, mientras hablaba con un amigo.
—Solo sé sincero y díselo, Fabián. Ella parece sentir lo mismo —le aconsejó su amigo.
Un día, completamente decidido, Fabián se armó de valor y llevó a Dana a un parque cercano después del trabajo. Caminaban en silencio bajo la luz de la luna, hasta que él finalmente habló.
—Dana, hay algo que quiero decirte. Estos meses que hemos pasado juntos han sido increíbles. Me haces muy feliz y... —Fabián hizo una pausa, nervioso—. Quiero que seamos más que amigos.
Dana lo miró con una sonrisa radiante y sin dudarlo respondió:
—¡Claro que sí, Fabián! Yo también he estado esperando este momento.
La relación que siguió fue como un sueño. Pasaban tiempo juntos, se apoyaban mutuamente y disfrutaban de cada momento compartido. Para Dana, Fabián era todo lo que había deseado. Sin embargo, como en toda relación, el tiempo trajo sus propios desafíos.