Al día siguiente, Dana se despertó sin saber en qué momento se había quedado dormida. Miró la hora en su teléfono y eran más de las tres de la tarde. No había comido nada, pero el hambre no era su preocupación. Solo sentía un cansancio abrumador que parecía arrastrarse por su cuerpo. Se levantó y se dirigió a la heladera, esperando encontrar algo que la aliviara. Al abrirla, el vacío en su interior la golpeó: Había un par de botellas de agua casi vacías y algunos restos de comida que había olvidado. En un estante, un par de yogures frescos y un tomate rojo y brillante destacaban. Junto a ellos, un cartón con tres huevos en buen estado, un plátano maduro y una manzana crujiente ofrecían opciones saludables. Sin fuerzas ni ganas de salir a hacer compras, Dana tomó lo que encontró a mano y lo mezcló, sin preocuparse por lo que contenía.
La luz del sol se filtraba débilmente a través de las cortinas mientras las luces del departamento permanecían apagadas. En esa penumbra, se sentía más cómoda, como si el mundo exterior no existiera. Usó su celular como linterna para moverse entre las sombras, esquivando los muebles cubiertos de polvo. Las plantas en la ventana se marchitaban por falta de riego, y los objetos que había dejado el día anterior permanecían en su lugar, como un reflejo de su estado mental.
De regreso en su habitación, Dana se tumbó en las sábanas y se quedó mirando el techo, atrapada en un mar de pensamientos vacíos. La rutina del aburrimiento la llevaba a revisar su celular una y otra vez, como un náufrago buscando desesperadamente tierra firme. Cada mañana, tarde y noche, se encontraba con la mirada clavada en la pantalla, alimentando su dependencia de las redes sociales hasta que la batería se agotaba. Solo entonces se obligaba a comer algo o, si tenía un poco de energía, a darse un baño. Pero una vez que su teléfono se recargaba, el ciclo comenzaba de nuevo. Sus dedos deslizaban mecánicamente por las publicaciones, como si su vida dependiera de cada notificación.
Las interacciones en línea se convirtieron en su salvación y su condena. Comentarios vacíos y memes sin sentido eran todo lo que le ofrecía un alivio temporal en medio de la tormenta que la acechaba. Intentaba llenar el vacío que había dejado Fabián, pero cada intento solo la hundía más en la desesperación.
Conforme pasaban los días, las consecuencias de su mal vivir se hacían más evidentes. Su alimentación era irregular y muchas veces olvidaba comer en su búsqueda incesante de distracciones. Las noches se convirtieron en un tormento, llenas de insomnio y ansiedad. Los dolores de cabeza la mantenían en un estado de aturdimiento constante, y el ardor en sus ojos le recordaba el precio que pagaba por su adicción. Las ojeras se marcaban más cada día, y su cabello, antes brillante y cuidado, ahora lucía reseco y maltratado. Para evitar enfrentarse a su reflejo, había cubierto su espejo con una remera vieja.
El ciclo se repetía. Revisaba una y otra vez las publicaciones en su celular, con la esperanza de encontrar algún destello de felicidad que la reconectara con su pasado. Fue un día, en medio de esa búsqueda, cuando algo la detuvo en seco. Una foto en el perfil de un conocido llamó su atención. Un grupo de amigos en una cafetería, risas capturadas en un momento cualquiera. Pero lo que atrapó la mirada de Dana fue una figura borrosa al fondo. Algo en esa silueta… ¿Era él?
Su corazón dio un vuelco. El hombre en la esquina de la imagen, ligeramente fuera de foco, se parecía a Fabián de una manera perturbadora. No podía estar segura, pero la simple posibilidad desató una tormenta en su interior. El vacío que había sentido se llenó de golpe con una mezcla de ansiedad, esperanza y miedo. ¿Podía ser él? ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Quién lo acompañaba?
Dana acercó la imagen con los dedos temblorosos, tratando de encontrar algún detalle que confirmara su sospecha. La calidad de la foto no ayudaba y cuanto más buscaba, más difuso se hacía todo. Sin embargo, la idea de que ese hombre pudiera ser Fabián la mantenía pegada a la pantalla. Casi podía oír su risa y ver su manera de moverse, como si esa imagen fuera una ventana al pasado que tanto anhelaba revivir.
La obsesión se encendió de nuevo. Su mente empezaba a llenar los huecos con recuerdos, buscando cualquier señal o pista que la llevara a él. La duda la carcomía, pero no podía evitarlo. Necesitaba saber si realmente era él. Cada segundo que pasaba sin encontrar una respuesta concreta intensificaba su frustración, alimentando el vacío que había dejado su ausencia.
Se encontró navegando por las cuentas de amigos en común, incapaz de arriesgarse a visitar el perfil de Fabián, aterrorizada por la posibilidad de encontrar algo que no podría soportar.
Los días se convirtieron en un torbellino de emociones y la obsesión por Fabián consumía su mente. Cada nueva imagen o historia alimentaba el fuego de su dolor, llevándola a un rincón oscuro del que le era difícil escapar. Mientras su heladera se vaciaba, la necesidad de salir a comprar alimentos se hacía inminente.
La idea de cruzarse con Fabián la aterraba. "¿Qué hago si lo veo en la calle?" Esa pregunta la atormentaba mientras temblaba al sostener las llaves en su mano.
Finalmente, la urgencia del hambre la empujó a salir. Se cubrió con una campera negra y se puso lentes oscuros, tratando de ocultarse del mundo. El calor del día no le importaba; su única preocupación era regresar lo antes posible a su hogar, a su propia prisión.
En la tienda, compró todo lo que le ofrecía satisfacción inmediata: Snacks, gaseosas y cosas que no la nutrían en absoluto. Un pensamiento cruzó su mente: "¿Y si el alcohol puede borrar los recuerdos que me atormentan?" Sin dudarlo, tomó un par de botellas, sin preocuparse por el precio. Después de pagar, murmuró un agradecimiento a la cajera, cuya voz sonaba lejana, y salió apresurada, sintiendo que todas las miradas estaban sobre ella.
De vuelta en casa, se quitó la ropa sudorosa y se dirigió rápidamente a su habitación. Allí, lanzó las compras sobre la cama y, mientras devoraba un snack, se sumergió de nuevo en su celular. Las horas se convirtieron en días, y la conexión con la realidad se desvaneció lentamente, llevándola a un estado de insatisfacción constante que la consumía cada vez más.
El timbre resonó en la distancia, pero Dana no lo escuchó. Estaba atrapada en su mundo digital; cada sonido era una distracción más. Con cada clic, se sumergía más en la espiral, incapaz de resistir la atracción que la absorbía, luchando contra impulsos que solo la lastimaban.
El timbre sonó nuevamente, cortando el silencio que la envolvía. Esta vez una voz familiar atravesó el ruido blanco de su mente:
—¡Dana, soy Carla! La voz de su compañera de trabajo resonó con una calidez que casi logró traspasar la niebla que la rodeaba.
Dana se congeló. La voz le sonó tan familiar que le recordó todo lo que había estado tratando de evitar. Poco a poco, su mente se fue aclarando y la realidad le cayó encima. Con el corazón latiendo fuerte, se dio cuenta de que no podía seguir huyendo. Tal vez esa visita era justo lo que necesitaba para salir de la oscuridad.
Con un profundo suspiro, se levantó, sintiendo que una pequeña chispa de esperanza comenzaba a surgir en medio de su tristeza. Aún no se sentía lista, pero sabía que era hora de volver a enfrentarse al mundo. La voz de Carla la empujó hacia la puerta y, mientras se acercaba, la ansiedad y la emoción la invadieron. Quizá en esa charla encontraría la chispa que le hacía falta.