La relación que compartían Dana y Fabián era, en apariencia, un sueño hecho realidad. Era el tipo de amor que se suele ver en las películas: lleno de risas, complicidad y momentos que hacían palpitar el corazón. Cada día, la conexión entre ellos parecía fortalecerles, y todos a su alrededor notaban la felicidad que iluminaba sus rostros. Sin embargo, a medida que los meses pasaban, esa brillantez comenzaba a desvanecerse.
Seis meses después de su unión, la chispa que antes ardía con fuerza empezaba a apagarse. Las conversaciones que antes fluían con naturalidad se convirtieron en breves intercambios, cargados de silencios incómodos. Fabián, cada vez más distante, empezó a ver en Dana solo quejas y preocupaciones. Ella, en cambio, trataba de abrirse y compartir sus sentimientos, pero cada vez que lo hacía, la mirada fría de él le cortaba el aliento.
La inseguridad comenzó a asomarse en el corazón de Dana. Cuando se probaba ropa frente a él, recordaba las palabras de aliento que antes recibía. Ahora, cada crítica se sentía como un puñal, dejando cicatrices invisibles. La confianza que había construido se desmoronaba, y con ella, la imagen que tenía de sí misma.
Mientras Fabián seguía culpándola de sus malestares, Dana se preguntaba en silencio cómo había llegado a este punto. Ella había dejado atrás amistades, había sacrificado tiempo y esfuerzo por él, pero sus sacrificios parecían no importar. La relación pendía de un hilo, y era un hilo que ella sostenía con la esperanza de que el amor que una vez compartieron pudiera resurgir. Sin embargo, esa esperanza se volvía cada vez más tenue, como una luz parpadeante en una tormenta.
Cada día se sentía más atrapada en un ciclo de dudas y ansiedades. A pesar de su deseo de volver a la felicidad que una vez disfrutaron, el peso de la desilusión le impedía ver el camino hacia adelante. Y en su interior, una pregunta persistente resonaba: ¿era realmente ella quien había cambiado, o era Fabián el que se había perdido en el camino?