Al despertarse, Dana estaba asustada y confundida, sin entender cómo había llegado al hospital. Las luces blancas y el sonido lejano de los monitores la hacían sentir fuera de lugar. Los recuerdos de los últimos días eran borrosos, pero el cansancio extremo y la desesperación permanecían claros en su mente. Se incorporó lentamente, intentando reconocer el lugar, cuando la cortina de su habitación se abrió y el doctor apareció.
Él se acercó despacio, dándole tiempo para ubicarse.
—Te desmayaste en la plaza —le explicó con voz calmada—. Unas personas te vieron caer y llamaron a una ambulancia.
El corazón de Dana latía con fuerza mientras el médico hablaba. Las palabras parecían perderse en su mente: "te desmayaste", "ambulancia", "plaza". Le costaba juntar todas las piezas. Todo lo que recordaba era la sensación de ligereza y luego la oscuridad. Nada parecía tener sentido, como si estuviera observando su propia vida desde fuera, sin poder conectar del todo con lo que sucedía.
El doctor continuó:
—Te administramos suero porque presentabas un estado de deshidratación severa al momento de tu ingreso. Además, has sido diagnosticada con anemia nutricional, probablemente causada por una deficiencia de hierro. Esto fue lo que provocó tu desmayo.
Su tono se tornó más serio, pero con un matiz de preocupación:
—Es importante que prestes más atención a las señales de tu cuerpo… no las ignores.
Dana asintió lentamente, aún aturdida por la información. No se sentía mal, o al menos, eso creía. La noticia impactó en ella como una bofetada. ¿Cómo era posible que todo se hubiera salido de control sin que se diera cuenta? Había pasado tanto tiempo ignorando lo que su cuerpo le decía que ya no sabía distinguir entre el cansancio habitual y el agotamiento extremo. Durante semanas, había dejado que el dolor emocional consumiera todo a su alrededor, convenciéndose de que, si lo ignoraba, eventualmente desaparecería. En su mente, había estado negando lo evidente, como si el dolor emocional no pudiera afectar su salud física. Pero ahora, con la voz del doctor resonando en sus oídos, la verdad se hacía innegable.
Dana pasó los siguientes dos días en el hospital, conectada al suero, sintiéndose cada vez más atrapada por la realidad de lo que le estaba sucediendo. Antes de darle el alta, el doctor le recalcó nuevamente la importancia de cuidarse.
—Debes alimentarte bien y descansar. No puedes seguir ignorando lo que tu cuerpo necesita —dijo, mientras Dana asentía sin ganas, esperando que la incómoda conversación terminara. Lo último que quería era enfrentar la realidad de que no estaba bien.
Debido a su condición y a que se había negado rotundamente a que sus padres supieran lo que le había pasado, pidió un taxi para volver a casa. De camino, solo miraba por la ventana, nada parecía llamarle la atención.
Cuando finalmente regresó a su pequeño departamento, una sensación de vacío invadió su ser. Se sentía como una extraña en su propio hogar. Se dejó caer en el sofá, mirando alrededor como si todo hubiera cambiado durante su ausencia. Las paredes parecían más frías, el aire más denso. Los recuerdos se agolparon en su mente. Cada rincón del lugar le recordaba a Fabián, a sus risas, a los momentos que ahora parecían tan lejanos y dolorosos. Sin embargo, lo que más le afectaba era la soledad palpable. El eco de su vida anterior resonaba en su cabeza, haciéndola sentir aún más perdida.
Intentando distraerse, tomó su teléfono y abrió las redes sociales. Sabía que probablemente no era lo mejor para su salud mental en ese momento, pero la alternativa era quedarse sola con sus pensamientos, y eso le aterraba. La pantalla brillaba con fotos de amigos que ya no frecuentaba, sonrisas que alguna vez habían compartido, pero de las que ahora se sentía desconectada. Vio a Jazmín, a quien no había llamado desde su última conversación tensa, y sintió una punzada de culpa. "¿Cómo había dejado que todo llegara hasta aquí?", pensó, mientras navegaba sin rumbo entre publicaciones y recuerdos que ya no le pertenecían.
Las horas pasaron sin que se diera cuenta. La oscuridad llenaba el apartamento cuando miró por primera vez el reloj, ya era muy tarde. No había comido nada en todo el día, y aunque no sentía hambre, recordó las palabras del doctor. Debía cuidarse, empezar a tomar control de su vida. No porque quisiera, sino porque sabía que su cuerpo estaba al límite. Sin embargo, su mente estaba tan embotada que lo único que pudo hacer fue levantarse con pesadez y preparar una simple taza de té, la única cosa que su cuerpo parecía aceptar en ese momento.
Se sentó en la cocina, sosteniendo la taza caliente entre las manos, pero sin beberla. El vapor ascendía lentamente mientras su mirada se perdía en la nada. La tristeza seguía presente, latente, y las preguntas sin respuestas continuaban rondando su mente. Cada vez que intentaba encontrar una salida, volvía al mismo punto: una relación fallida, amistades perdidas, una vida que se había desmoronado sin que se diera cuenta. Ahora, estaba sola.
Dana tomó un sorbo del té, pero el sabor amargo no le proporcionó ningún consuelo. Estaba agotada, no solo físicamente, sino emocionalmente. El día había sido largo y desgastante, y aunque no sentía hambre, el cansancio pesaba sobre ella. Se levantó lentamente, dejó la taza a medio terminar sobre la mesa y caminó hacia su cama.
Antes de acostarse, intentó evitar mirar su reflejo en el espejo, temiendo encontrarse con la versión de sí misma que ya no reconocía. A pesar de todo lo que le había dicho el doctor, sabía que el verdadero problema no era solo físico. Estaba rota por dentro, y lo que más temía era que no sabía cómo empezar a repararse.
Esa noche, a pesar de su cansancio extremo, los pensamientos volvieron a invadir su mente. Las palabras del médico resonaban: "Tu cuerpo ya está hablando". Pero lo que más la aterraba era que, a pesar de sus esfuerzos por ignorarlo, su corazón también gritaba una verdad que no podía evitar. Cada latido parecía recordarle que las emociones que había estado reprimiendo no desaparecerían por sí solas. Se preguntaba si podría reunir el valor para escucharlas antes de que fuera demasiado tarde. En ese momento, se dio cuenta de que su verdadera lucha apenas comenzaba, y que enfrentar su dolor sería inevitable.