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peste en tiempos de aroma

🇩🇴Ransses_Valdez
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Synopsis

Chapter 1 - capítulo 01: la gran muralla

Siento náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía, de incontables pérdidas y sufrimientos. Al final comprendí el precio a pagar del futuro. Siento frío, mi cuerpo acabó por sucumbir ante el tiempo prolongado del traje... La sentencia, la atroz sentencia de muerte, reposaba en mi ser. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido in-determinado, que trajo "revelación", tal vez porque imaginativamente confundí el pasado con el presente o tal vez porque la rueda del molino del tiempo, no cesaba de girar ante mi lamentable fallecimiento.

Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al mismo tiempo pude ver...

— ¡¿Larel, me estás escuchando?! Larel... ¡¡¡Larel!!

— ¿¡Vi... Vidal!?, ¿eres... tú?

Había olvidado cómo lucía el rostro de Vidal, con sus lentes y su rostro todo serio, o González y su macabra sonrisa, y ¡qué decir de Duarte! Siempre priorizando su porvenir. Empecé a recordarlos, como si estuviera en un letargo... como si...

— Deja de estar en el mundo onírico estando despierto, hay mucho por hacer... ¿Por qué estás llorando?

— Yo, no sé —respondí mientras una cálida lágrima se dejaba caer hasta el suelo.

— Sé que esta situación no es fácil, pero, estamos aquí para auxiliarlos. Así que arriba esos ánimos, pronto esta pesadilla acabará.

— ¡¿Pesadilla?!

Entonces recordé el inicio del fin, la entrada al infierno que supuso ser el país de Santa Catha. En el 1347. El país atravesaba la peor de las calamidades, "la podredumbre", una enfermedad desconocida hasta la fecha.

El rey Desmond III. Solicitó la intervención de las grandes facultades de la medicina e ingeniería más grande del continente de Daemos; todo para hacerle frente a esta calamidad que mantenía en un frenesí de temor y locura a todo aquel fuera del país y que mantenía a los habitantes de Catha viviendo un verdadero infierno. El capitán Torres junto a veinte guardias serían nuestro muro de protección, mientras que cuatro exploradores se darían la tarea de ser nuestra brújula dentro del país.

El viaje tardó dos soles y una luna, encontrando su final a las afueras del país, frente a la Gran muralla, donde los guardias montaron todo un campamento improvisado desde hace varias semanas. Al llegar, tuvimos que desmontar los equipos creados por los ingenieros y científicos para hacerle frente a la enfermedad; cajas pesadas que albergaban la salvación de todo un país. Los médicos de la Clínica Mayo, revisaban los medicamentos que serían de suma importancia en este infierno; mientras los guardias preparaban sus armas ante la creciente rebeldía de los habitantes y los revolucionarios; los ingenieros de Control De Enfermedades, ayudaban a desmontar los equipos médicos que se convertirían en la salvación de quienes estarían expuestos a la enfermedad, el equipo tecnológico más avanzado que sé allá podido imaginar; nosotros los doctores de la Organización Médica de la Salud, armados con el conocimiento y una determinación férrea nos preparábamos para atravesar la gran niebla de desinformación que había creado la enfermedad detrás de las murallas.

Acampamos a las afuera de la gran muralla, donde tomaríamos nuestro último descanso antes de enfrentarme a lo que se avecina. Era la primera vez al frente de la colosal arquitectura de unos cincuenta metros.

La muralla emanaba un aspecto de ultratumba, un sarcófago que recluía enfermos mentales, o un gran manicomio de donde habitaban los horribles relatos de escritores como Lovecraft. Mientras me paseaba por los alrededores, la caravana era desmontada por el jefe Elixander Almánzar y su grupo de transportistas, cinco grandes conductores de una pequeña empresa ambulante; los guardias guiados por Eliazar Torres, preparaban las carpas; tanto la Organización Médica de la salud (OMS), la Clínica Mayo (CM) y el Control De Enfermedades (CDE) daban los últimos retoques a los equipos médicos.

Una vez terminados los preparativos y con el crepúsculo en su cenit, el capitán Torres, se dispuso a repasar trayectorias e informaciones que serían cruciales en nuestra odisea.

— ¡En resumen! Más allá de la gran muralla, se extiende una ciudad solitaria al pie de la muralla María. Nuestro camino nos llevará a través de praderas y vastos campos abiertos, que alguna vez estuvieron en posesión de granjeros y cazadores. Un transportista y dos guardias acompañarán a tres doctores; al frente estarán los dos exploradores, dos guardias y yo... ¡¡¡López!!! —llamó Eliazar Torres, a su mano derecha.

— ¡Sí, señor! —se presenta Robinson López—. Queremos tres guardias en ambos francos y dos en la retaguardia conmigo. Evitaremos cualquier contacto con aldeas y asentamientos cercanos; nuestro punto de encuentro es la ciudad de Pontos. No vacilen en abrir fuego contra todo lo que se acerque a más de cuarenta o cincuenta pies de la caravana.

— Del otro lado, entraremos en la jurisdicción de Catha donde el pelotón de guarnición estará esperándonos, así que es imperativo llegar lo antes posible por este sendero —explicó el capitán, trazando con su dedo la ruta más directa sobre el mapa—. Pero, si las circunstancias se vuelven adversas, tomaremos el sendero del noreste, hacia los pueblos cercanos a la siguiente puerta, evitando los hilos de ríos que podrían dificultar el paso de las caravanas; sin embargo, estaremos en zona peligrosa debido a los reportes de revolucionarios en esa zona. ¡No se preocupen! La misiva al marqués Amgust Timmoty Vanhouten, ha movilizado un pelotón completo para nuestra protección; nos esperarán en la muralla María.

— Es imperativo proteger las vidas de los transportistas y los doctores a toda costa... ¡Pelotón! Sean el baluarte que preservará la vida de estos nobles hombres. Si se requiere el sacrificio de sus vidas, entréguenlas con honor por el rey —exclamó López.

—¡Por el rey!— exclamaron los soldados, estampando con vigor el suelo con su pie derecho. En perfecta sincronía, llevaron su mano derecha hasta sus pechos, justo sobre el corazón. Con inigualable orgullo, formaron el símbolo real al unir el pulgar y el índice, mientras alzaban con gallardía los tres dedos restantes.

— Antes que nada —Torres se mostró serio—. Recuerden que una vez dentro de Catha, no hay vuelta atrás. Solo podremos salir una vez completada la misión, de lo contrario... que Dios se apiade de nuestras almas —advirtió ordenando romper filas.

Al terminar de la reunión, dirigí mis pasos hacia la carpa de los galenos con la intención de tomar un respiro. No obstante, los soldados, junto a los conductores, insistieron en que nos uniéramos a sus festejos. Inicialmente rehusamos, pero lograron persuadir a uno tras otro de nosotros, hasta que finalmente todos nos encontramos sentados alrededor de una cálida hoguera, a los pies de la imponente puerta del Conde.

Durante nuestro convivio, predominaban los instrumentos caseros, mezclados con algunos pertenecientes a los transportistas. La bebida favorita de la noche era la hidromiel barata elaborada por el jefe Almánzar, la cual acompañábamos únicamente con un pan duro y rancio que, para mi paladar, se asemejaba más a un ladrillo.

Esos instantes en los que nos hallábamos riendo y disfrutando de un momento ameno, antecediendo el tumultuoso infierno, me proporcionaron mi primer atisbo de compañerismo y fraternidad, tan desconocidos para mí. A pesar de carecer de pasado, encuentro en mis compañeros una verdadera familia y un apoyo moral.

— ¡Oye, doctor! ¿Por qué limpias tanto sus lentes? Se te gastarán los dedos de tanto limpiarlo —bromea un guardia en estado de ebriedad.

— Lleva más de veinte años limpiándolos y no se le terminan de salir los microbios —ataca González a Vidal.

— Lamentó no sentirle gusto a tu sarcasmo —contraataca Vidal—. ¿Cómo a esta, hidromiel, le llamaron? Es insípida como tu humor, González.

El grupo estalló en carcajadas por el contraataque de Vidal, sus risas resonaban en la quietud de la noche. Las tonterías que se decían unos a otros se convertían en un festín de risas y jarras alzadas. Con cada broma, la confianza entre ellos crecía, y las sombras proyectadas por el fuego parecían bailar al compás de su alegría desbordante.

A lo lejos, Torres se limitó a estar en silencio, enviando mensajes desde el telégrafo hacia el país de Orión, informaba cada paso llevado a cabo. López, inamovible por la animada fiesta, se mantenía siempre a la par de su capitán, no se despegaba un segundo de él.

— López, sentenció a los habitantes de Catha, como si solo nos encontraremos escorias —inquirió Taveras con un tono de desdén—. Debe de recordar que también son humanos y están asustados.

— No, no solo hay escoria, pero la crisis que se vive más allá de las murallas ha despertado lo peor, su instinto más primitivo... su esencia animal; esa necesidad de supervivencia que hace al ser más cuerdo una bestia peligrosa —respondió Alberto Polanco, quien en su ebriedad deja en claro que dentro de los muros se había perdido toda traza de humanidad.

— ¿Por qué aceptaron venir a este infierno? —pregunta Duarte.

— Para unos es solo deber, para otros es simple gloria o riqueza, pero, algunos nos adentramos en busca de respuesta sobre el paradero y bienestar de nuestras familias —respondió Juan Vásquez.

— ¿Y ustedes por qué aceptaron entrar en este infierno? —pregunta Polanco.

— El conocimiento seduce a las mentes brillantes —González decide responder—. Ser inmortalizados en los libros de medicina, saber que contribuimos en la salvación y conservación del espécimen humano, resulta como mucho... embriagador. Somos seres finitos, pero, podemos dejar un legado infinito.