Torres, con una sombra de duda que colgaba sobre nuestra mala fortuna y sin noticias del equipo de guarnición en la muralla María, pidió la colaboración de González para examinar el cuerpo pútrido del desafortunado hombre.
Binet y Yeremi Santos, en privado, discutieron con González la situación del uso del traje y las graves consecuencias de su abuso. Con las advertencias claramente expuestas y la necesidad de disipar aquella niebla de incertidumbre, González fue el primero en usar el traje anti-podredumbre creado por Binet y su anterior compañero R.O.
Cerca de las afueras de Pontos, el resto de doctores, científicos y médicos no sabíamos lo que ocurría. López y Polanco sondeaban el perímetro mientras Torres se dedicaba a proteger nuestras vidas. Los transportistas revisaban los vehículos, y nosotros solo podíamos observar, formulando ligeras teorías entre nosotros.
— Esto no augura nada bueno —predijo Juan Vásquez, empezando a entrar en pánico.
— No te preocupes, Vásquez —exhortó Almanzar con firmeza—. Creíamos imposible volver al país, y míranos. Ahora, confiemos en que todo se resolverá y podremos llegar hasta la capital.
— Tienes razón, jefe.
— Algo grande debió ocurrir para que solicitaran la intervención de González —interrumpió Duarte.
— ¿Es esa una buena o mala noticia? —preguntó Vásquez.
— González es el mejor médico forense del continente. Es de esperar que algo significativo haya ocurrido allí dentro.
González había advertido a Torres que no había mucho por hacer; era difícil examinar y buscar respuestas en una masa de carne en descomposición. Pero el capitán deseaba saber si se trataba de algún tipo de bioterrorismo por parte de los revolucionarios.
El tiempo estaba en nuestra contra, y un único hombre trabajando no aceleraría las respuestas.
— ¡Bien! —exclamó González tras examinar el cadáver—. Es difícil dar un análisis detallado sin perder varias horas, pero hice comparaciones con los informes allegados a Blodcaf y, estamos ante la inmolación pútrida de los reportes. Permítame un par de horas para examinar el cuerpo con mayor detenimiento.
— ¿¡Tiempo!? Es justo de lo que no precisamos, González. Debemos llegar a la capital más tardar al segundo día tras nuestro reporte, de lo contrario... —Torres se enmudece tras intentar explicar la situación.
— Lo lamento, capitán —respondió González, quien se retira.
El hilo del que Torres deseaba tirar se había desvanecido, dejándonos otra vez sin respuestas y sin saber cómo proceder. Sin más alternativas y con la situación agravándose, Torres optó por el segundo plan: poner rumbo a la puerta Ramón, al noreste de nuestra ubicación. Cerca se encontraba la laguna Redondo y varios asentamientos y poblados que una vez fueron prósperos y rebosantes de cazadores y granjeros.
— ¡Bien! —Torres se dirigió a nosotros con una voz que resonaba con autoridad y urgencia—. La situación ha cambiado; no sabemos qué ha ocurrido con el grupo de guarnición. Hemos enviado varios mensajes, pero desde que nos adentramos en el país, no ha habido respuesta, por lo que he decidido ejecutar el segundo plan.
— Deberíamos regresar, capitán. Nos reorganizaremos, planearemos otras rutas... otros planes —intervino Duarte, consciente del plan de Torres.
— Les recuerdo que no hay vuelta atrás —gritó López—. Somos conscientes del peligro que corremos dirigiéndonos al noreste, pero no hay otra alternativa.
— Tranquilo, López, aún debemos esperar la confirmación de Blodcaf y Liongard. Mientras esperamos conectarnos con el país de Orión, aquellos que quieran rezar lo pueden hacer, y los que no, les recomiendo prepararse mental y físicamente.
La tensión aumentaba al baile del sol que se desplazaba a su prematura marcha crepuscular. Mientras aguardábamos la confirmación de Blodcaf y Liongard. Los minutos se estiraban interminablemente, y cada segundo que pasaba sin respuesta aumentaba nuestro nerviosismo.
Torres, con su habitual determinación, se acercó al improvisado centro de mando donde estaban los equipos de comunicación. Su rostro mostraba la carga de la responsabilidad, pero sus ojos denotaban una resolución férrea.
— López, ¿alguna novedad? —preguntó con la voz firme, aunque un rastro de ansiedad se filtraba en sus palabras.
— Nada aún, capitán. La señal es débil, pero seguimos intentando.
Mientras tanto, González seguía trabajando incansablemente en sus análisis. Su laboratorio improvisado estaba lleno de instrumentos y frascos, y la luz parpadeante de una lámpara de campaña iluminaba su rostro concentrado. Era consciente de que cada minuto era más valioso que el Larimar y que de este primer vistazo se podría comprender a mayor profundidad la enfermedad.
Binet y Yeremi Santos permanecían siempre cerca, vigilando cada gesto y tomando notas con meticulosa precisión. La importancia de su colaboración para desentrañar el enigma del cuerpo en descomposición era innegable. Taveras, con su destreza en micología, y Vidal, experto en microbiología, unían sus habilidades excepcionales para descubrir la causa subyacente de la enfermedad.
— ¿Qué han encontrado? —inquirió Binet, con los ojos llenos de preocupación.
— Aún es pronto para sacar conclusiones definitivas, pero hay indicios de que esto podría ser más que una simple enfermedad —respondió Vidal, sin apartar la vista del microscopio.
Mientras tanto, el grupo en el exterior no dejaba de vigilar. Las sombras alargadas del atardecer que se proyectaban sobre el paisaje, crearon un ambiente inquietante.
— No me gusta esto, Polanco —murmuró López mientras escaneaba el horizonte con sus binoculares—. Algo no está bien.
Polanco asintió en silencio, compartiendo la inquietud de su compañero.
Finalmente, el esperado sonido de la estática en la radio se convirtió en palabras inteligibles. La voz de Blodcaf rompió el silencio con un tono urgente.
— Aquí, Blodcaf. Tenemos confirmación de Liongard. Procedan con el segundo plan al amanecer. Repito, procedan con el segundo... —La señal se cortó abruptamente, pero la orden quedó clara y precisa en medio de la necesidad de directrices.
Torres asintió, consciente de que el tiempo apremiaba.
— ¡Ya escucharon! Quiero a todos preparados para la operación de mañana —ordenó con determinación—. Nos dirigimos a la puerta Ramón. Que cada uno tome sus posiciones y prepare todo lo necesario. No podemos permitirnos más retrasos.
El grupo se puso en marcha con celeridad, cada miembro desempeñando su tarea asignada con precisión. Las mochilas fueron aseguradas, los vehículos listos y el equipo médico reorganizado meticulosamente. Los medicamentos comenzaron a producirse a un ritmo acelerado, optimizando todos los esfuerzos para aumentar al máximo las posibilidades de supervivencia.
Tras el torbellino de preparativos, la calma se asentó en plena noche. Jesús Sánchez se encargó de la cocina, nutriendo nuestros agotados cuerpos. Mientras tanto, el resto disfrutábamos de la calidez de una hoguera, que se había convertido en nuestro símbolo de consuelo y serenidad.
—La duda no me deja tranquilo —dijo Polanco acercándose a González—. ¿Dónde, coño, aprendiste a golpear así?
—Lamento ese altercado, de verdad —tomó una pausa para beber un té caliente en fraternidad con todos los que estábamos alrededor del fuego—. No solo estudiaba en la universidad, en mis años más rebeldes, opté por aprender a boxear para aliviar el estrés de tantas clases. Quizás quería experimentar lo que otros vivían en su día a día.
—¡Maldito! No te pongas sentimental, ¿eh? Todavía me debes la revancha.
—No sabía que fueras masoquista —replicó González.
Las carcajadas llenaron el aire, y las palabras de amor y odio no tardaron en surgir. González y Polanco habían forjado un vínculo afectivo, mientras que Binet y yo hacíamos lo propio por razones completamente opuestas. Sentíamos que éramos los únicos capaces de desentrañar los misterios, y esa necesidad creó una hermandad intelectual. Solo interrumpida por la ridícula pelea entre Santos y Taveras, quienes apostaban sobre quién de nosotros era más inteligente.
Por supuesto, como hombres civilizados, aclaramos quién era más inteligente. El problema surgió cuando, con tantas apuestas y la emoción de demostrar quién era más brillante, se creó una contienda entre dos bandos. Parecíamos niños jugando a ver quién era el mejor estudiante, y nuestros compañeros no hacían más que alentar aquella rivalidad.
—Nunca creí ver a hombres tan pulcros comportándose como niños —comentó Almánzar a Vásquez.
—Supongo que, en el fondo, todos somos unos niños, ¿no?
—Supongo... eso supongo.
—¡Jefe! —la expresión de Vásquez cambió a un tono más serio—. ¿Estas personas realmente pueden ayudarnos?
—Tengo mi fe y mi alma en ello, Vásquez. Y mira hasta dónde hemos llegado gracias a ellos.
—Pronto podré volver a ver a mi familia.
—Te aseguro, Vásquez, que los encontraremos, no solo a tu familia, sino a las de todos y cada uno de mis hombres.
La calma en el campamento era solo superficial, ya que cada uno de nosotros estaba sumido en sus propias preocupaciones. La noche avanzaba, y el resplandor de la hoguera iluminaba nuestros rostros cansados. El aire frío recordaba los gélidos días en Constanza, pero en Catha eran suaves, tan suaves que parecían a variar al alma.
A lo lejos, el ulular de un búho nos recordaba que no estábamos solos en la oscuridad. Sabíamos que la calma era solo una tregua antes de la tormenta que se avecinaba con el amanecer.
González, con la mirada perdida en las llamas, rompió el silencio.
—Cuando era niño, solía imaginar que sería un héroe, alguien que salvaría vidas y desentrañaría misterios —dijo con voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Pero nunca imaginé que enfrentaríamos algo así.
—Todos tenemos nuestros sueños de niños, González —respondió Taveras, que había estado en silencio, sumido en sus propios pensamientos—. Y aunque la realidad sea más oscura, aún podemos hacer algo significativo aquí.
—A veces me pregunto si realmente estamos haciendo una diferencia —intervino Almánzar—. Todo parece tan... infranqueable.
Torres, con su semblante habitual de determinación, se acercó al grupo.
—Lo que estamos haciendo aquí es vital. Cada pequeño avance, cada respuesta encontrada, nos acerca a la salvación de muchos. No podemos darnos el lujo de dudar ahora.
Las palabras de Torres infundieron un nuevo vigor en el grupo. La esperanza, aunque tenue, volvió a brillar en nuestros corazones.
El amanecer se aproximaba, y con él, la incertidumbre de lo que vendría. Pero estábamos juntos, y esa unidad nos daba la fuerza para enfrentar lo que fuera necesario. Nos preparábamos para el siguiente capítulo de nuestra misión, sabiendo que cada paso que dábamos estaba impregnado de la sombra y el brillo de nuestro destino compartido.