En el crepúsculo de la estancia, las sombras danzaban sobre las paredes, proyectadas por la solitaria vela que titilaba sobre la mesa de trabajo, como si su llama fuese un faro intencionado. Los papeles yacían dispersos por el suelo, como hojas arrastradas por una brisa fantasma, y en cada uno, la verdad se escondía, susurrante y esquiva.
— Larel, ¿qué haces aquí? —la voz de Vidal resonó, impregnada de asombro y recelo.
— ¡Estos manuscritos! —exclamé, mi voz vibraba con la emoción del descubrimiento que se revelaba ante mí.
— ¿Qué guardan esos escritos? —inquirió, aproximándose.
— Son las notas y registros de los doctores de Luirn — repliqué, acariciando el papel ajado—. Presiento que han desvelado la verdad, o eso, anhelo creer.
— En estas paredes, merodea un asesino —Vidal empezó a deambular, su silueta delineada contra el cristal—. En estas paredes, se oculta el asesino de Taveras, y tú... tú solo ansías desenterrar respuestas de aquellos que sembraron este pandemónium... ¿No es así? —Su tono se alzó, frustrado y airado.
— Vidal, debes entender que... —intenté responder, pero él rehusó a escuchar.
Con un ademán abrupto, Vidal partió, dejando la puerta a merced del viento. El gélido abrazo de la noche invadió el cuarto, arrebatando el calor de la vela. Me hallé solo, con la pesadumbre de la culpa, anidando en mi ser. Me afligía haber priorizado mi cometido sobre nuestro hermano caído... Con el corazón palpitando con ímpetu, la oscuridad parecía engullirme. La verdad que anhelábamos, la llave para dilucidar el enigma de la endemia y las calamidades que habían devastado este hospital, yacía allí, entre aquellos documentos esparcidos. No obstante, la premura de Vidal era un recordatorio de que había más en juego que simple curiosidad erudita.
— ¡Vidal, detente! —clamé, pero mis palabras se disiparon en el vacío que su ausencia dejó. No podía permitir que enfrentara lo incierto en solitario, no cuando cada penumbra podía albergar un riesgo letal.
Con resolución, recogí el diario y los documentos más cruciales, resguardándolos en mi bolso. El tiempo apremiaba; debía hallar a Vidal antes de que fuese demasiado tarde.
Abandoné la estancia y me adentré en el corredor sombrío, donde únicamente el haz de mi farol rasgaba la penumbra. —Vidal, ¡contesta! —volví a llamar, anhelando algún indicio de su presencia.
El hospital, un dédalo de corredores y estancias desoladas, parecía animarse en la tenebrosidad. Cada eco era un murmullo de los arcanos que custodiaba, cada sombra, una evocación de las tragedias pretéritas... Y después de lo que pareció ser una eternidad de búsqueda desesperada, encontré a Vidal. Se alzaba frente a una puerta de acero colosal, su silueta iluminada por la luz de la luna que se filtraba a través de un cristal roto en el tejado, otorgando una solemnidad a la escena donde Vidal tocaba la puerta que, al parecer, ocultaba todo el peso de Liurn; y el macabro diseño de la puerta desprendía un halo de dolor y angustia eternos.
— ¿Qué es este lugar? —interrogué, aproximándome.
Vidal giró hacia mí, su mano aún posada sobre la puerta, su rostro reflejaba un torbellino de sentimientos. —No enfrentamos una simple dolencia que aflige a este país —declaró con una voz cargada de solemnidad, mientras sus ojos parecían perderse en un vacío insondable—, sino una presencia ancestral y maligna. Una fuerza que ha sobrevivido en estas tierras mucho antes de que se levantaran los cimientos de este nosocomio.
— ¿De qué estás hablando? —mi voz vaciló ante la magnitud de su declaración.
— ¿Qué hacemos aquí? —replicó, confundido y perplejo.
— Estabas iracundo por capturar al asesino de Taveras y, de repente, aquí te encuentras, vociferando que no solo es una enfermedad los que nos acecha, sino también algo más arcano que el propio nosocomio. ¿Es eso lo que insinúas, Vidal?
— ¡Ignora la respuesta! —su rostro, iluminado por la linterna que portaba, era el de un espíritu atormentado.
Antes de que pudiera articular una respuesta, un estruendoso chirrido rasgó el silencio. El edificio tembló violentamente, como si el mismo sonido lo sacudiera desde sus cimientos; y en ese instante, una horda de seres descompuestos se lanzó sobre nosotros, zigzagueando con una mortal precisión.
Las entidades se desplazaban con una agilidad inquietante, sus figuras carcomidas apenas retenidas por vestimentas desgarradas. Vidal y yo retrocedimos, aterrados ante la presencia de estas criaturas que parecían surgir de los rincones más oscuros de un sueño febril. Sus ojos, huecos y desprovistos de alma, destilaban un apetito voraz.
—¡Retrocedan! —exclamé, agitando mi arma desesperadamente.
Vidal, con una serenidad que desafiaba el pandemonio que nos envolvía, me tomó de la mano y sin mirar atrás corrimos hacia la salida. Los monstruos se replegaron, emitiendo alaridos guturales de tormento. La claridad de la luna delineó sus siluetas grotescas en toda su espantosa magnificencia. Por un breve momento, el tumulto se paralizó; era como si su único deseo fuese proteger el secreto oculto tras la majestuosa puerta.
No había espacio para el asombro o las interrogantes. Debíamos salir del nosocomio, pero antes, debíamos encontrar a González, Torres y López, quienes, por un giro del destino, se hallaban en el mayor de los peligros.
Con el palpitar frenético de nuestros corazones resonando en nuestros oídos, nos adentramos en los laberínticos pasillos, el eco parecía presagiar un destino aciago. La urgencia de encontrarlos era abrumadora, su seguridad pendía de un hilo tan delicado como la cordura que luchábamos por mantener.
— Debemos apresurarnos —instó Vidal, liderando con la linterna en alto—. No pueden estar lejos. Deben seguir en el pasillo izquierdo... cerca de tu posición anterior, Larel.
Con un gesto de cabeza, confirmé mi acuerdo y procedí a guiar a Vidal por el sendero de retorno. Era el mismo lugar donde me había desvinculado de ellos.
— Observa con cautela cada penumbra —advierte Vidal con gravedad—. En las sombras de este lugar se ocultan terrores que trascienden la vista humana y debemos saber de donde atacaran.
— ¡González! ¡Torres! —mi voz resonaba por los pasillos, en busca de nuestros camaradas.
No hubo respuesta, solo el eco de nuestra propia existencia, marcada por el latido acelerado de nuestros corazones. Continuamos adelante, la luz de nuestras linternas cortando la oscuridad, símbolos de esperanza en un mar de desesperación.
Finalmente, llegamos a la morgue. En medio de la estancia, los cuerpos de los guardias y el explorador formaban una barricada alrededor de Torres, luchando valientemente contra las criaturas descompuestas que los habían cercado.
— ¡ayúdennos! El capitán está herido, necesita atención médica inmediata —gritó López, su voz quebrada por el terror y el dolor.
La morgue, con su gélido pavimento de piedra y sus fríos estantes metálicos, se había transformado en un escenario de guerra. Los guardias, con sus trajes manchados de sangre y sus máscaras rasgadas. Estaban marcados por el pavor, mientras combatían con una resolución que desafiaba al mismísimo fin de la vida. Las criaturas, deformes y voraces, se lanzaban sobre ellos, desgarrando la carne con brutalidad y salvajismo, sus fauces ansiosas por devorar hasta el último vestigio de alma.
Vidal, resuelto y sin titubeos, se abrió paso hacia Torres, tendido e inconsciente. Se esforzó por arrastrarlo hacia la salida de la morgue, pero las bestias no retrocedían ante la barrera humana de los guardias; su lucha y agonía para proteger a Torres era un acto de valentía pura.
— ¡Salvad al capitán, es nuestra última esperanza...! No debe sucumbir en este antro de condenación —clamó López, empleando sus últimas reservas de fuerza.
Los valerosos guardias, dispuestos a entregar sus vidas por la salvación de su líder, se enfrentaban al terror de una muerte inminente. Las lágrimas de resignación brotaban, y una sonrisa de miedo mezclada con esperanza se dibujaba en sus labios mientras eran despiadadamente mordidos y arañados.
— ¿Todo este maldito periplo para perecer aquí...? Donde nuestros cuerpos serán olvidados como los demás —articuló uno de los guardias, invadido por el temor.
— No hables disparates. Si el capitán y los médicos están a salvo... nuestras familias aún podrán abrigar esperanzas —respondió López con convicción, sujetando al monstruo con determinación—. Doctores, les imploro... Sellen la puerta. No dejen que ninguna de estas abominaciones escape de este lugar.
Tras esas palabras, un torbellino de voces, llantos, risas y gritos se entrelazaba. Cada uno enfrentaba su amargo final a su manera, y yo, una vez más, me convertí en el testigo silencioso de la tragedia de aquellos que compartieron con nosotros su último instante.
— ¡¡¡Pelotón!!! —gritó López por última vez—. ¿Cómo está la moral?
— Alta, altísima, a diez mil pies de altura, lo posible está echo y lo imposible lo haremos señor —respondieron los otros guardias.
— No los escucho... ¿Como está la moral?
Los guardias repitieron con mayor fuerza, no sabría decir si fue por resignación o para aliviar los corazones temerosos de un final inminente... Pero, sellé la puerta... Sí, fui yo quien la cerró. Los abandoné a su suerte allí dentro, sin revelarles que más horrores nos acechaban afuera, que tal vez no sobreviviríamos a este asalto y que el asesino de Taveras aún rondaba el hospital... acechando a González.
— Hola... Viejo amigo.
— Dalfy... ¿Fuiste tú quien acabó con Taveras? —preguntó con voz temblorosa.
— Me conoces bien, no me ensucio las manos con vísceras.
— Entonces, ¿por qué tienes el traje de Taveras?
— ¡¿Esto?! Es el motivo de nuestra presencia aquí... ¿Quién diablos confeccionó estos trajes?
— Si te lo confieso... ¿Qué le harás a su artífice?
— Nada, ¡te lo juro! Solo deseo que fabrique más de estas maravillas.
— ¿Cuál es tu interés en los trajes?
— ¿Acaso no has visto a esas abominaciones? Su sangre, de tono oscuro como el carbunco, rebosa de esporas letales repletas de ántrax y otros patógenos desconocidos. Eres consciente de lo que eso implica...
— Exponerse a esos monstruos es sinónimo de muerte en un...
— 100 %, ni más, ni menos. Por ello, necesitamos los trajes.
— ¿Necesitan?... fuiste tú quien trajo a estas bestias infernales, ¿no es así... tú y esos malditos "Carroñeros"?
— ¿Carroñeros?
— Así es, esos desgraciados que nos tendieron una emboscada más allá de la Gran Muralla y en el bosque Cayo Oscuro. Los informes y los exploradores se refieren a ustedes como carroñeros.
Dalfy estalló en una carcajada sarcástica y despectiva —nunca imaginé que nos tildarían de carroñeros. Es el apodo que les dimos a estas bestias infernales, pero los verdaderos responsables de los percances que sufrió vuestro grupo... sí, eso fue obra nuestra, llámanos "Los Cuervos". Somos algo así como un grupo revolucionario, más o menos.
La situación se intensificaba con cada verdad revelada; mientras Dalfy y González se enfrentaban en lo que parecía ser la sala de control. Los "Cuervos" habían tejido una red de mentiras y traiciones tan densa como la niebla que se cernía sobre la ciudad.
— Entonces, Dalfy, ¿qué planeas hacer ahora? —preguntó, González, intentando disimular su inquietud.
— Oh, querido amigo, el juego apenas comienza —respondió con una sonrisa maliciosa—. No solo los trajes necesitamos... también la participación de los doctores de la OMS.
En esos instantes un estruendoso chirrido rasgó el silencio. El edificio tembló violentamente, como si el mismo sonido lo sacudiera desde sus cimientos.
— ¡¿Escuchas eso?! Se acabó el tiempo, será mejor que huyan.
— Espera, ¿por qué?
— Porque ya no habrá nadie que los salven si se quedan —advirtió Dalfy lanzando un pequeño libro rojo. —confió de que lo descifraran.
Dalfy se esfumó en la penumbra de los corredores, abandonando a González a la merced de aquel inquietante y penetrante chirrido.
Con cada latido acelerado, procurábamos apresurar nuestra escapatoria; sin embargo, Torres, con su corpulencia y el lastre de su atuendo, se convertía en un obstáculo para la prisa. Podríamos haber malgastado horas lamentando nuestro infortunio, pero el lujo del tiempo era algo que nos había sido arrebatado.
Las abominaciones tras nosotros pugnaban con desesperación por liberarse, y aquellas que permanecían vigilando la sólida puerta de acero... su tenacidad para custodiarla era un enigma que nos atormentaba.
Al poco tiempo de arrastrar el cuerpo de Torres, apareció González; estaba exaltado e inquieto, como si algo lo perturbara. Eso que desconocía hasta ese momento nuestra odisea y los sacrificios por parte de los guardias, aunque, es cierto que tampoco escuchamos su odisea hasta haber llegado a la mansión horas después de todo el revuelo.
No podría jurar sobre la exactitud de los recuerdos que asaltan mi mente de aquellos momentos; quizá la urgencia de hallar una escapatoria hizo que mi cerebro relegara a un segundo plano la frenética carrera contra el tiempo... O tal vez, porque en mi estado presente, la sombra de la muerte ya oscurece mi visión. No obstante, de alguna manera conseguimos abandonar el hospital; Vidal, González , Torres y yo, los únicos que emergimos con vida. Los demás guardias y el último de los exploradores encontraron su fin en aquel lugar.
La multitud se cerró en torno a nosotros, sus rostros distorsionados por la ira y el miedo. Martínez, con su bastón de mando en alto, parecía un juez implacable en un tribunal de pesadilla. Martínez fue custodiado por dos jóvenes de mirada aguda, conocidos como "Norri y Acre". Nos señalaron con dedo acusador por la osadía de haber roto la tranquilidad del sanatorio, ignorando las advertencias previas... Desde un rincón apartado, aun dentro de la estructura, Almánzar observaba con recelo el conflicto que se gestaba.
— ¡Ah, qué sorpresa... qué sorpresa! —exclamó Martínez, haciendo oscilar su bastón de mando—. ¿Será que hallan placer en contravenir las reglas, o acaso aspiran a revivir los desaciertos que esta condenada urbe sufrió en el pasado?
— La culpa recae sobre mí, señor Martínez —declaró Oswald, avanzando para cubrirnos—. Yo fui quien los convenció de ingresar al nosocomio.
Oswald, valiente y decidido, se interpuso entre nosotros y la turba. Sus ojos reflejaban la gravedad de la situación. "Los ciudadanos le deben mucho", pensé, pero ¿será suficiente para enfrentar al poderoso Martínez?
— Oswald, querido amigo... todos te estamos agradecidos, pero hay límites que no se deben cruzar y lo sabes ¿verdad?
— Entiendo la gravedad. Por eso, aceptaremos las consecuencias, más no en este instante. Vea usted al capitán, está lesionado y precisa cuidados médicos sin demora.
— Nadie mejor que tú conoce la prohibición de prestar auxilio médico en este lugar —contestó Martínez, alzando su mano como símbolo de mando.
Desde mi posición, una legión incontable de polizones se acercó, sitiándonos sin escapatoria posible.
El capitán, herido y pálido, yacía a nuestros pies. Su vida pendía de un hilo, y la multitud esperaba ansiosa una decisión. Martínez, con su voz grave y autoritaria, pronunció su veredicto.
— Si desean mi clemencia —dijo—, deberán aceptar la muerte de su capitán. De lo contrario, enfrentarán mi juicio. Y no hace falta recordarte, Oswald, cuál será el desenlace.
Oswald asintió solemnemente. —No seré yo quien tome esa decisión —respondió. Pero su mirada revelaba la angustia de un hombre atrapado entre la lealtad y la responsabilidad.
La multitud murmuraba, impaciente. Martínez, implacable, anunció su plan —enviaré a Norri y Acre, ellos serán mis ojos y oídos; al amanecer deberán proporcionarles una respuesta. Mientras tanto, las pintorescas personas como los llamaste Oswald, seguirán prisioneros en las frías mazmorras de la comisaría. Serán los chelines de cambio por si se les ocurre alguna otra travesura.
Los ciudadanos evitaban el contacto, perdían sus miradas evitando la pena de quienes nos encontrábamos bajo las garras de aquel al que llamaban "el hombre de la hoguera".
El pacto de no hostilidad se tambaleaba. Y así, en la penumbra del hospital abandonado, nos enfrentábamos a un dilema que trascendía las leyes humanas. El pasado y el presente se entrelazaban, y la ciudad maldita guardaba sus secretos bajo tierra.
¿Qué haríamos para sobrevivir? ¿Qué oscuros pactos sellaríamos en la oscuridad? ¿Dejaríamos vivir a Torres y condenaríamos a los científicos?
La respuesta estaba a punto de revelarse, y yo, como testigo silencioso, temblaba ante el abismo que se abría ante nosotros.