La mansión, envuelta en la incertidumbre de un tifón, se alzaba como presagio de lo inminente. Almánzar, con la resolución aún palpitante en su ser, enfrentaba el dilema moral mientras el acero de la mauser c96 reposaba en su mano decidida.
Me interné en los lúgubres pasillos de la mansión, acompañado todo el tiempo por Norri y Acre. Estos dos emisarios, enviados por el enigmático Martínez, estaban a la espera de una urgente decisión. Sin embargo, al llegar a la estancia donde reposaba Torres, solo el silencio me respondió. Detrás de la puerta cerrada, Almánzar permanecía recluido, inmerso en deliberaciones secretas con Torres, mientras la podredumbre se extendía como una sombra ominosa a través de Santa Catha.
Cada trueno de la tormenta hacía titilar la luz, proyectando las sombras errantes de quienes fueron despojados de su ser. El ritmo del suero, en sintonía con el pulso de Almánzar, componía una sinfonía macabra en la estancia.
Torres, con la vista clavada en la ventana, parecía escrutar los fantasmas de sus elecciones pretéritas. Su aliento, débil y casi extinto, luchaba por acompasar la cadencia de una vida que se le escurría.
— ¿Qué es lo que divisas, Torres? —inquirió Almánzar, aproximándose al compás del tic-tac del reloj que se posaba en la pared que coronaba la cabeza de Torres.
— Contemplo el tributo de la ambición, el gravamen de proteger sus existencias a ultranza —articuló Torres, su voz entre la resignación y el tormento.
Almánzar se aproximó al cristal, observando cómo las gotas de lluvia se desplomaban, dibujando ríos que arrastraban el reflejo de almas que encontraron un fin prematuro.
— ¿Y la redención, Torres? ¿Acaso hay cabida para ella en este orbe desamparado por la divinidad?
— La redención... es un privilegio que no todos nos podemos arrogar, un bien que jamás será mío —profirió Torres, cerrando sus párpados—. Más quizá, ¡en nuestras acciones, encontremos un destello de misericordia! Al cerrar mis ojos, veo los semblantes y sus voces resonando en mi ser, llevo los sueños que usurpé y las esperanzas de aquellos que ya no nos acompañan.
— Condujiste a tantos al óbito, sin vacilar, sin meditar las secuelas; esta es la permuta que recibiste tras incontables sacrificios. Ahora, se demanda un postrer sacrificio... Torres —exhortó Almánzar, obsequiándole el arma a Torres.
Torres, exhausto, empuñó el arma junto a Almánzar, cuyo semblante denotaba fatiga y desesperación por cesar la matanza.
— No optaré por tu deceso o redención —declaró Almánzar, con voz ronca y lúgubre—. Pero hoy, uno de nosotros ha de perecer. —sus ojos se clavaron en los de Torres, una mirada intensa que parecía atravesar el alma.
Torres, cuyo nombre se perdería en la bruma del tiempo, tragó saliva. Sabía que esta era una encrucijada, un momento crucial en su existencia.
— Si me asesinas, podrás tomar mi lugar en el mundo de los vivos —continuó Almánzar, su voz ahora más suave, casi persuasiva—. De lo contrario, deberás expirar por tu propia mano. La elección es clara Torres... Matar o morir.
Torres sintió el frío acero de la Mauser c96 reposar en su alma, la respuesta estaba en sus manos.
—Para ti, sacrificar es menester, ¿cierto? —concluyó Almánzar, su mirada inquebrantable.
El silencio se prolongó, solo el inquietante sonar del reloj y las fuertes lluvias golpeando la ventana eran las protagonistas entre el silencio de ambos hombres. Torres sopesó las palabras de Almánzar, sintiendo el peso de su decisión.
Y así, en esa habitación lúgubre, dos almas se enfrentaron a su destino. Uno debía morir para que el otro pudiera vivir, el sacrificio era inevitable.
El aposento se transformó en el tablado de un duelo mudo entre el existir y el fenecer. Almánzar había delineado un confín moral, desafiando a Torres a afrontar las repercusiones de sus actos.
Torres, aun con la mirada anclada en la ventana, contemplaba el reflejo de los caídos en las gotas de lluvia. El revólver, tan gélido y definitivo, parecía ser el último custodio de su legado.
— Vázquez, López… y tantos otros nombres que se desvanecerán en la implacable llovizna del tiempo. Sus familias, ajenas a las tragedias vividas en estas jaulas que, con nombres hermosos, resuenan como murallas; nunca más sentirán el calor de un hijo, padre, hermano o esposo —Almánzar mantenía su serenidad mientras revelaba el dolor mudo de aquellos que aún desconocen las desgracias de sus seres queridos—. ¿Estás satisfecho? ¿Tu rey está satisfecho con las vidas que han usurpado?
— Siempre fue sencillo —confesó Torres, su voz quebrándose—. Sencillo ordenar, sencillo obviar. Pero ahora, cuando la parca me susurra con su voz helada, descubro una verdad perturbadora. El temor de no expirar; el temor de aquellos cuerpos cálidos que nos acompañaban en esta odisea y que ahora son solo sacos de abono frío para la tierra que pisaron… ¿Crees que no sufro al recordar los rostros de quienes me acompañaron en tantas batallas, de quienes veía como mi única familia? El rey debe de estar decepcionado de un capitán inútil como yo.
Almánzar observaba, su faz imperturbable, mientras Torres batallaba con el ultimátum impuesto.
— La realidad es que nunca estamos listos para ser el holocausto —prosiguió Torres, su dedo rozando el disparador—. Hablamos de magnificencia y abnegación, pero en el fondo, solo anhelamos subsistir. Nos aferramos a la más ínfima esperanza para mantenernos erguidos, para creer que resistiremos un condenado día más.
El reloj contaba los segundos, cada tic-tac un mazo en la quietud. Torres cerró sus ojos, una lágrima se confundió con la lluvia en el cristal.
— No seré tu ejecutor, Almánzar —declaró al fin, soltando el arma que resonó sordamente al caer en la cama.
— Entonces, extingue tu vida, disipa esta amargura, conviértete en el héroe que asegurará la supervivencia de aquellos a quienes has protegido con tanto celo —dijo Almánzar, levantando el revólver y obligando a Torres a tomar una decisión una vez más—. Ellos han emitido su veredicto… yo he emitido el mío. Ahora, es tu turno de elegir.
Con la asistencia de Almánzar, Torres llevó el arma a su pecho, resuelto a terminar con su sufrimiento. Las consecuencias de sus elecciones habían sido tan devastadoras que ya no encontraba motivos para continuar; su pelotón había caído en menos de una semana, y las quemaduras y cicatrices que marcaban su cuerpo no eran más que un doloroso testimonio de sus infortunios.
Sus ojos se cerraron, dejando escapar una lágrima que recorría toda su cara hasta caer en las blancas sábanas de la cama. Sus dedos temblorosos acariciaban el gatillo, decididos a ponerle fin a todo. Pero justo en ese momento, toc, toc, toc, toc... El sonido de mi imprudencia golpeando la puerta interrumpió la decisión tomada por ambos hombres, afectados por todo lo vivido.
Mis palabras fueron ignoradas detrás de aquella puerta que no solo separaba dos espacios, sino también separaba las interacciones. Pronto el eco de disparos alertó a todos los presentes en la mansión. En mi garganta se posó un nudo al intentar interrumpir... Otra vez no hice nada, otra vez fui espectador de otra vida apagándose del otro lado de la puerta.
Almánzar se acercó, abrió la puerta y con una expresión despojada de toda humanidad dijo: —¿Puedes pedirles a Oswald y a Margery, que solicitó su presencia?—. Su voz no era la de alguien que acababa de cometer una atrocidad.
Las palabras quedaron atrapadas en una red en mi garganta, sin poder decir una palabra más allá de ver a Almánzar con repudio por lo ocurrido.
— ¿Qué acabas de...?
Mis palabras fueron opacadas por la muchedumbre que se abalanzó a la puerta, buscando el origen del ruido y de la decisión tomada por Almánzar, pero, únicamente, Oswald y Margery pudieron entrar a la habitación.
Pasado unos minutos de incertidumbre Margery salió para dar la terrible noticias que ya sabíamos; por su parte, Oswald y varios alquimistas se encargaron de entregar el cuerpo a Norri y Acre quienes estaban al tanto de lo ocurrido.
— En la penumbra de la madrugada, a tan solo tres horas del amanecer, el capitán Eliezer Torres le puso fin a su existir. Dos balas mortales atravesaron su abdomen, perforando sus órganos vitales. El paciente se desangró hasta su último aliento —procedió margery con la autopsia.
González corroboró lo antes dicho por Margery y los hermanos inspeccionaron el cadáver para luego ser trasladado a la morgue.
La mansión, ahora un hervidero de histeria, parecía atrapar los ecos de los disparos que habían dictado el trágico fin de Torres. Almánzar, con la mirada anclada en un punto distante, sostenía la Mauser c96 aún manchado de sangre. La lluvia caía incansable, como si el cielo mismo derramara lágrimas por la tragedia acontecida entre sus paredes.
Torres yacía en camino trasladado en unos pedazos de maderas sujetos al caballo de Norri, su existencia reducida a un cascarón inerte, mientras los relámpagos arrojaban destellos sobre su semblante pálido y la lluvia limpiaba toda mancha oscura de su ser.
La estancia, otrora escenario de encendidos debates morales y dilemas éticos, se había convertido en el telón de fondo de un asesinato que, para algunos, era justificado; para otros, una atrocidad inhumana. Las sombras de las paredes se contorsionaban, como si los espectros de los difuntos se reunieran para emitir juicio sobre los vivos.
Almánzar se erguió con esfuerzo, el arma aún ardía en su palma, una prolongación de su alma atormentada. Fuera, la tormenta bramaba con vehemencia, como si anhelara arrastrar consigo a todos nosotros y saciar por fin esta locura de matanza sin sentido.
El reloj proseguía su marcha inexorable e inmutable, tictaqueando el tiempo restante hasta el alba. Almánzar era consciente de que debía afrontar las consecuencias de sus actos. La enfermedad, la podredumbre que devastaba la nación, no concedería tregua.
En el corredor, González lo aguardaba con una mirada inquisidora. El también había sido testigo del fatal desenlace en la habitación. Su bata blanca, ahora salpicada de sangre, y su cabello oscuro, desordenado, enmarcaban su rostro.
— Almánzar, ¿cuál es nuestro siguiente paso? —inquirió González, con la sangre de Torres aún fresca en su piel—. Torres era el último bastión de resistencia que nos quedaba. Ahora, nos vemos abocados a la necesidad de protección y liderazgo. ¿Serás capaz de cargar con el peso de nuestras vidas?
— Los Conductores no somos meros transportistas; también somos diestros en la lucha. Nuestra vida nómada nos ha enseñado técnicas de supervivencia que te sorprenderían —respondió él, buscando en sus ojos la absolución que su corazón no podía otorgarse. La redención se antojaba un sueño distante, una ilusión que se esfumaba con cada pulsación.
— Seguiremos adelante —afirmó Almánzar, tras una pausa contemplativa—. Hallaremos la cura, aunque implique sacrificar mi propia alma. No podemos permitir que la podredumbre se propague. Hay vidas en juego, González. Vidas que no admiten espera.
— No has respondido a mi pregunta —replicó González, retirándose hacia la morgue ante la falta de una respuesta concreta por parte de Almánzar.
En la penumbra del laboratorio, junto al silencioso camposanto de la Avenida Independencia, el doctor Philipp Hoffman, quien había cambiado sus investigaciones científicas por los sombríos deberes de médico forense y tanatopractor bajo la insistencia de Martínez, se entregaba a su labor nocturna. Norri, con ojos que ardían de intensidad, y Acre, cuya faz permanecía serena ante la muerte, trajeron el cuerpo exánime de Torres para vestirlo de eternidad, cumpliendo así la última voluntad de Oswald.
—¡Excelente, caballeros! —exclamó Hoffman, señalando con un gesto imperioso hacia una mesa desocupada, sin desviar su mirada del cadáver que yacía frente a él—. No tardaremos en ver a la señorita Lourdes Vombua engalanada para su último encuentro con los de su sangre.
—Esta es una entrega de suma importancia, un pedido de Oswald —comenzó Norri, su voz resonando con un matiz de solemnidad—. En sus días, fue un capitán venerado, y en consecuencia, Oswald insiste en que se le rinda una deferencia excepcional. Es imperativo que a Torres se le confieran los máximos honores.
Hoffman, cuya mirada parecía perforar el manto de la muerte, respondió con frialdad cortante.
—La estima que se te tuvo en vida pierde toda significación una vez que exhalas el último aliento. En el seno de la muerte, no eres más que abono para el suelo —sentenció con un tono que no admitía réplica, mientras solicitaba que le dejaran en soledad para desempeñar su labor con mayor soltura.
—A propósito, señor Hoffman —intervino Acre—. El médico forense Joan González ha expresado su deseo de prestarle asistencia en lo que requiera. Torres fue un allegado suyo y quiere aportar en todo lo que sea menester, el doctor no tardará en llegar desde la mansión.
— ¡Perfecto! Así podré terminar de la señora Vombua, para finalizar mi jornada con el capitán y así por fin llegar temprano a casa —exhorto mostrando su canción con estiramiento y exhalaciones digna de alguien que llevaba toda la noche trabajando.
El reloj avanzaba lentamente antes de la llegada de González.
— Es un placer poder colaborar con usted, señor Philipp Hoffman —exhortó González, estrechando la mano.
—Un joven colega... ¡espero no tener que enterrarte pronto! —bromeó sin saludar ni apartar la mirada de su trabajo—. Es mi último pedido de la noche; tengo entendido que era conocido suyo, ¿verdad?
—Lastimosamente, no está en mis planes, pero, con gusto puedo ser su tanatopractor el día de su expiración —contraatacó González, retirando su mano—. Diría que más bien el señor Torres, era nuestro guardaespaldas ¡amigo es una palabra que le queda grande!
Tanto Hoffman como González poseían peculiaridades que no solo los hacían idóneos para sus respectivas labores, sino que también facilitaban su colaboración en la gélida morgue. Sin perder un instante, González y Hoffman se afanaban en preparar a Torres para su funeral, que tendría lugar al mediodía.
Almánzar sabía que debía encarar a aquellos que disentían de su decisión. Pero también era consciente de que la verdad completa jamás podría salir a la luz. Algunos secretos deben permanecer sepultados en la penumbra, especialmente cuando las acciones nacen del rencor y la venganza.
Almánzar prosiguió a contar lo sucedido en la habitación, embelleciendo una que otra palabra de las que se dijeron a puertas cerradas; concluyó con el veredicto tomado por ambos hombres y la decisión de Torres de legarle el cuidado y protección de los que aún seguimos con el corazón latente. La mayoría se encontraba disconforme con aquellas duras y amargas palabras que más bien explicaban cómo se movería la vida a partir de este momento, y de ser necesario, varios serían despojados de su propio latir llegado el momento de prestar su vida por la causa.
Una vez disuelta la reunión, Almanzar deseaba desahogarse conmigo antes de que la mañana tocara la ciudad.
—Aquella vez en la gran puerta del Conde, imploré por ser su compañero, ahora pregunto, ¿hay cabida para seguir esta empresa que no logramos concretar aquella noche?
—Almánzar —mi voz temblaba—. Tan solo pasó una semana desde aquella noche, pero siento el peso de años de tormento tras lo ocurrido. Las circunstancias han cambiado, y con ellas, nuestras prioridades. La muerte de Torres supone un cambio radical en todo lo planeado... El era nuestra defensa y sin el, es posible que sucumbamos. Sin embargo, el deseo de proteger y cuidar a los nuestros sigue siendo fuerte en mí; así como sé que aún podemos avanzar y ponerle fin a esta pesadilla.
Almánzar me miró con una mezcla de esperanza y tristeza en sus ojos. Sabía que las decisiones que habíamos tomado nos habían llevado por caminos oscuros y peligrosos, pero también sabía que nuestra causa era justa.
— Entonces, ¿qué propones?
— Propongo que sigamos adelante con esta empresa, juntos. Enfrentemos los desafíos que se nos presenten y luchemos por un futuro mejor para aquellos que aún tienen un corazón latente. Pero sin tener que sacrificar a nadie más en el transcurrir de la odisea... incluido tú, Almánzar. La decisión que tomaste no solo debe recaer en ti, sino en todos nosotros, porque al igual que tú, cada uno de nosotros puso un precio a la vida de Torres.
Almánzar asintió lentamente, comprendiendo la gravedad de mis palabras. Sabía que el camino que teníamos por delante no sería fácil, pero también sabía que no estaba solo en esta lucha.
—Estoy contigo —dijo finalmente, su voz firme y decidida—. La enfermedad, los cuervos, Martínez y cualquier otra amenaza que se nos presente... Podremos con todo.
La mañana comenzaba a despuntar, y con ella, el caos que viviríamos en manos de Martínez empezaría; La traición de uno de los nuestros, la llegada del escuadrón de asedio, la disolución del equipo y el funeral de Torres, que se prevé para el mediodía. Solo eran el principio que la ciudad maldita por Dios, nos tenía preparada.